Elvira Navarro, la voz de la ‘generación precaria’
Con dos novelas a sus espaldas, ‘La ciudad en invierno’ (Caballo de Troya) y ‘La ciudad feliz’ (Mondadori), Elvira Navarro se ha situado finalmente en el panorama literario español con ‘La trabajadora’, una novela que la ha convertido en una de las principales voces narrativas de los autores y autoras nacidos en los setenta. Muchos han querido ver en ‘La trabajadora’ el reflejo de la crisis social, económica y de futuro que padecen las generaciones más jóvenes.
Construida a partir de la introspección de la protagonista, La trabajadora es una novela en la que Elvira Navarro (elviranavarro.com) proyecta una mirada que trata de romper con la perspectiva narrativa más común: cambian los espacios urbanos, el héroe moderno es un héroe fracasado que busca una salida, y las conductas generalmente aceptadas literaria y socialmente son puestas en discusión.
Se te ha definido como la voz literaria de la “generación precaria”, ¿te sientes como autora identificada con esta definición y, por tanto, comprometida con la realidad de esta generación de la que se te denomina portavoz?
El problema de auto-definirse, ya no sólo como autora comprometida, sino en general, reside en que, en verdad, las etiquetas no te la estás poniendo tú, sino que te las ponen antes desde fuera. En lo referente a la definición de autora comprometida, se añade otro problema y es que al ser una etiqueta que te viene dada por otros son esos mismos otros quienes en el momento de adjudicártela te están también indicando el grado de compromiso que teóricamente deberías tener. Por tanto, y respondiendo a tu pregunta, si ser comprometida equivale a serlo en los términos que se me dice que soy, entonces mi respuesta es que no me defino así; sin embargo, dejando de lado las definiciones externas, sí te digo que soy una escritora comprometida con lo que yo creo que debo comprometerme, con las cuestiones que a mí personalmente me interesan.
En el momento de escribir La trabajadora, ¿eras consciente de estar escribiendo una novela generacional, es decir, una novela que terminaría por identificarse con una generación muy concreta?
Debido al contexto de crisis, se recibió La trabajadora como una novela de la crisis; ante esto, yo no me posiciono ni a favor ni en contra, considero que definirla así responde a unas categorías de clasificación que existen y que se aplican una vez leída la obra y que pueden ser más o menos ajustadas, pero que resultan válidas a fin de cuentas. Sin embargo, lo curioso es que, si bien se publicó en pleno contexto de crisis, La trabajadora nace a partir de mi experiencia entre los años 2001-2002, tiempo durante el que yo he vivido de forma más dura la precariedad, no sólo laboral, aunque en la obra sólo refleje este aspecto, con frecuentes ataques de ansiedad por culpa de la inseguridad que me rodeaba, y tiempo, a la vez, en el que todavía no se hablaba de crisis, todo lo contrario. Por tanto, cuando decido escribir la novela, lo único que tenía en mente era escribir acerca de la crisis que estaba viviendo yo en primera persona, una crisis y, en particular, unas circunstancias laborales que se han generalizado y que han hecho de La trabajadora el reflejo de un tiempo, al que sin embargo no pertenece del todo.
Por lo tanto, La trabajadora nace de una experiencia personal.
Quien ha puesto los términos de cómo escribo soy yo misma, no es el contexto externo; la novela hunde sus raíces en mi experiencia personal, en lo que a mí me pasa, aunque bien es cierto que siempre todo aquello que nos pasa a nosotros individualmente es a la vez colectivo.
Relatas la crisis de una joven que busca su lugar sin encontrarlo, y que a la vez se busca a sí misma por oposición en el reflejo de su compañera de clase: planteas una dialéctica entre el yo de la protagonista y la de su compañera de piso, que se convierte en su alter ego.
Los dos personajes funcionan como un espejo y su reflejo, es decir, Elisa se mira y se refleja en Susana, en quien ve aquello que ella no ha conseguido ser. Elisa es alguien que ha hecho todos los pasos necesarios para encontrar un lugar, mientras que se deduce, pues de ella no se sabe casi nada, que la vida de Susana ha estallado en un momento dado en mil pedazos y tras esto ella ha decido establecerse en lo no establecido, en la locura en parte, escapando así de todas las pautas y categorías exteriores. Elisa mira por encima del hombro a Susana hasta que se da cuenta de que solamente Susana, habiendo huido de aquellas categorías que la sociedad impone y habiéndose desviado del recorrido marcado, puede salir adelante, mientras que ella, Elisa, permanece estancada en una situación extremadamente problemática a la que ha llegado por no saltarse ninguno de esos pasos que teóricamente le había correspondido hacer.
