El icónico ensayo de Camille Paglia sobre sexualidad vuelve para seguir agitándonos
En ‘Sexual Personae’, el ensayo icónico de la pensadora norteamericana Camille Paglia, que acaba de reeditarse en español, la escritora rechaza la idea de los relatos de la Historia, para explicar pormenorizadamente la continuidad ‘natural’ de la sexualidad y los sexos en la civilización occidental, desde la Antigüedad Clásica hasta comienzos del siglo XX.
Camille Paglia es muy entretenida. Leer Sexual Personae, un libro de culto, cuya primera edición data de 1990 y que acaba de ser reeditado en español por Deusto, resulta muy placentero: nos hace sonreír y asentir, pero también refunfuñar: hummm, esto podría repensarse desde la base, con gran angular desde el cielo (o el suelo del sur global), y lo veríamos con otra perspectiva, y no solo desde el punto de vista de la escena dominante anglosajona de los dos últimos siglos en nuestro apabullado mundo, nos decimos.
Paglia escribe sobre la sexualidad y los sexos asertivamente (como si cada frase estuviese destinada a convertirse en un tuit polémico) y, en sus entrevistas, arroja titulares como el que vimos, días atrás, en la prensa española: “gracias a los hombres, las mujeres tenemos lavadoras”. Frase que, seguramente, contenga una cuota de verdad, como verdad es que han sido justamente los hombres quienes firman la autoría del concepto y la práctica histórica de la acumulación capitalista que nos aliena. Porque también tiene género la utilización de la inteligencia en la construcción de máquinas por las que empezamos a competir a muerte y tuvimos que transformar aquellos hábitos fraternales –y colaborativos entre sexos– que existieron en el nomadismo antes del arado. De hecho, si hubiera vivido lo suficiente, Simone de Beauvoir posiblemente le contestaría: “beib, no sé qué necesidad teníamos de salir a dejarnos explotar en jornadas esclavas como las de los hombres, ni cuál es la gracia de dejar lavadoras en marcha, en la retaguardia, mientras corremos a la oficina, para beneficio de un puñado de señores de grueso capital”.
Sobre lo peligroso que resulta el mundo para las mujeres
Es muy probable que ellos sepan tirar una granada más lejos que nosotras, o conducir un tanque con presteza en medio de la metralla cruzada, y no por eso la única conclusión posible sea: gracias a los hombres, (bastantes) mujeres nos hemos salvado de luchar en la primera línea del frente de guerra. En cambio, muchas elegiremos, a coro con Virginia Woolf, decir que “la guerra es un juego absurdo de los hombres”, o que la “máquina de matar tiene género, y es masculino”. Y agregaríamos adjetivos, porque se trata de un juego “delirante” de los hombres, en el que muchas no entendemos por qué ahora tenemos que ser invitadas a participar ni, por supuesto, por qué deberíamos agradecer semejante invitación.
“Si nosotras [las mujeres] pudiéramos liberarnos de la esclavitud, podríamos liberar a los hombres de la tiranía”, espetó también Ginnie Wolf, hace cien años.
“La inhospitalidad de la naturaleza para los hombres”
“La identificación de la mujer con la naturaleza era universal en la prehistoria”, lanza Paglia (Endicott , Nueva York, 1947). La profesora de Humanidades y Comunicación en la Universidad de Artes de Philadelphia pone a la mujer en el lugar central del universo (“la feminidad biológica es una secuencia circular que empieza y termina en el mismo punto; su centralidad le da a la mujer la estabilidad de la identidad; no tiene que llegar a nada, le basta con ser”).
Si el orden natural es femenino (“los ciclos de la naturaleza son los ciclos de la mujer”), ahí está el hombre revolviéndose para encontrar su lugar, a los codazos, desesperado, pasando pruebas, haciendo el arte, la ingeniería o la guerra para encontrar un hueco, un lugar que lo libere de su carencia de identidad al sentirse expulsado del útero materno (“esa centralidad supone un gran obstáculo para el hombre, cuya búsqueda de identidad bloquea a la mujer”). De esta matriz nacen todas las explicaciones de la continuidad antropológico-cultural de la civilización occidental, según Camille Paglia.
“No se puede entender el sexo porque no se puede entender la naturaleza”, escribe. Entre lo apolíneo (racional) y lo dionisíaco (lo “ctónico”, que supone la realidad caótica de la Tierra, en oposición a lo celeste), allí nace la comedia. Sin embargo, es “la tragedia el catalizador con el que se comprueba y se purifica en Occidente el deseo masculino”. Los sexos, concluye Paglia, se encuentran atrapados en una “comedia de deuda histórica”.
