Entramos en la distopía del tecnofeudalismo de Elon Musk y Trump
Se ha sabido estos días que la llamada Inteligencia Artificial consumirá en Estados Unidos tanta electricidad como España. De modo que la realidad actual parece confirmar que la estupidez humana progresa al mismo ritmo que la tecnología. Es infinita, dicen que dijo Einstein. Ya Jenofonte nos advirtió hace más de 2.000 años del peligro de que nos gobierne un puñado de ricos. Y aquí estamos: en la distopía del tecnofeudalismo que proponen Elon Musk y Trump. Hemos aprendido muy poco de nuestros errores, nos tropezamos una y otra vez sobre la misma piedra, que dice el proverbio. Habría que leer más a Ursula K. Le Guin a Grace Paley y a Kurt Vonnegut.
Puede que la tecnología avance rápidamente y algunos lleguen a vivir en Marte después de haber destruido nuestra casa, la Tierra, como pretenden los plutócratas que dirigen ahora el Imperio. El país más poderoso del planeta lo gobiernan indocumentados tecnonazis, adolescentes malcriados, hijos de papá a quienes nunca les enseñaron que la educación consiste, entre otras cosas, en respetar unos límites. También los planetarios, que hacen posible la vida.
No nos engañemos. En Estados Unidos siempre ha gobernado una élite, clanes bajo la etiqueta de republicano o demócrata que se han repartido el poder y que accedían a la Casa Blanca gracias a campañas millonarias. En la lógica del capital, es imposible que alguien como Bernie Sanders sea algún día presidente. Quienes controlan los negocios, lo impedirían.
Siempre ha sido así, pero al menos hasta ahora se habían guardado más o menos algunas formas. Sin embargo, la elección de Trump, el primer candidato convicto por numerosos delitos (y de otras fechorías que deberían ser también penadas) y que ha sido aupado por los tecnobulos, ha sido un punto de inflexión. Al lado de Trump, presidentes tan nocivos como Reagan, para quien uno era pobre porque lo merecía, son casi ilustrados, aunque durante sus viajes por el mundo el ex actor ni siquiera supiera qué país visitaba. Después de la ceremonia de coronación, un acto de exaltación del mal gusto y la ignominia, también el magnate Trump demostró su nula formación cuando confundió España con un país de los BRICS. En lugar de defender el patriotismo del que tanto presume, otra ignorante aupada a presidenta madrileña, que pretende combatir el cambio climático con macetas en los balcones, salió rápidamente en su ayuda y le echó la culpa al gobierno central.
La pulsión por el mal no es nueva en el mundo ni en Estados Unidos. Lo ha contado muy bien la literatura y, en algunos casos, ha sido incluso visionaria. En La conjura contra América, el novelista Philip Roth se planteó qué hubiera ocurrido si en 1940 hubiera ganado las elecciones el antisemita Charles Lindberg en lugar de Franklin Delano Roosevelt. En otra distopía, el gran Philip K. Dick indagó en ese lado oscuro de la humanidad, en esa pulsión del mal, en El hombre del castillo. En esta novela, los nazis y sus aliados han ganado la Segunda Guerra Mundial y alemanes y japoneses se reparten el país. En El cuento de la criada, Margaret Atwood imaginó la peor deriva del poder patriarcal y el supremacismo.
La Ilustración Oscura, como algunos filósofos y sociólogos han comenzado a llamar a esta casta tecnonazi que nos gobierna, ha llegado para quedarse por un tiempo. No sabemos cuánto. En parte dependerá de nosotros. Si en algunas zonas del planeta se ha conseguido un relativo respeto a los derechos humanos, por ejemplo en Europa, se debe a lo que nos enseñaron las guerras, pero sobre todo a la lucha que millones de personas han emprendido a lo largo de los siglos para conseguir avances, tan volátiles, como estamos viendo.
Los derechos laborales serían impensables sin el movimiento obrero, los de las mujeres sin el feminismo y el del colectivo LGTBIQ+, ahora en el foco de los nazis, sin el trabajo de personas que tuvieron que sobrevivir en la marginalidad y dieron un paso al frente. Como hizo esa mujer negra que se negó un día a ceder su asiento a un blanco en Estados Unidos, un gesto que marcó el fin de la segregación racial, al menos legalmente, en este país dominado por el supremacismo blanco. El fracaso climático y ambiental, la vida de los animales, serían aún más crítica si cabe sin la acción de los ecologistas y el movimiento animalista.
El lado oscuro de la humanidad, por seguir el símil de la Guerra de las Galaxias, ha estado ahí siempre. Y la resistencia ha estado ahí siempre también. La historia de Espartaco, narrada en el cine por Dalton Trumbo, guionista perseguido por comunista y actividades antiamericanas durante el macartismo, sería un ejemplo.
Habría que leer más a Ursula K. Le Guin a Grace Paley y a Kurt Vonnegut. Tanto La conjura contra América, como El hombre del castillo y El cuento de la criada se han convertido en series de televisión. Pero ahora que ya vivimos en una distopía, hacen falta más utopías y menos series de Netflix que nos hagan creer que, a pesar de todo, vivimos en el mejor de los mundos posibles, mientras comemos palomitas frente a las pantallas.
Creo que hay dos modelos de vida para quienes habitamos el planeta. El tecnofeudalismo que proponen Elon Musk y Cia, que buscan la inmortalidad en un chip, o la que sugiere Joaquín Araújo, de quien Rosa Tristán y yo presentamos recientemente su último libro, ser eternos en el corazón de un árbol.
No hay comentarios