Planteas la dificultad a la que se enfrentan las generaciones más jóvenes para encontrar su propio sitio y a la vez la necesidad de huir de los esquemas impuestos para poder encontrarlo.
Creo que, por un lado, es necesario que se realice un relevo generacional en más de un contexto y, por el otro lado, en relación a estos estos esquemas impuestos, creo que el pensamiento genera realidad, es decir, que el hecho de que un grupo numeroso de gente piense lo mismo, converja en una misma idea, puede cambiar las cosas, puede cambiar estos esquemas a los que te referías. Un ejemplo de esto último lo tenemos en Podemos: la convicción de un grupo dispar de que hay que cambiar las cosas desde la política ha dado lugar a un partido, otra cosa es cómo vaya a terminar esta nueva coalición, yo sinceramente no lo sé.
¿Podemos hablar de una reciente toma de conciencia de que es necesario cambiar las cosas y romper los esquemas tradicionales?
Sí, pero no tanto en aquellos que hemos nacido en los años setenta, que conformamos más bien una etapa de transición que no sabía muy bien si su camino iba a seguir la senda de sus padres o si les dirigía hacia la precarización, sino en la gente más joven, la nacida ya a partir de los ochenta, de la segunda mitad de los ochenta; se ha topado con una especie de muro que, aparentemente, parece inamovible. Arrastramos la idea de que no se puede hacer nada, y mientras hay una generación que sigue, desde hace años, ocupando los sitios de representación, otra sigue en parte una inercia, en esa idea de que no es posible cambiar nada. Afortunadamente, en los últimos años parece que esta tendencia ha cambiado algo: la experiencia de la PAH es ejemplo de ello, la sociedad comienza a movilizarse, pero creo que no lo suficiente, pues todavía tiene mucho peso la idea de que “no hay nada para nosotros”.
Como editora de Caballo de Troya, ¿buscas romper esos mismos muros, pero a nivel cultural, apostando por nuevos autores y no seguir la tendencia dominante de apostar por las firmas seguras?
Lo tengo como principio por varios motivos, ante todo por la libertad que me han dado desde el primer momento, libertad que me permite hacer esta apuesta. Cuando me ofrecieron la posibilidad de confeccionar por un año el catálogo de Caballo de Troya, me dieron carta blanca hasta tal punto que yo hubiera podido sacar una colección de ciencia-ficción, de ensayo o de cualquier otro tipo. Yo, sin embargo, he querido seguir el legado de Bértolo: respeto lo que ha sido hasta ahora Caballo de Troya y me parece oportuno que la editorial siga siendo un lugar donde escritores noveles o no, pero que están, por decirlo de algún modo, orillados, a los márgenes, puedan encontrar una plataforma para su obra.
Muchos considerarían una osadía publicar autores “orillados”, una osadía que se paga con las ganancias.
Tienes que pensar que Caballo de Troya es una editorial muy barata, pertenece a un gran grupo que no espera ganar mucho dinero con ella, pero tampoco se tiene la idea de invertir mucho dinero en ella. Por esto, creo que la contrapartida lógica a esta situación es que Caballo de Troya asuma riesgos, esos riesgos que otros sellos, por la propia condición de su existencia, no pueden asumir.
¿Te preocupa la resonancia que tus autores pueden tener en una prensa cultural que también camina tras la seguridad que ofrecen los grandes nombres?
La resonancia y el eco que se haga la prensa es importante y deseable, eso no se puede negar, otra cosa es que no debe ser consciente de lo que hay. Todo el mundo sigue la corriente porque se quiere ir sobre seguro. En general, todos tenemos mucho miedo a lo nuevo y, en concreto, las editoriales tienen miedo de perder y por ello apuestan sobre algo seguro, se teme a apostar por una obra que proponga una temática que no sea la que generalmente se espera o que rompa estilísticamente las formas narrativas. Este miedo lleva a la parálisis y hasta que rompamos todos nosotros con este temor a lo nuevo, a lo diferente, la dinámica va a seguir siendo la misma.
