El virus nos inoculó una inquietante sensación de soledad
“En la puerta están escritas con letras muy sencillas las palabras Robotic Assistents”. Nueva entrega de los ‘Relatos de Agosto’ de ‘El Asombrario’. El tema de este año: el futuro. Con la colaboración, como en ediciones pasadas, con el Taller de Escritura de Clara Obligado.
POR EVA GÓMEZ-FONTECHA
La veo por primera vez sentada en la estación del metro. Lleva sandalias con calcetines y es invierno. Pienso que es extranjera o que tiene los pies hechos polvo. Me intriga qué hace fuera de casa una anciana a esas horas. Ya no tiene que ir a trabajar. Irá al médico o al hospital. Tal vez sean los huesos o el azúcar. Cuando el metro llega, no sube, sigue sentada en el banco mientras yo me alejo dentro de él.
Una semana después, lunes también, la veo en el mismo sitio. Ahora me fijo que va abrigada con capas de lana tejidas a mano, que la envuelven como un capullo antes de hacerse mariposa. Ella es un todo gris, incluidas las sandalias. Igual que sus ojos. ¡Ya está! Va a tratarse las cataratas, por eso sus pupilas son también grises. Cuando llega el tren se queda sentada, sin moverse.
Miro el plano de estaciones y ninguna conduce a un hospital. Al contrario, cuanto más se avanza, más se sale de la ciudad. La línea se adentra en zonas industriales, ahora reconvertidas en el área tecnológica donde yo trabajo. Ningún edificio pintoresco que haga pensar que estoy en una zona de alta innovación. Me sitúo bien en la historia. Tengo ante mí una anciana con pies doloridos esperando en la estación que comunica con el distrito más puntero de la ciudad.
Al tercer lunes vuelvo a encontrarla. Cuando yo entro en el vagón, una mujer se dirige decidida hacia ella. Superdecidida. La recién llegada es alta y notablemente erguida, su cara no expresa ningún hastío, ese que nosotras sí tenemos a pesar de ser comienzo de semana. Mientras me alejo, la veo cómo ayuda a la anciana a levantarse y le ofrece su brazo firme. Juntas se encaminan hacia la salida.
Me asalta la idea de que esperar a alguien en la estación cuando aún no ha amanecido y dan bajo cero en el termómetro es como mínimo una conducta singular. Me doy cuenta también que ambas mujeres son altas y tienen una especie de simpática distancia hacia las cosas que les rodean. Igual que si estuvieran de paso. Al verlas caminar por el andén, un soplo de frescura se apodera de mí, como cuando vuelves a casa después de un día de campo.
Hoy he decidido bajarme una parada más lejos y he descubierto un barrio donde los edificios están rodeados de jardines, no de solares y coches como estoy acostumbrada. Zigzagueo por las calles y encuentro un irlandés donde entro a desayunar. Hablo con la camarera y un grupo de italianos me da los buenos días. Al salir, siento que la vida esconde un mundo de frágiles matices que duran lo que dura una burbuja de jabón.
Antes de entrar a la oficina, me fijo en el edificio que siempre he tenido enfrente. En la puerta están escritas con letras muy sencillas las palabras Robotic Assistents. Tengo tanta curiosidad que no pierdo oportunidad de observar esa entrada cada vez que puedo. En las últimas semanas sólo he visto pasar por ella a un calvo y a un barbudo, los dos llegan en bici y también tienen un aire distinto.
Esta mañana he acudido temprano a trabajar y, al pasar delante de mis vecinos, he visto salir a cuatro mujeres iguales a la que acompañaba a la vieja. Clavadas en estatura, pelo, gesto y ropas. Nada más pisar la calle, se han dispersado a paso mecánico en los cuatro puntos cardinales.
Me he quedado intimidada y me ha dado por pensar cuántas personas con un interior así me cruzo al cabo del día. Quiero creer que están por todas partes con la única misión de curar nuestra afectividad herida. Más que una enfermedad, el virus de la segunda década nos inoculó a los que vamos cumpliendo años una inquietante sensación de soledad.
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