Esas nanas sumisas que trabajan para las ‘buenas familias’

La escritora Alia Trabucco Zerán © Penguin Random House – Lorena Palavecino Hunting.

La escritora Fernanda Melchor ha dicho de esta novela: “Qué deslumbrante pesadilla: un punzante y adictivo retrato de la podredumbre que ocultan las ‘buenas familias». Tras deslumbrantes novelas como ‘La resta’ y ‘Las suicidas’, la escritora chilena Alia Trabucco Zerán trae otro artefacto perfecto de crítica social, sobre la desigualdad de clases. Estela es una trabajadora del hogar que dedica prácticamente sus 24 horas a atender todas las labores de una familia ‘ideal’ adinerada chilena… Hablamos con la autora.

Alia, en primer lugar me gustaría hablarle de algo que hace que su novela sea el artefacto subyugante que es. Algo que yo he denominado como una bellísima profundidad histriónica y que no es más que el uso de una riquísima contradicción desde lo literario y que encuentro en magistrales frases como estas:

“La niña muere, ¿ahora escucharon? La niña muere y continúa muerta sin importar dónde yo empiece”.

“No hay dos sombras idénticas sobre la superficie de la tierra y tampoco dos muertes iguales. Cada cordero, cada araña, cada chincol muere a su manera”.

El inicio de su novela es, como certifican estos dos párrafos, salvaje. Y no puedo evitar preguntarle: ¿Cómo se sostiene el cuerpo de una novela cuando los secretos yacen muertos sobre la primera página?

Es una pregunta muy relevante y que lleva inevitablemente a otra: ¿cuán importante es el final en una novela?, ¿por qué atribuimos tanto peso a los desenlaces? Mal que mal, sabemos cómo terminarán nuestras vidas, sin excepción, y las seguimos viviendo como si no supiéramos de ese final. Con eso en mente, la novela, a mi parecer, produce algo así como un tropiezo: parece que se sostendrá en la trama, en los porqué de la muerte de la niña, quién, cómo y cuándo, porque sabemos que la niña muere, no hay trampa al respecto, pero a la vez ese no es el eje de Limpia, al menos no para mí, sino que se sostiene en otra cosa: una voz. Es la voz la que, para mí, da cuerpo a la novela. Yo la seguí escribiendo no para saber el final, sino para seguir explorando implacablemente esa voz. Para seguir construyéndola o escuchándola hasta su final, que es el silencio.

Partir de una confesión del cariz de la que hace su protagonista al comienzo de la narración es un giro muy, muy arriesgado y, sin embargo, en el caso de su novela ese riesgo se convierte en una certeza que vigoriza la acción. El interés del lector se aviva y toma conciencia del peso que tendrá el resto de la narración. ¿Por qué decidió que debía comenzar avivando con rotundidad el desenlace de la historia?

Porque ese desenlace, la muerte de Julia, la niña, la hija de los patrones de Estela, no era para mí lo central; en realidad, nunca lo fue. Es un hecho totalmente secundario a la vida de Estela, a su trabajo, a su hartazgo, a su relación con el paisaje del sur, a su vínculo con su propia madre y con la Yani, con el hecho de ser testigo de la vida de otros y no ser vista ni oída, y sobre todo, la muerte de la niña es secundaria a las reflexiones y a la mirada de Estela sobre el mundo. Entonces nunca le temí a esa estructura circular. Empezar por el final era un detalle, porque lo que importa está en otra parte.

Usa con destreza un particular cinismo que sirve como atalaya y como liberación. Un cinismo que no es jamás un adorno gratuito. Se nota en cada página el alto precio que paga al usarlo, al lanzarlo sobre las clases acomodadas de un país que, pese a la victoria de Boric, sigue moviéndose erráticamente, porque el eco de los sables sigue tan vigente en sus calles y en sus habitantes como lo estaba en el siglo XX:

“¿Y saben lo que hay en el corazón de una historia como esta? Calcetines negros de mugre, camisas con manchas de sangre, una niña infeliz, una mujer que aparenta y un hombre que calcula. Que lleva la cuenta de cada minuto, de cada peso, de cada conquista”.

¿Merece la pena seguir advirtiendo de la lacra que supone la desigualdad social? ¿No pensó que sería un tema demasiado trillado y que podría aniquilar el valor de su hipnótica narración?