En una ocasión decías: “No podemos pasarnos el día hablando de la torre Eiffel”. ¿Es este ejemplo geográfico una reivindicación de la necesidad de dar visibilidad a aquello de lo que, por miedo o por no salirnos de lo común, no hablamos?
Creo que las ficciones tienden a repetirse así como nosotros tendemos a repetirnos y, una vez más, se trata de miedo. Parece que no hemos superado la adolescencia, cuando si no se hacía lo que el grupo consideraba que debía hacerse, te convertías en un marginado y, por tanto, se evitaba esa marginación que provocaba un sufrimiento enorme. Creo que esta misma lógica se perpetúa, de manera sutil, a lo largo de la vida adulta. En cuanto a las ficciones, estas suelen enmarcarse en lugares, en el caso de Madrid en la Gran Vía, que son considerados estéticos, aceptados como espacios literarios y se evita, en esta lógica de la imitación, salir de ellos.
En la narrativa se perpetúan, por tanto, los espacios de siempre, los espacios literariamente aceptados y que resultan complacientes para los lectores.
Sí, se perpetúan a la vez que la ciudad aparece cada vez menos en la novela, puesto que el cine, al menos en mi opinión, ha convertido los espacios en simples lugares de paso y la narrativa, que cada vez más intenta imitar al cine, ha asumido también esta idea de los espacios como algo transitorio, sin relevancia. Por otro lado, las ficciones tienden a situarse en lugares literarios o idílicos también porque son lugares reconocibles para el lector, no crean dificultades en el momento de ser narrados, pues existe para el lector una imagen muy concreta de ellos, todo un imaginario los rodea. A todo esto, no se puede olvidar que la elección de un determinado lugar en la narrativa no es aleatorio; el espacio confiere ambiente a la obra y vehicula un determinado discurso que pasa por la subjetividad de quien escribe y, en un segundo nivel, de los personajes.
Porque el espacio nunca es neutro…
En absoluto; el espacio es un gran elemento atmosférico y me interesan aquellas narraciones que, lejos de convertirlo en un mero lugar de paso, le reconocen este carácter de elemento atmosférico y le conceden un protagonismo en la propia obra.
Tuvo que suponer un reto narrar un espacio como Aluche, introducir al lector en un espacio urbano que para muchos lectores, sobre todo si no son de Madrid, no resulta familiar, puesto que es “poco literario”.
Sí, tienes razón, aunque no lo formularía de una forma tan racional. Por lo general, escribo desde la intuición, así que no me planteé la descripción de Aluche o de Carabanchel como un a priori; en efecto, su origen se remonta a que yo, por determinadas circunstancias, en la época que refleja la novela vivía en Carabanchel. Fue un momento en el que para mí el espacio urbano jugó un papel determinante, puesto que yo salía mucho a caminar y el espacio terminó por impregnarse de lo que a mí me pasaba. Cuando yo empiezo a escribir La trabajadora, este sentimiento de desmoronamiento del personaje aparece inseparable del espacio. Cosa completamente distinta sucede en mi blog Periferia, donde sí me planteo el reto que tú mencionas, puesto que me interesa visitar los distintos barrios de la ciudad para luego transmitir mi impresión de ese barrio al lector.
El espacio se convierte en un correlato subjetivo de la protagonista que, sin embargo, parece no terminar de encontrarse en ese espacio en el que se inscribe.
La protagonista no reconoce el espacio porque ella es clase media, es una clase media que ha sido desplazada hacia un espacio que, teóricamente, no la identifica, pero con el cual se va fundiendo con el paso del tiempo. A la vez, el espacio de La trabajadora es un espacio que es difícil de determinar, en cuanto que se presenta desde la percepción de la protagonista, es imposible determinar si ese espacio existe de verdad, si es así o si es la protagonista que lo vive así. Asimismo, son espacios narrativamente por explorar: yo no puedo inventar la Torre Eiffel, pero sí algunas calles de Aluche o de Carabanchel, que no se conocen.
En la entrevista que te realizó Marina Sanmartín comentabas que la ansiedad era un sentimiento propio de nuestro presente y que está motivada por la imposibilidad de ver un futuro.
