Elogio de la lengua materna, la de la naturaleza
Como esos niños que tienen padres de distinta nacionalidad y crecen hablando dos idiomas, muchos aprendimos en la infancia dos lenguas como dos patrias: la de la ciudad y la de la naturaleza. La lengua urbana reflejaba el universo simbólico dominante y, aunque se preciaba de ser la lengua civilizada por basarse en el conocimiento científico, a muchos, más que con la ciencia, nos relacionó con una cultura consumista en la que el planeta era la anécdota. En cambio, la lengua de la naturaleza era la de la libertad, de los sentidos y de algo mucho más ancestral e imperecedero: la biosfera, el escenario donde se había desarrollado la historia de la humanidad.
Fue gracias a nuestros padres, que nos sacaban del redil urbano para familiarizarnos con la tierra donde ellos o sus padres se habían criado. No eran excursiones o picnics. Eran largas temporadas, inmersiones lingüísticas. Para aquellos que se sumergían recién nacidos era además un bautismo. Pero en cada lengua se percibía el mundo bajo categorías tan distintas que a mí al menos me dividieron durante años.
Si en la ciudad aprendí la palabra “agua” girando la manilla de un grifo, en la naturaleza lo hice a la sombra de una fuente escondida en la vegetación. Entre plantas aromáticas, trinos y el revuelo de numerosos seres de colores. Todos esos estímulos, todo ese movimiento vivo que agudiza el instinto y los sentidos, para el que fueron predispuestos durante millones de años, también me hablaba del agua. Era información dirigida a una parte del organismo que se atrofiaba en el silencio inerte de la cocina, donde la atención se aburre y refugia en otras distracciones. Aquella sensualidad era sin embargo un derroche romántico a ojos del utilitarismo urbano. A veces, hasta «urbanita» a ojos de los rigores agrarios.
Pero lo mismo pasó con palabras instantáneas como «luz» al pulsar un interruptor y al encuentro de la imponente presencia del fuego, y con otras muchas que fueron pintando mi idea del mundo, desde la «noche» al «amanecer». Una cosmovisión, sin saberlo, científica. Al volver de aquellas inmersiones, el contraste con la lengua urbana era tan radical que necesitabas días para adaptarte o un diccionario naturaleza-ciudad que tradujera la vitalidad del mundo natural, todo aquel horizonte intuitivo. Es cierto que en parte las dos lenguas se solapan en la ciudad y en el campo, pero confundirlas o no distinguirlas es un error que pasa factura. Porque esa relación es desigual: una lengua aculturó la otra. La prueba estaba en el paisaje.
De dónde vienen las palabras
La lingüística del paisaje sugiere que éste no es inocente y está repleto de sentidos que moldean nuestra percepción e identidad. El urbano era un universo simbólico dominante. Se manifestaba en la estética, los usos y materiales que impregnaban la vida, desde las calles al hogar. Y aunque se preciaba de ser la lengua civilizada por basarse en el conocimiento científico, a muchos, más que con la ciencia nos relacionó con una cultura consumista y virtual. O sea, con una realidad alternativa en la que el planeta era la anécdota, algo decorativo o que sobrevivía en forma de recintos recreativos, como parques y playas.
En cambio, la naturaleza, que suele reducirse a la cultura tradicional, era la lengua de la libertad, de los sentidos y de algo mucho más ancestral, vigente e imperecedero. Porque nos relacionaba con la biodiversidad en otro tipo de sociabilidad, con un paso del tiempo cíclico, y con el horizonte real de la biosfera. O sea, con el escenario donde había tenido lugar la historia de la humanidad. Bajo las mismas estrellas. Bajo las mismas montañas. Aquella superficie era real, la más real, pero la ciudad le usurpaba ese realismo relegándola a un resto del pasado que había que sacrificar para progresar. A una lengua muerta.
Y aunque era la ciudad la que me hablaba con más frecuencia, desde las calles a la televisión, era la naturaleza la que más me decía. Hasta en sueños. Por eso siempre la consideré mi lengua materna. Aquellos años a la verde sombra de las hojas y las plantas más altas que yo calaron lo bastante como para dejar un haz de clorofila en las venas y en los ojos. Para articular una gramática y un vocabulario que transpiraba verdad trascendiendo épocas. Por ejemplo, la etimología natural del agua decía que venía de entre las piedras, bajando de algún lugar en la montaña, y ese misterio que incitaba a escalar y explorar es el mismo misterio científico aún sin resolver del universo. Pero la etimología de ciudad la encajaba en sus categorías como un “recurso” que venía de la cañería, de las tripas urbanas. De la ingeniería. ¿Cómo eso no va a afectar nuestra noción de agua? ¿Es una cosa o la fuente de la vida? ¿Qué versión es más completa o nos explica mejor?