Acabo de leer un ensayo muy bueno de la escritora chilena Diamela Eltit. Se llama El ojo en la mira y allí repite algo que le he escuchado otras veces: ya todo está escrito, todo lo escribieron los griegos. Y tiene razón: la traición, las tensiones de clase, el incesto, las rivalidades, las rabias, el amor, todo. ¿Por qué, entonces, seguimos escribiendo?, se pregunta ella. Y su respuesta es la clave: cómo se escribe, la forma, la estructura, el tono, las palabras, la melodía de la narración, es decir, el lenguaje, es lo que cambia. Eso es lo que no puede estar trillado. Allí está el corazón de los libros, en cómo se hermanan las palabras, en su trabajo con el lenguaje y eso suele ser un misterio incluso para quien escribe. Ahora, que el material de un libro sea la desigualdad de clases o la rabia o el trabajo doméstico o la dominación también es relevante, pero más todavía es el cómo está eso sobre la página.

Algunos de los personajes de su novela utilizan el silencio, como arma, me refiero a los buenos señores que acogen a su protagonista. Nunca una palabra más alta que la otra. Ellos se agarran con saña a lo políticamente correcto. Le dan cama, aunque la criada se asfixie cada noche al entrar en su pieza, le dan un salario, ponen a su hija sobre sus manos, pero la violencia con que muerde ese silencio es una trampa mortal para ella. En la página 38 hay un párrafo que exhala esa siniestra corrección política de la que hablo:

“Agarré el vestido por la basta y lo pasé por arriba de mi cabeza. Y me quedé así en calzones y sostenes, mirándola directamente a los ojos… Me agaché, recogí el delantal y me lo puse lo más rápido que pude. Después estiré con cuidado su vestido dentro del closet. Y mientras hurgaba entre sus faldas en busca de un bendito gancho, la señora me detuvo y dijo: Mejor lávalo, Estela”.

Sin embargo, ese silencio letal, tan incómodo, tan violento no consigue ir formando la bomba de relojería que debió de ser Estela. Estela solo estalla cuando sale a la calle y se ve arrebatada por esa libertad instantánea que lava su cara y la convierte en otra.

¿Cómo consigue alimentar solo con calma y reflexión a su protagonista? ¿La presentó desde el inicio como un animal pasivo para favorecer el valiosísimo final con que venturosamente acaba la narración? ¿Su clase social debía hacerla rebelarse en ese punto exacto? 

Me atreveré a disentir en este punto de la pregunta, porque no veo a Estela como una mujer pasiva. Y es que, aunque el final expone un tipo de estallido muy explícito, una forma de rebelión, la novela está también plagada de otros gestos de resistencia a sus propias condiciones de vida e incluso pienso el silencio de Estela de ese modo. No lo creo pasivo, por el contrario. Cuando solo se te permite hablar en los términos del lenguaje que impone el otro, guardar silencio es negarse a esos términos y en ese sentido es una manera de resguardar una zona propia, de autonomía, como dice Judith Butler en el libro Dar cuenta de uno mismo. Y Estela guarda silencio y no es solamente silenciada. También hay otros gestos, ya no de resistencia, sino de desesperación, que para mí la sacan de la pasividad: vincularse con la Yani o con el Carlos, volverse así vulnerable al reblandecimiento que produce la ternura. Entonces, en ningún punto la vi a ella como mera víctima de las circunstancias. Por el contrario, ella habla. Ella dice. Y lo hace, finalmente, en sus propios términos, lo que supone rebelarse a ese silenciamiento al que ha sido sometida.

Mientras leía no he dejado de pensar si al releer usted no se habría asustado con la cruda brutalidad de sus imágenes. He pensado también que debía estar tremendamente orgullosa de su asepsia a la hora de narrar, de su intolerancia con lo inútil. Hay sentencias en su libro que construyen una atmósfera gélida, reflexiones que al salir de la boca de Estela provocan un daño irreparable en quien lee:

“Yo jamás me comí la uñas, tampoco mi mamá. Para eso, me imagino hay que tener las manos desocupadas”.

“Nunca quise cambiar ese reloj al horario de verano. Solo el invierno dice la verdad”.

Ella es una mujer sola en brazos de una sociedad que la esquilma y la olvida, y sin embargo jamás pierde la dignidad.

¿Le resultó complicado no dejar que la venciera la inercia? ¿No le apeteció en ningún instante despojarla de ese virtuosismo emocional que poseen siempre los más humildes?

