Esas tiendas de barrio centenarias que no queremos que desaparezcan   

Lonas, cuerdas y zapatillas en Casa Vega en el centro de Madrid. Foto: A. Esteban.

Lonas, cuerdas y zapatillas en Casa Vega en el centro de Madrid. Foto: A. Esteban.

Una corsetería con sujetadores enormes, varias alpargaterías, un despacho de cencerros y cascabeles… Hoy, día de elecciones municipales en España, damos un paseo por la calle Toledo de Madrid como homenaje a esas pequeñas tiendas de barrio que cruzan los siglos y que no queremos que desaparezcan, porque mantienen el carácter de nuestros pueblos y ciudades. Y porque con los olores que se cuelan por sus escaparates y anaqueles nos trasladan a la niñez y nos dan la tranquilidad de saber que hay cosas que permanecen.

Hace un par de semanas pedí a un grupo de mis alumnos de escritura que retratasen su ciudad. Nada de guías turísticas, les dije, que se vea vuestra relación emocional con ella. Acabábamos de leer un texto de Clarice Lispector sobre Londres, donde la escritora brasileña retrata una ciudad cenicienta, impregnada de melancolía.

A la semana siguiente, mis alumnos habían hecho con sus ciudades un ejercicio de memoria, iluminando aquellos rincones donde les había sucedido todo lo importante de la vida: la calle por donde iban al colegio, el portal del primer beso, las tiendas donde compraban, el color que tenía el cielo cuando se marcharon. En nuestro recuerdo las ciudades no cambian y nosotros seguimos allí haciendo las mismas cosas, por eso, cuando el tiempo se lleva esos escenarios, es como si la ciudad dejara de ser nuestra y la añoranza por lo que conocimos, tengamos la edad que sea, nos hace sentir viejos.

Yo recuerdo Madrid sobre todo en esas tiendas de barrio donde comprábamos el pan, la leche, los zapatos, los botones (¡botones!), los cuadernos. Todo ese comercio pequeño que hoy va mutando en otros negocios o que, en el peor de los casos, desaparece. Como le pasa a las librerías, a las que ya dediqué aquí  otro artículo, sobre las tiendas de barrio se ciernen múltiples amenazas, y quizá solo podemos salvarlas nosotros, sus clientes.

En la calle Toledo de Madrid continúan abiertos varios comercios centenarios que se mantienen casi intactos sin haberse convertido en sucursales de franquicias o almacenes de horribles suvenires, como ha pasado con muchos de los que se encuentran en otras arterias bulliciosas como la calle Mayor. Puede que uno de los más populares sea la corsetería de 1925 La Latina, que es visita obligada en muchos circuitos turísticos de la zona. “Estamos acostumbrados”, me cuenta Cintia, que lleva 14 años de encargada en la tienda; “todos los días vienen grupos a fotografiar el escaparate mientras el guía les explica que tenemos el récord Guinness con el sujetador más grande del mundo”. Yo la escucho con la boca abierta, no por lo del récord sino porque cuando mis ojos recorren la tienda es como si me golpeara en la frente el tiempo al detenerse: los anaqueles donde se apilan oscilantes las cajas con sujetadores y medias, los cajones y el mostrador de madera gastados por el uso, los percheros con las batas y los camisones. Y de pronto me encuentro, conmovida, en alguna escena amarillenta de la infancia donde estoy con mi abuela en una mercería de las de entonces. “Tenemos el mismo género especializado en tallas grandes que antiguamente”, continúa Cintia, “solo que antes se hacía la corsetería a mano y ahora no. La tienda está protegida por el ayuntamiento y no se puede tocar nada, por eso nunca ha sido remodelada; incluso conserva en el sótano la cueva donde se escondía la gente durante la guerra.” Y añade que a ellos, al ofrecer un producto tan especializado, les sigue yendo bien. En la tarjeta que me entrega cuando nos despedimos, de color rosa y con el dibujo de un corsé en negro, observo que no hay dirección web o correo electrónico, solo la dirección postal y un número de teléfono fijo, como en las tarjetas de antes.

Unos portales más allá casi pasan desapercibidos los escaparates estrechos de Casa Vega, atestados de bobinas multicolores y alpargatas. LONAS, CUERDAS, ZAPATILLAS, se anuncia junto al nombre. Sobre la puerta cuelga una bota de vino y unas sandalias de cuero. Dentro, en el techo o en las paredes o bajo los estantes llenos de cajas de zapatos, penden montones de artículos que son la especialidad de la casa: correajes y arreos de caballo, zurrones, cencerros y cascabeles, cinchas, madejas de esparto, piezas de lona y algún que otro objeto que no sabría ni nombrar. “Esto es un negocio familiar que fundó mi bisabuelo en 1860”, me explica Carmen de la Vega, su sucesora, “y desde entonces no se ha cerrado nunca, la mercancía sigue siendo la misma de siempre; bueno, con las variaciones lógicas del tiempo”. Por eso, salvo los altos fluorescentes que sacan lustre a hebillas y cascabeles, yo diría que todo está igual que en el XIX, y que, de un momento a otro, de la trastienda surgirá algún mozo ataviado como en las zarzuelas que veía de niña en la tele: con boina y mandil. “A nosotros también nos han hecho reportajes, incluso en televisión”, me cuenta Carmen, “pero no tenemos protección municipal ni ayudas porque esta tienda no tiene ningún elemento artístico como un mostrador bonito ni nada parecido, dependemos solo de los clientes”. Y añade que la implantación de las restricciones al tráfico les perjudica porque la mercancía es pesada y los clientes ya no pueden acceder con su vehículo como hacían antes. “Esto es muy esclavo”, me dice Carmen con pesadumbre mientras saco alguna fotografía, “una tienda pequeña tiene beneficios limitados y así van desapareciendo estos negocios tradicionales, porque nadie quiere continuarlos”.

