Elsa se marchó y me dejó a su gata
“Creo que esas tres semanas de convivencia con la gata, incitaron a Elsa a planear la ruptura; qué palabras decir y cómo decirlas. Habló de ‘aburrimiento’, ‘poca conexión’, ‘mutismo’, ‘falta de ambiciones”. Nueva entrega de los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Con perros y gatos como inspiración. Hoy la protagonista es la gata Maquiavela.
Por JESÚS GÓMEZ
Tengo una gata que se llama Maquiavela, fue el regalo de despedida de Elsa. Antes de abandonarme, ella miró a la gata y me dijo: No será un incordio si la dejas a su aire. Luego cerró la puerta y yo me limité a oír sus pasos bajando las escaleras. No tardé en comprender a qué se refería. Maquiavela no soporta a los sobones, no ronronea, no se roza contra mis piernas ni se sube al sofá mientras veo la televisión. Mi gata se queda en una esquina del comedor, sobre la esterilla, y no deja de estudiarme. No hace falta describir cómo miran los gatos. Si me acerco a darle la comida, Maquiavela se aleja y espera a que llene el cuenco. Después vuelve, recelosa, como si temiese que la comida esté envenenada. Una desconfianza aprendida en las calles, antes de que Elsa se la llevara a su casa. No creo que la gata me odie, ni tampoco la odio yo.
De primeras temí algún estropicio. Llegar del trabajo y encontrarme el visillo hecho trizas, o que se hubiera meado en el edredón. Sin embargo, desde el primer día Maquiavela hace lo suyo en el arenero. Me dije que había aprendido a ser una gata doméstica, y tuve que reconocer que eso, domesticarla, había sido el mérito de Elsa. Sospeché que el regalito era fruto del remordimiento, la chica debió de pensar que me iba a quedar muy solo. Entendí que la gata había sido para ella un simple capricho de tres semanas. Ni siquiera le puso nombre, dijo que los nombres encasillan a los animales, que de alguna forma les dan un carácter. Algunas ideas de Elsa eran un poco estrafalarias. Durante el año que duró lo nuestro nunca me invitó a su casa. A mí no me importaba, con tal de que ella viniese a la mía, incluso intenté convencerla de que viniera más a menudo. Tampoco me presentó a sus amigos ni yo se lo pedí, no soy de conocer a demasiada gente. Elsa era mucho de entrar y salir y yo aceptaba de mala gana. Era la única mujer guapa que había tenido en mi vida, al menos podía pavonearme si iba con ella a algún bar.
Cuando Elsa me contó que había recogido una gata de la calle, pensé: Además de linda, bondadosa. Pero empecé a notar que Elsa se mostraba cada vez más esquiva. Ya solo se instalaba en mi casa durante tres o cuatro días, y le dejaba agua y comida suficientes a la gata sin nombre. Luego las visitas se redujeron a un par de días, y terminó por venir un solo día la última semana, para decirme adiós. Ahora hay algo que me ronda la cabeza. Creo que esas tres semanas de convivencia con la gata, incitaron a Elsa a planear la ruptura; qué palabras decir y cómo decirlas. Habló de “aburrimiento”, “poca conexión”, “mutismo”, “falta de ambiciones”; la gata no despegaba los ojos de mí, esa tarde supe el nombre que iba a ponerle. Dejé que Elsa se explayara a gusto y no repliqué a nada de lo que dijo. Al fin y al cabo, mi trabajo no tiene más aliciente que la nómina de fin de mes, aunque sea algo escasa. Si surge, una cerveza con los compañeros.
Supongo que a Maquiavela, acostumbrada a las idas y venidas de su antigua dueña, le escama verme tan a menudo en casa. Puede que yo, y no la gata, sea el incordio del que hablaba Elsa. A veces me asalta la idea de llevarla a una protectora de animales. Pero quién va a querer una gata que no ronronea, de pelo rojizo y encrespado.
Ayer pensé que ella misma me lo ponía fácil. Me levanté y salí a la terraza antes de irme a trabajar. Maquiavela salió del comedor disparada, se coló entre las rejas y saltó a la calle, un par de metros hasta el suelo. No hice ni un gesto para retenerla. Solo pensé que por fin se había decidido, que añoraba ser de nuevo una vagabunda. Regresé del trabajo y no había rastro de ella. Al anochecer oí ruidos en la terraza. Abrí la puerta y la dejé pasar. Se fue a su rincón y esta vez no me lanzó ni una mirada. ¿Qué habría hecho durante todo el día? Iba a tener que esterilizarla, si es que aún estaba a tiempo. ¿Significa eso que quiero quedarme con Maquiavela?
Hoy ha vuelto a escaparse, y yo sigo sentado en el sofá, sin saber si quiero que vuelva o que me abandone para siempre.
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