No le temo a la brutalidad en la literatura. De hecho, nunca he leído imágenes más brutales que las que construye Herta Müller, una de mis escritoras preferidas. En Todo lo que tengo lo llevo conmigo, cada acercamiento a la nieve o al silencio te deja muda y helada, y la sensación persiste durante días. Es feroz. Algo similar ocurre con la lectura de Marlen Haushofer o de Agota Kristof. Si mi escritura alguna vez pudiera hacer eso, estaría muy feliz. Esa es una búsqueda que me inquieta: la posibilidad de la belleza en la brutalidad. Y esto es algo perturbador que puede hacer la literatura. Por otro lado, creo que el propio hecho de que Estela controle el relato, el qué decir y cómo decirlo, la ubica en una posición única. Parece estar siendo interrogada; sin embargo, ella se demora, se desvía, se ríe, se burla. Ese, para mí, es su poder. Y no creo en virtuosismos emocionales, la verdad, ni de los pobres ni de los ricos ni de ningún ser humano en particular. Estela siente rabia, siente amor, compasión, ira. Se controla y se descontrola. Su virtuosismo tal vez pasa por tener absoluta consciencia de la realidad que la rodea y, recurrir en ocasiones a lo que ella llama “la irrealidad”.

Usted en este libro se aferra a la violencia en estado puro, pero sin ningún atisbo de victimización. En ‘Limpia’, todas las palabras tienen un pacto tácito con la verdad útil. Desde la confesión del inicio hasta la revolución final. Entre esos dos puntos ha creado un abismo jugoso, inaudito y brillante que pudo haberse convertido en un desastre. Me da la sensación de que escribió primero el final de la historia como tela de araña para que el resultado sea el que es, para que pueda sostener ese principio. ¿Estoy en lo cierto?

Para empezar, muchas gracias por los elogios a mi libro, Sonia. Me da pudor y a la vez me alegra que se lea ampliamente y que genere reflexión e incomodidad. Y, bueno, debo admitir que fue exactamente al revés. Durante mucho tiempo tenía escrita casi toda la novela, salvo el final. No me refiero al final de la niña, que siempre me pareció secundario precisamente porque se enuncia al inicio, sino al otro final: ¿Por qué Estela está donde está? ¿Desde dónde narra? ¿Dónde y cuándo dejará de narrar? Eso no lo descubrí hasta mucho tiempo después y fue lo último que escribí, su salida de la casa.

Algo que deslumbra en su libro es la admirable lucidez de Estela, de su protagonista. Reflexiona como si sus pensamientos fueran a importar. No se rinde nunca:

“Nunca dejé de creer que me iría de esa casa, pero la rutina es traicionera. La repetición de los mismo ritos, cepillarnos el pelo, abrir los ojos, cerrarlos, masticar, tragar, cepillarnos el pelo, lavarnos los dientes, cada acto es un intento por domesticar el tiempo”.

Escucharla es inquietante, porque su conformismo no parece que vaya a ser la llave de nada y, sin embargo, el destino le hace un inesperado regalo. ¿Cómo decidió que Estela tenía que salir del letargo? ¿Los pasos lentos de su confesión los escribió como antídoto para que fructificara sin que se quebrase el principio de verosimilitud en su extraordinaria revolución?

Si bien no escribí el final de la novela hasta el final de la escritura, desde un comienzo, en esa casa, estaba encendida la televisión. Y esa televisión, en un espacio claustrofóbico como es la casa, operaba como punto de contacto con el afuera: con el descontento, con la desesperación, con la desesperanza y la injusticia. Estela escucha ese afuera. Es parte de ese afuera. Pero se encuentra allí de manera azarosa, de manera extraña, no como cabeza de ninguna rebelión, sino como una gota más de un río inesperado, que también la inunda a ella.

Es usted una experta en exponer las duras obligaciones de los pobres, siempre tan alejadas de aliento de la libertad, y, sin embargo, mientras las expone va componiendo unas bellísimas salidas de emergencia para el feroz aislamiento de su protagonista:

“La indiferencia del campo siempre me había aliviado. Que de noche ya no existiéramos”.

“A lo mejor eso somos al nacer, no lo había pensado antes: una enorme cicatriz que anticipa las que vendrán”.