Interior de la corsetería La Latina. Foto: A. E.

Al otro lado de la calle, entre las dos puertas en arco a través de las que se vislumbran los anaqueles con frascos y envases, una placa dorada dice: “Antigua Farmacia de La Paloma, fundada en 1895”. Pero cuando me dispongo a entrar me llama la atención más adelante el toldo verde de Calzados Carballo, que con su aire sesentero parece más moderna, aunque en la puerta dice que se fundó en 1908. Y cuando entro, me planto de golpe en alguna de las zapaterías de mi barrio de niña donde mi madre me compraba los odiosos mocasines marrones para el colegio: la misma luz lechosa y el terrazo del suelo y las largas estanterías metálicas donde se alinean zapatillas y zapatos de aspecto sólido, y una escalera de madera que se desliza por todos los anaqueles para llegar a las cajas más altas. Charlo un rato con Emiliano, que lleva aquí 41 años y dice que sí, que les va bien. “Siempre ha sido zapatería”, me cuenta, “desde que se abrió, y en el local está todo igual: los asientos, los hierros, las escaleras; aunque se traspasó el año pasado, no se ha cambiado nada”. Yo no entiendo mucho de fútbol, pero apostaría algo a que esas caras de los sobados pósteres del Atlético de Madrid que recubren el pilar junto al mostrador no son las de los jugadores de ahora. Las paredes de la escalera que baja al almacén están empapeladas con postales de cristos, vírgenes o algún torero; también la cueva que hay abajo fue refugio durante la Guerra Civil. Emiliano me está contando que hace años compraban aquí sus zapatillas Cela y Lina Morgan. “Todo el calzado que vendemos es de fabricación española”, subraya. Y yo miro de reojo el viejo banco de madera, tratando de imaginar a Cela haciendo equilibrios en él para descalzarse; seguro que tenían que sacarle una silla, pienso.

La droguería El Botijo, junto a la colegiata de San Isidro, se fundó en 1754 y aparece en las novelas de Galdós. Pero del bazar original ya solo queda un medallón de adobe en la fachada con la impresión de un botijo rojo. Probablemente se parecía, aunque este un poco más moderno al que me enviaba de recados mi abuela –ya sé, mi abuela sale mucho aquí; son cosas de la memoria- donde el señor Romo, mediante prodigiosos equilibrismos, alcanzaba los artículos que colgaban del techo con un largo palo provisto de garfio. Enfrente de la droguería, la Alpargatería Hernanz es un trasiego de turistas con cámara abducidos por sus escaparates, y no cesan de entrar y salir clientes por sus puertas. Quizá la cercanía a la Plaza Mayor propicie tanto trajín de público, pero yo diría que es uno de esos comercios que tiene la suerte de haberse convertido en un clásico. Lleva abierto desde 1845 como negocio familiar que hoy gestiona la cuarta generación. Aquí no podré charlar con nadie como he hecho en las otras tiendas mientras paseaba esta mañana de sábado; todos andan bastante ocupados. Durante un rato observo y saco fotos para sentirme yo también un poco turista, pero ya he echado el ojo a unas alpargatas del escaparate, así que pido la vez. “Pues vas detrás de mí, guapa”, dice una señora con camisa de flores. Y se vuelve también la mujer que la acompaña, que se abanica con un papel y dice “¡qué calor hace hoy!”. Mientras esperamos turno, las tres charlamos sobre el tiempo, que siempre está revuelto por San Isidro, o comentamos sobre algún otro asunto amable y sin importancia, que al fin y al cabo es de lo que se suele charlar en estos comercios de barrio.

El escaparate de la Cordelería es un imán para los turistas. Foto: A. E.

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Comentarios

  • Gloria

    Por Gloria, el 26 mayo 2019

    Muy interesante. Es curioso que el otro día en clase estuve hablando de esto mismo con mis alumnos. Hablábaos de cómo de aburrida sería nuestra do cualquier ciudad del mundo sin tiendas y escaparates. Se asombraron al pensarlo, porque nunca se habían parado a hacerlo. se animaron a pasear y a animar a sus padres a comprar en el barrio. Me gustó mucho la clase porque reflexionaron, pensaron y sacaron sus propias conclusiones. Eso es enseñar a pensar. Leeremos tu artículo en clase, aunque lo comentaremos en inglés.
    Cuando vaya a Madrid procuraré no ser sólo un carrete de fotos y prometo visitar esas tiendasque a mi me siguen gustando tanto y que me recuerdan a la tienda de ultramarinos que tenían mis padres.
    Gracias por tu artículo

  • Beatriz Guirao

    Por Beatriz Guirao, el 26 mayo 2019

    Pues hay que darse mucha prisa para solicitar que se haga un catálogo de estos comercios y darles la protección y ayuda que necesiten.
    Este año, sin ir más lejos, he tenido tres grandes disgustos: ha desaparecido un bar precioso , años 40/50 en la calle Atocha (hoy día es otro hot wok), han hecho tabla rasa. En la plaza de Antón Martin había una maravillosa ferretería, hoy es también un bar (han dejado algunos elementos, pero es otro destrozo) y para acabar, en la plaza de Matute había una tienda de ultramarinos maravillosa (hoy es un local «disponible»).Todo eso en un breve paseo de apenas 10 minutos. Estoy desolada.

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