“Las personas del sexo”
La escritora reconoce que su gran ensayo de casi 900 páginas es deudor de una película icónica de los 60, como es Persona (1966) de Ingmar Bergman, lo que equivale a decir que se inscribe en la mejor tradición del psicoanálisis, a la hora de subrayar que “la sexualidad y el erotismo constituyen la compleja intersección de la naturaleza y la cultura”. Paglia habla de “las personas del sexo”, porque a ese acto fundacional acuden todos esos que somos, diferentes en nuestra presentación frente a los demás, enmascarándonos incluso para nosotros mismos. Y aquí cita a Harold Bloom: “Nunca abrazamos (en un sentido sexual o no) a una sola persona, sino que abrazamos a todo el conjunto de su novela familiar”.
El amor como “teatro abarrotado”, irracional, es axial en su explicación acerca de por qué no nos alcanza la conciencia para entender nuestra sexualidad, toda vez que “los seres humanos son las únicas criaturas en las que la conciencia está tan inextricablemente ligada al instinto animal”. No obstante, su escritura no reconoce que el psicoanálisis sí se ha aggiornado y se pone a prueba cada día en la encrucijada social de la época, a partir, especialmente, de Jacques Lacan, y algunos de sus brillantes discípulos. Paglia no parece dispuesta a responder a preguntas que Freud no pudo responder y que dejó en el aire, porque el misterio femenino lo superaba, o quizá porque no le alcanzó la propia existencia para continuar indagando en las abisales honduras femeninas.
“Cada acto sexual es para el macho una rendición, una vuelta a la madre”
Sexual personae es un tratado erudito que hay que tener en la biblioteca, de esos para consultar por párrafos, o por capítulos, cada vez que uno se propone abordar el erotismo, los sexos y los géneros, incluso comprender algunas de las actuales diferencias entre los feminismos. Lo suyo es una descripción minuciosa de las raíces de la civilización occidental y el desajuste de los géneros que hemos llegado a encarnar en este teatro de los sexos, sin demasiadas bifurcaciones que complejicen la dramaturgia: “La solidaridad masculina y el patriarcado fueron las medidas a las que tuvo que recurrir el hombre para combatir la terrible sensación de dominio de la mujer”.
Aquí se adivinan las influencias del sabio atribulado y despechado que fue Nietzsche, a quien Paglia nunca niega: “El cuerpo de la mujer es un laberinto en el que el hombre se pierde. Es un jardín cerrado (…) La mujer es la creadora primordial (…) Convierte un simple desecho en una tela de araña de sentimentalismo que flota en el imbricado cordón umbilical con el que ata al hombre (…) La tesis que pretendo demostrar es que la personalidad de la civilización occidental, sus logros son, en gran medida, apolíneos, tanto para lo bueno como para lo malo. El gran contrincante de Apolo, Dionisio, es quien gobierna las fuerzas ctónicas, cuya ley es la feminidad biológica procreadora”.
“Los exiliados sexuales buscan respuestas metafísicas”
Los hombres “recorren la tierra buscando satisfacción, anhelantes, desdeñosos, nunca contentos (…) El hombre se acerca a la mujer en espasmódicos arranques de concentración. Esto le produce la ilusión de controlar temporalmente los misterios arquetípicos de los que proviene”. En cambio, “las mujeres no tienen que solucionar ningún problema mediante el sexo; tienen una serena autosuficiencia, tanto física como psicológica”.
Si para Paglia “no hay escapatoria posible de las cadenas biológicas que nos unen”, lo único que podemos hacer es intentar explicar desde esos postulados metafísicos el por qué de la violencia masculina en todos estos siglos, el para qué de su búsqueda de la objetividad, las ventajas artísticas de la homosexualidad o cómo se cumple el principio de la unión dionisíaca de placer y dolor en el sexo. Lo hace a través de un análisis pormenorizado de la mitología grecolatina y los hitos literarios y filosóficos europeos (Shakespeare, Wilde, Byron, Keats, Rousseau, Sade, Wordsworth, Coleridge, Balzac), hasta el siglo XIX norteamericano (Emerson, Whitman o Emily Dickinson) y se detiene en la I Guerra Mundial, justamente la que llevó a Virginia Woolf a hablar de la “torre inclinada” desde la que habían visto el mundo sus colegas escritores, sin bajarse jamás, hasta que los importunó ese asunto de las sucias trincheras tan cerca de casa.
Y es verdad que este es el lugar al que hemos llegado como cultura, a este lado del mundo, y en esta latitud, bastante distante del ecuador, pero quizá es hora de preguntarse qué pasaría si tomáramos otro atajo civilizatorio, o si todavía estamos a tiempo de reinventar otros teatros parentales, como ya lo vienen haciendo las pioneras feministas de la cuarta ola.
Comentarios
Por Sr. Gomez, el 07 marzo 2020
Extraordinario resumen. Algún punto daría lugar a un buen debate como: “ La solidaridad masculina y el patriarcado fueron las medidas a las que tuvo que recurrir el hombre para combatir la terrible sensación de dominio de la mujer”, que me llevaría a una primera pregunta: ¿ y el hombre no se enteró hasta el descubrimiento del arado?. ¿No tiene nada que ver el inicio de la acumulación capitalista?