Sabía que la libertad no iba a formar parte de su existencia y, no obstante, usted se niega a que no la saboree aunque sea un solo instante. Esa pirueta podría haber sido tomada como un ramalazo de venganza, pero de la forma en que lo escribe hace que se convierta en un acto de justicia. ¿Cómo consiguió alejarse de lo lógico? ¿Cuándo supo que no habría venganza, cuando escribió el final o cuando escribió el principio de la historia?

Qué difícil pregunta… Y me temo que no estoy segura de que no haya venganza. No de ella, claro, pero sí de la realidad. Finalmente, ¿quién muere? La niña. ¿Y qué es la niña? El futuro. Pero no es el futuro de Estela, ni siquiera es su propio futuro. Es el futuro de esa familia el que muere y esa es, tal vez, aunque no estoy del todo segura, una venganza de la realidad.

Otro rasgo fundamental en su narración es la importancia del paisaje, ese sudario totalitario que maniata la razón y el cuerpo de quien siente el peso de sus sombras. Esas idas y venidas del campo a la ciudad de su protagonista son una batalla que expolia cualquier atisbo de maniqueísmo en su novela. Del campo a ese horno crematorio o a ese nicho que es su habitación y, sin embargo, ni una queja, sólo el hábito de la resignación. El paisaje doméstico cae sobre la piel del lector con esa severidad con que caen las frutas de los árboles sobre un cuerpo desprevenido. Y hace todo verosímil como hace verosímil la vida de un niño el cordón umbilical. Esa ambivalencia, ese enraizarse en el pasado para soportar el presente, me da la sensación de que parte de hechos reales, que la vida de Estela ha absorbido muchas otras vidas, vidas concretas con nombres y apellidos, no la vida colectiva de los excluidos que aún exhala la sombra del dictador. ¿Estoy en lo cierto?

Tal vez en toda ficción, en toda memoria y en toda imaginación haya un atisbo, aunque sea mínimo, de realidad. Yo conozco bastante bien el sur de Chile. Parte de mi familia proviene de allá. Conozco la belleza del paisaje, por un lado, y la inclemencia de sus inviernos, sus lluvias, su frío. Pero no hay nombres ni apellidos concretos. No es una historia en particular. Esa es tal vez la gracia de la ficción, que a veces necesita alejarse de la realidad para volverse verosímil.

“Nada bueno sale de un secreto” dice su protagonista y, al decir esa frase, el lector toma conciencia de que Estela es una sombra que vive en una buena casa, que ha dejado de ser una persona desde que entra en ella, que es una cautiva, una rehén del sistema. A pesar de su dulzura, de su entrega, de su paciencia, sabe que está vencida y, aun así, continúa. La orfandad la encadena al poder de una manera inesperada. ¿Tenía que ser huérfana para que su sometimiento fuese una fuerza implícita en su realidad?

Estela habita una casa que no es su casa. Vive en una pieza que jamás llama suya, sino “la pieza de atrás”. Ve y escucha lo que ocurre en esa casa, pero de algún modo, para los otros, para el patrón y la patrona, es como si esos ojos no vieran, como si esos oídos no escucharan. Ella es una depositaria de secretos, es una testigo de vidas ajenas. Y eso le da un poder. Y ella se da cuenta, al narrar, de ese poder. En cuanto a la orfandad, para mí ese momento es clave: la deja suspendida en una vida para otros, ya sin lo que la ataba a las causas que la llevaron allí.

Estela conoce el poder que tiene sobre sus señores, su prudencia no la convierte en el animal inofensivo que ellos creían alimentar con su caridad, sin embargo, Estela calla, pero deja un testamento de frases que nombran un sinfín de heridas que mientras no haya justicia social no dejarán de estar abiertas:

“La niña gritaba, gruñía, entre el miedo y el dolor. El señor en ese instante, alzó la vista y me buscó. Fue una mirada llena de rencor. Porque la empleada había sentido lástima por su familia”.

“En ese momento la señora me miró. Ahí estaba su empleada doméstica, testigo principal de su infelicidad. Y a nadie, nunca, le gusta que pongan en duda su felicidad”.

Estela calla, pero su silencio subraya la podredumbre que rodea a las clases altas. ¿Es consciente del ejercicio de valentía que hace otorgando ese poder al personaje? Sus silencios y sus miradas marcan el ritmo de la hecatombe, ¿tenía que ser el silencio quien maniatara los caprichos de los poderosos?

