El empale del ‘Africano’: un milagro    

Foto: Pixabay.

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Emerilda, siendo una mujer hermosa, tenía una columna que no sostenía su cuerpo ni daba vigor a sus extremidades”. “Aquel cuerpo horrorosamente hermoso despertaba en el Africano los más atávicos deseos: era su ama y su esclava”. Llegamos al 10 de nuestros ‘Relatos de Agosto’ sobre el deseo con el Taller de Escritura de Clara Obligado.

Por CECILIA PÉREZ-MÍNGUEZ

Emerilda Sanjuán sudaba y no podía abanicarse. El destino le había condenado a una permanente inmovilidad, por lo que pasaba las horas en el porche de su casa recostada sobre un diván en lánguida complacencia con la naturaleza y con las pocas personas que por allí transitaban. Porque Emerilda, siendo una mujer hermosa, tenía una columna que no sostenía su cuerpo ni daba vigor a sus extremidades.

Aquel día el bochorno impregnaba el aire. Se esperaba lluvia o al menos que ocurriese algo que rompiera aquella calma. En el cobertizo, el Africano tranquilizaba a los caballos. A Emerilda le gustaba aquel gigantón manso que un día cayó por aquellos lares buscando casa y trabajo. Necesitaba muchos cuidados y el Africano podía dárselos, sobre todo cuando la cogía en volandas y la sumergía en el estanque para el baño diario; entonces le crecía su piedad y, por qué no decirlo, algún otro sentido más. Aquel cuerpo horrorosamente hermoso también despertaba en el Africano los más atávicos deseos: era su ama y su esclava. Emerilda, por su parte, más que amarlo, que quizá también, le complacía su devoción y le excitaba dominarlo.

 

A la hora en que las acacias blancas desprenden tanto aroma que saturan el aire, en el diván ocurría un acontecimiento de no poca importancia: la mantilla de seda con la que Emerilda cubría su cuerpo se estaba deslizando y un muslo blanco emergía entre los pliegues de la seda.

Desde el jardín, el Africano acechaba el momento de acercarse. Pegado a la pared del porche avanzó dejando un rastro de sudor a su paso. Un aroma de cacahuetes y clavo impregnó la estancia. Emerilda venteó el aire y soltó una risa desenfadada.

–Me aburro, Africano. Trae algo de beber y alégrame un poco la vida, anda.

El hombre le preparó un refresco con abundante ron y una ramita de albahaca. Después, se acercó al diván y titubeó; él era tan grande y ella tan incapaz que sintió deseos de cogerla para que bebiera entre sus brazos, pero tuvo miedo de humillarla y se limitó a sostener el vaso cerca de sus labios.

Cuando Emerilda terminó de beber, el Africano le retiró las ondas del pelo que le caían sobre la frente sudorosa y, sin que sus manos obedecieran al respeto que le profesaba, fue recorriendo el óvalo de su cara, las cuencas de los ojos, las mejillas, la boca… Sus dedos bordearon los labios de Emerilda en un recorrido fugaz, pero ella los retenía, los absorbía, los mordía, y aunque él los sacaba y bordeaba, ella insistía. Hasta que, cansada del juego, sus labios buscaron los del Africano.

La mantilla cayó al suelo y apareció el cuerpo de Emerilda. El Africano, al verlo, se sacó la cuerda de la cintura y los pantalones cayeron de un manotazo. Cuando le tocó el turno a la camisa, ésta salió por los aires. Casi sin darse cuenta, sus dedos entraron con suave resolución entre las piernas de Emerilda que, lejos de impedírselo, ronroneaba con tantos favores. El hombre, levantándole las nalgas, se deslizó por debajo para que su corpachón no la aplastara y la sentó encima sujetando su espalda. El Africano era grande y desgarbado, pero su habilidad no tenía límites cuando se concentraba en la tarea que tenía entre manos, y la que en este caso le ocupaba revestía la máxima importancia: encontrar el difícil acople de su miembro en el sexo de ella.

Y sucedió que, sin que Emerilda fuera consciente del milagro, el universo entero pudo contemplar cómo su cuerpo, gracias al empale del Africano, se sostenía erguido en el aire, hermoso y triunfal.

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