Encontrar la felicidad cultivando ‘el huerto de una holgazana’
Termina agosto, y en ‘El Asombrario’ queremos despedirlo con la reflexiva tranquilidad que desprenden los libros sobre naturaleza y paisaje, huertos y jardines, que la italiana Pia Pera (1956-2016) escribió en los últimos años de su vida. Pia Pera creció en Lucca en una familia culta, original y excéntrica. Estudió Filosofía e impartió clases de Literatura Rusa. Más tarde, decepcionada de la vida ajetreada, renunció a cualquier ambición académica y decidió hacerse cargo de una finca abandonada para transformarla en un maravilloso conjunto de huerta y jardín. En los últimos años, Errata Naturae ha publicado esos tres libros; en ‘El Asombrario’ vamos a recoger pedazos de ellos de absoluta luminosidad. Comenzamos con ‘El huerto de una holgazana’.
“Las gotitas de niebla esconden el amanecer. El paisaje carece de contornos. Ha llovido casi toda la noche. Abro las ventanas de par en par y no siento entrar el frío; es como tocar una nube posada en el suelo. Se diría que la niebla de estos días nos protege de la irrupción del tiempo. Tuesto el pan, me hago el café: el aroma es aún más penetrante por la humedad del ambiente. Cuando vuelvo a asomarme a la puerta, el vapor de agua se está disipando bajo los rayos del sol: los campos, revelados a tramos, se iluminan con una luz aún mojada, palpitante; el cielo luminoso se tiñe de un pálido azul porcelana. Deslizándose con liviandad sobre las gotitas de agua, las arañas construyen inmaculados y espesos nidos de seda, suaves contra el entramado verde del ciprés. Una camelia mantuvo cerrados sus capullos durante la helada, y ahora exhibe flores de un rojo pastel jaspeado de blanco, húmedas de rocío”.
“Abro el correo. Veo la invitación a una fiesta en Milán. Me deja indiferente. ¿Soy una misántropa? ¿Me he vuelto antipática como Rousseau? Me apetece vivir así. Vivir haciendo menos. Vivir sin. Sin cosas mundanas. Sin viajes. Sin fiestas. Intento descubrir si es posible ser feliz prescindiendo de todo esto. Si hay dicha en disfrutar de aquello que tendríamos en cualquier caso: el sol, las nubes, la metamorfosis de las estaciones. Descubrir si bastaba con lo que fue asignado al ser humano. Empiezo a comprender que sí, que bastaba, y este hallazgo casi me perturba: porque mi apetito por las cosas que no tengo se ha desvanecido, se ha apagado como la libido de un asceta que ha aprendido a hallar la dicha en la abstención. Esto no es lo que normalmente llaman “vida”, al menos los publicistas, los estrategas del marketing. Pero es mi vida.
Cojo la azada para quitar la hierba y las raíces donde quiero excavar los hoyos para las plántulas de ruda, al lado de los rosales…”.
“Una parcela de tierra restringida, un remiendo en un planeta hecho jirones y, sin embargo, la pura felicidad. En esta parcela de tierra vivo libre de los deseos que llevan a los seres humanos lejos, a lugares que no adoran, a trabajos que entristecen e invaden el alma, robando espacio a la alegría. Vacare Deo, decían los padres del desierto. Antes de venir a vivir a la finca, era un arbusto mal podado y crecido con una maraña asfixiante de ramas; un desperdicio de savia, una disipación de energía. Mi forma natural se había perdido con el primer corte, junto a la capacidad de hacer brotar las yemas de los deseos”.
“Uno de los placeres del huerto a primera hora de la mañana, cuando salgo a regar, es sorprender a la flor del calabacín antes de que languidezca, extenuada por el sol.
El riego matutino del huerto, justo después de desayunar y antes de que el sol esté alto, es uno de los momentos más agradables del día, y no requiere más de un cuarto de hora. El aire aún está fresco, y el fluir del agua de la manguera se lleva el sopor, los sueños confusos, los malos pensamientos: qué bonito contemplar la tierra oscureciéndose mientras se empapa de agua, verla alegrarse como las hojas.
Hoy me apetece sembrar un poco de confusión entre huerto y jardín. Voy por la cesta y, después de cortar una decena de flores de calabacín, cojo también unas zinnias. Se abrieron hace una semana. Sus densas cabezuelas de pétalos rojo carmín, rosa pastel, naranja y amarillo Nápoles, los mismos colores de los dibujos de los niños, se han abierto camino entre las grandes hojas oscuras de las calabazas tromboncino di Albenga. Sin zinnias, mi huerto seria infinitamente menos bonito”.
“Cae la noche. El sol acaba de ponerse en la colina. Queda al menos una hora de luz. Termino de regar. Los olivos están salpicados de minúsculas olivas duras y verdosas. Los racimos en las vides tienen granos compactos y secos. También los higos están verdes y duros. En el huerto, unos pequeños globos amarillentos, de los que aún cuelga lo que queda de flor, anuncian para septiembre las calabazas naranjas, del tamaño de carrozas. Siguen cogiendo color los tomates cherry pendolino. Escondido entre las hojas, mimetizado con su piel verde oscuro, se encuentra de cuando en cuando algún pepino. Los pimientos, en cambio, han salido pequeños y rugosos, no como las berenjenas, relucientes con un violeta casi negro. Levanto los ojos y miro al horizonte. La colina que observo desde debajo de la higuera es como una giganta, con su enorme cuerpo tumbado bocarriba. Veo mi huerto, veo los campos y, a lo lejos, como una aparición, la imagen de la diosa tumbada, la húmeda madre tierra”.
‘El huerto de una holgazana’. Pia Pera, 2013. Publicado por Errata Naturae en marzo de 2022. Traducción de Miguel Ros González.
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