El alfabeto de los sentidos
Es verdad que la naturaleza por sí sola es cruda y salvaje. Al practicar y comparar las dos lenguas veías sus limitaciones. Por eso no se trata de imponer una a otra, sino de integrarlas. Porque el paisaje urbano responde a categorías utilitaristas según las cuales el «asfalto» es más significativo que la «tierra», cuyo valor está escrito en los genes. La biosemiótica, eslabón perdido entre la ciencia y las humanidades, estudia los significados psico-químicos del mundo. Desde su marco estético, liberado de conceptos, la vida es un paisaje o esponja que el organismo exprime. Un código con el que los seres vivos percibimos y nos relacionamos en la naturaleza, desde el alfabeto de la memoria olfativa a las estrellas, montañas, bosques… Fuentes de información, portadores de un valor que la ciudad sotierra en vez de reivindicar, como hacían otras culturas.
Y es cierto que la lengua que acabamos adoptando fue la urbana, no solo por práctica sino porque era la lengua oficial y el progreso exigía que todas las operaciones fueran transcritas en ella. Somos animales sociales y la cultura nos arrastra, con sus ventajas y contradicciones. Pero las categorías con que ordenamos el paisaje acotan los significados que le asignamos, a menudo incompatibles con el mundo que nos sostiene. Estamos hechos por polvo de estrellas, pero muchos también por reminiscencias de aquel idioma que aprendimos sumergidos en los ríos o trepando árboles. Cuando al irnos a dormir, el sueño nos transportaba al otro lado de la ventana, contra la que se agolpaba la intemperie y la inmensidad de la noche, preguntándonos cómo dormirían allí afuera, en el bosque, los animales que habíamos visto durante el día.
Sintaxis del paisaje, materia junta pero no revuelta
La ciencia intenta leer la naturaleza como un texto que se presta a distintos análisis según los niveles lingüísticos. A nivel físico la naturaleza es toda la materia, la artificial incluida, sujeta a las leyes del universo. Pero a nivel biológico la naturaleza es la biosfera, donde la materia vive bajo funciones y propiedades nuevas. Donde nos comunicamos por lo que sentimos y nos aportamos. Todo es materia, pero adopta formas o lenguas distintas según se relaciona, como el agua es siempre agua pese a su forma líquida, sólida o gaseosa. La cultura materialista lo reduce todo a una, cosificando la vida como la fluidez del agua bajo la rigidez del hielo. O como la biosfera bajo la tecnosfera.
Según esta mirada, la mayor traición que nos hacemos como seres vivos es reducirnos a átomos y confundir en el paisaje los montes y bosques con ladrillos y plásticos como si fueran parte de la misma realidad. La tecnosfera y la biosfera no hablan el mismo idioma porque no se relacionan igual, ni responden a las mismas fuerzas o ciclos. La semiótica del paisaje puede integrarlas al identificar las trampas del lenguaje construido, de falacias y sesgos visuales. De una cultura en disonancia cognitiva por no asumir que el mundo global es nuestra patria chica pero la grande está debajo, sosteniéndola. Si la educación integra los valores de ecodependencia que brotan en contacto con la tierra, a escala local y humana, la naturaleza consciente estará despertando. Quienes ven en ese clamor la voz de nuestra lengua materna lo resumen así: «No defendemos la naturaleza, somos la naturaleza que se defiende».
Comentarios
Por Mª Ángeles Fernández Manzano, el 27 marzo 2021
Hola Alberto, gracias a una amiga he podido tener acceso a tus artículos, qué me han encantado. Me ha interesado el de la relación entre la mente y la transformación del paisaje, estoy convencida que afecta a la salud mental. En estos momentos están ocurriendo grandes transformaciones de las zonas rurales, que las grandes empresas se aprovechan de la despoblación y del ansía de dinero de los ayuntamientos para alquilar y destruir los paisajes y transformarlos en grandes parques eólicos o huertos solares. Soy de una comarca, que quizás no conozcas, se llama Sayago (Zamora) es increíble el fuerte vínculo que me une a ella y la belleza de una tierra que estaba inalterable, como si el tiempo no hubiera pasado por ella, pastos y cereales, pequeñas tierras acotadas con paredes de piedra, encinas centenarias, etc… Todo peligra, una empresa belga ha negociado con el ayuntamiento la instalación de 66 molinos gigantes. Ayer recalificaron el suelo para hacerlo industrial. ¿Qué podemos hacer? Los molinos rodearán mi pueblo a una distancia de 1km de nuestras casas y no parece importarle a las autoridades. Hemos creado una plataforma te paso el enlace y si puedes hacerte eco, ayudarnos de alguna manera, estaríamos muy agradecidos.https://otraveznoensayago.blogspot.com