Ahora modificaría en parte esas palabras; ahora te diría que la ansiedad es la proyección de futuro negro, más que la abolición de todo futuro. En cualquier caso, en la novela la reflexión en torno a la ansiedad está estrechamente conectada a una reflexión temporal, que tiene una función más relevante dentro de la novela: La trabajadora es una novela en la que temporalidad se anula en tanto que los personajes hacen siempre lo mismo, hacen lo mismo para no ir a ningún sitio. Se repite la misma estructura hasta conseguir la anulación temporal.
Esta idea de repetición parece definir la cotidianidad propia de la modernidad, una cotidianidad en la que estamos inmersos y que parece estar absolutamente programada.
Es programada, pero, insisto, porque nos hemos dejado programar. Con respecto a esto, estoy convencida –y comprometida con ello- de que ya no podemos seguir culpando al entorno, puesto que el entorno no es más que lo que nosotros hemos construido; de la misma manera, los políticos que tenemos, la casta, están ahí porque nosotros los hemos puesto y la corrupción política es, en mayor medida, la misma corrupción que tenemos en nuestras casas, cuando cada vez que viene el fontanero le pagamos sin el IVA. Si lo piensas es la misma lógica que se repite: en baja escala se trata de picaresca, de una picaresca que incluso podemos comprender, y en alta escala de corrupción. Por esto, me interesa que mis novelas no sean tanto un culpar al entorno, sino una interrogación acerca de lo que pasa, acerca de lo que hemos hecho para tener lo que tenemos.
De ahí que podamos definir La trabajadora como una novela introspectiva; desde la introspección te acercas a la realidad exterior y la analizas.
Esto es así porque no creo que sea posible, al menos para mí no lo es, separar la propia percepción de las cosas en sí: el mundo, en el fondo, está construido a partir de lo que nosotros creemos que es el mundo y, por lo tanto, si quiero hacer un análisis del mundo tengo que hacer, ante todo, un análisis de mi propia percepción.
Como sabrás tú, licenciada en Filosofía, ya lo decía la fenomenología: la realidad exterior, el mundo, es la expresión de nuestro querer-decir.
Exacto, pero incluso nos podemos retrotraer a antes, a la idea del ser y del ser-percibido. Es una idea vieja de la filosofía y a la vez una idea que comprobamos cotidianamente: cuando nos encontramos con una persona que ve y vive una misma experiencia que tú de una forma completamente distinta a la tuya experimentamos, palpamos, cuán diferentes pueden llegar a ser las percepciones y cuán personales.
El teatro contemporáneo parece haber asumido un compromiso con el presente, el Teatro del Barrio o la Sala Mirador son ejemplos de ello. Sin embargo, la narrativa no parece haber hecho este mismo reconocimiento; l’art pour l’art sigue siendo sinónimo de prestigio.
Estoy de acuerdo, aunque no puedo comentar en particular el mundo teatral pues desconozco bastante lo que allí sucede. Este desconocimiento es un defecto mío y el reflejo de la separación que hay entre los creadores y artistas de las distintas disciplinas, separación que no nos beneficia en absoluto y que nos empobrece. Dicho esto, desde la transición y a lo largo de algunos años, cuando los narradores empiezan a poder vivir de lo que escriben, de bolos y subvenciones, puesto que durante esos primeros años de democracia hubo bastante dinero para la cultura, que se consolidó con una cierta fusión entre autores y el PSOE en sus primeros años, la narrativa se separa de la sociedad a la vez que, siguiendo la tradición, encuentra la distinción en el tópico del art pour l’art, que no deja de ser también un planteamiento político. Esta circunstancia produce, bajo mi punto de vista, que los libros literarios se empiecen a vender como productos elitistas; nos quejamos de que no hay lectores, pero ¿hasta qué punto en nuestro país y durante mucho tiempo el lector medio no ha sido excluido de la propuesta literaria, marcadamente elitista?
Es decir, ¿el sector cultural, y en concreto el sector literario, debe asumir su responsabilidad ante la situación que hoy vive la literatura?