El silencio juega un papel preponderante en la novela. Los silencios de la patrona, cuando en lugar de darle instrucciones a Estela, deja objetos para que ella repare o limpie, y los silencios elocuentes de Estela, cuando decide dejar de hablar. Pero en el revés de esos silencios está la voz de Estela, que jamás deja de contar su historia. La cuenta de principio a fin. Y en ese relato de Estela tal vez se rompa con una idea muy asentada en las clases altas: que ese sujeto que trabaja para ellos, que limpia para ellos, que cocina para ellos, no tiene ojos, no tiene boca y, si los tiene, es solo para ver bondad y para decir gracias, porque debe ser bondadosa y agradecida. Así se ha construido la figura de la nana en mucha literatura: personaje secundario y mudo, sumisa y agradecida. Limpia se ubica en la esquina incómoda de esta suerte de mitología en torno a las trabajadoras de casa particular, mitología que busca borrar la explotación que existe en una inmensa mayoría de los casos.

Es el suyo un libro de una presión narrativa descomunal a pesar de la prudencia, de la resistencia y de los silencios que la pueblan. Todo está justificado, nada se deja al azar:

“Sin palabras el tiempo se queda sin inicio, ¿entienden?”.

Ni el principio ni el final. La lenguaraz Estela del comienzo choca contra la cándida muchacha que va vislumbrando las miserias de sus señores. Ella tiene una educación emocional que ellos desconocen, una educación que la ralentiza justamente hasta que la niña muere, hasta que la perra callejera (permítame que le diga que esta perra es un personaje deslumbrante, el que reeduca con sus idas y venidas a Estela) muere y con ambas muere también su sometimiento, su pertenencia a la opresión. Todo es justificable en una vida excepto que unos padres con su justeza y su dejadez hagan que una niña de siete años quiera morir.  Sin embargo, en ningún momento Estela se siente culpable. ¿Meditó el efecto que esta circunstancia causaría en el lector o fue un hecho asumido desde el comienzo, el hecho capaz de salvar a la protagonista de su pasividad?

Creo que esta es de las pocas veces en que me han preguntado por la niña y que su muerte es nombrada así y lo agradezco: la niña quiere morir. O eso parecen sugerir largos pasajes de la novela. Para mí ese hecho, y la ambigüedad con que Estela se ubica frente a este hecho, fue doloroso y difícil de narrar. Es un hito de una violencia extraña y muda: el deseo de la muerte en la infancia. Es un tabú, tal vez. O tal vez ese deseo sea, en rigor, el deseo de otra vida que la que aparece como un destino inamovible frente a ella. Para mí Julia, la niña, es un personaje muy complejo: querible y odiable, víctima y victimaria. Y su muerte es perturbadora precisamente por eso.

Para terminar, me gustaría darle la enhorabuena por la elegancia y sutileza con que trata la última revolución de los estudiantes en Chile. Lo hace de manera neutral, extendiendo la violencia hasta despojarla de lo manido, otra vez sin revanchas, sin ajuste de cuentas, pero con una contundencia y una belleza que hay que aplaudir:

“Hay muchas maneras de hablar. La voz es solo la más sencilla”.

“No hay que querer a los que mandan. Ellos solo se quieren entre sí”.

“Sentí frío. Un frío que merecería otra palabra”.

Introduce personajes muy, muy, muy concretos de una lucha que no acaba nunca, la lucha de clases, y al hacerlo proyecta la mágica unión de todos los desheredados del mundo:

“Aunque sea de noche y desaparezca, el sol sigue siendo verdad”.

¿Se da cuenta de que, página a página, ha fabricado una metáfora larga y amarga del Destino de un país?

Te agradezco muchísimo la lectura, Sonia, y me pregunto si acaso esta novela, Limpia, habla no solo de Chile y su enorme desigualdad, sino también de otra cosa: quiénes tienen derecho a vivir una vida y a narrarla y a quiénes les hemos negado ese derecho. Y cuál ha sido el papel de la literatura en esa violenta negación.

‘Limpia’. Alia Trabucco Zerán. Lumen. 225 páginas.

Deja tu comentario

¿Qué hacemos con tus datos?

En elasombrario.com le pedimos su nombre y correo electrónico (no publicamos el correo electrónico) para identificarlo entre el resto de las personas que comentan en el blog.

No hay comentarios

Te pedimos tu nombre y email para poder enviarte nuestro newsletter o boletín de noticias y novedades de manera personalizada.

Solo usamos tu email para enviarte el newsletter y lo hacemos mediante MailChimp.