Completamente, hay responsabilidad del mundo de la cultura y no sólo de los editores y de los periodistas culturales, sino de los propios autores, quienes se negaron, no a escribir peor, sino a concebir el libro como algo accesible a todos y no como algo únicamente destinado a un público exquisito, a una élite; no se desprendieron del prejuicio de que llegar a todo tipo de público no era lo correcto, de que vender mucho era vulgar… Todos estos prejuicios generaron una gran imbecilidad y no ha favorecido la lectura. A esto se añade unos planes de estudio que no fomentan la lectura: ahora mismo la literatura se da dentro de la lengua, hecho que implica que la literatura ya no tiene un espacio propio y que se da de forma excesivamente académica. Recuerdo que para mí, de pequeña, la lectura no fue una obligación, nadie trató de convencerme con campañas estúpidas del tipo “leer te hará mejor persona” o “la lectura te hará compañía”…
Además, no podemos pasar por alto que todas estas campañas de fomento a la lectura han tenido escaso resultado.
Son mínimos los resultados porque convierten a la lectura en algo similar a ir a misa. Yo empecé a leer por azar, y para mí leer era como jugar y creo que es precisamente esta idea lúdica de la lectura la que debería fomentarse desde los colegios. En cambio, de dar tanta historia de la literatura y tantos autores referenciales, cuya lectura resulta complicada, sería adecuado dar obras que hagan que el alumno se entusiasme con la lectura, que se divierta con ella. Me deberán perdonar, pero quien ha diseñado el plan educativo según el cual a los 13 años se debe leer a Góngora es un auténtico estúpido.
Son planes de educación completamente incomprensibles y sin sentido.
La pregunta es, ante todo, ¿quién es esta gente que realiza estos absurdos planes de estudio y por qué son ellos los encargados de realizarlos? Y, en segundo lugar, y aquí volvemos a la responsabilidad colectiva, ¿cómo es posible que estas personas estén allí y se carguen el sistema educativo?
Quienes diseñan planes educativos nunca ha pisado un aula.
O son personas que ni tan siquiera leen, porque alguien que verdaderamente ama la lectura, sabe que para conseguir que un niño o un adolescente lea, es necesario que viva la lectura como un divertimento, no como una obligación.
Como autora y como editora, ¿cómo te explicas que la ficción extranjera siga dominando el mercado por encima de la ficción española, en concreto por la ficción española realizada por los autores más jóvenes, no por los grandes nombres ya consolidados?
Yo creo que nos vendemos fatal y que deberíamos aprender de los argentinos, que se venden estupendamente bien. Para comprender esta situación que comentas, debemos tener presente que España es un país que vive durante 40 años cerrada al exterior; muchas obras y autores de vanguardia no llegan o llegan tarde y, por lo tanto, una vez que llega la democracia, España sufre un gran complejo de inferioridad respecto a los otros países, complejo que lleva a que paguen justos por pecadores. Si, por un lado, es cierto que la literatura española no se puede comparar con otros países: por otro lado, hay grandísimos autores y autoras españoles que no se valoran, sencillamente porque pertenecen al periodo de la dictadura. Juan Benet ha sido recuperado porque lo reivindicó Javier Marías, pero Rosa Chacel ha caído en el olvido y, sin embargo, estoy convencida de que si Chacel hubiera sido una escritora francesa ahora mismo tendríamos traducciones de sus obras.
Pero debe haber más motivos, ¿es posible que todavía hoy arrastremos los complejos debidos a una dictadura que terminó hace ya 40 años?
Los seguimos arrastrando; existe todavía ese complejo de inferioridad, nadie quiere compararse a la generación que escribió durante el franquismo y que es rechazada, generalmente, en su totalidad sin tener en cuenta la producción cultural, aunque pequeña, muy valiosa. Esta mirada que tenemos hacia el pasado ha terminado por instaurarse también en el presente y, todavía hoy se impone la idea de que aquí no se escriben y no se crean obras valiosas, obras de las que merezca la pena estar orgullosos. Se traducen muchos libros que no son mejores de los escritos por los autores españoles y te voy a poner un ejemplo: Jhumpa Lahiri es una autora normal y no considero que su novela Tierra desacostumbrada sea particularmente brillante, considero mucho más interesante cualquier obra de Antonio Orejudo y, sin embargo, se lee y se vende más a Lahiri que a Orejudo. Y con esto tampoco quiero caer en el chovinismo según el cual todo lo que es de aquí es mejor.
No se trata de caer en el chovinismo, sino de comprender un desequilibrio más que evidente.
Un desequilibrio motivado por esa lógica perversa que arrastramos según la cual todo lo que viene de fuera es siempre mejor a lo que se hace en España. Y esto es completamente falso e injusto.
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