“Escribir me ayudó a sortear el horror de la violencia política en mi país”
Clara Obligado acaba de presentar su nuevo libro, ‘Una casa lejos de casa. La escritura extranjera’ (Contrabando) en la librería Alberti (Madrid), junto al escritor Andrés Neuman. El libro narra como vivió su exilio desde su Argentina a la España gris de entonces. La autora llegó a Madrid en 1976, huyendo de la dictadura argentina, y se instaló en el barrio de las Letras, lleno de “viejos entrañables que le contaban mil cosas”. Muchas de esas historias integran su último libro de relatos, ‘La biblioteca de agua’ (Páginas de Espuma). La perspectiva que ofrece en ‘Una casa lejos de casa. La escritura extranjera’ se centra en la experiencia de la emigración y en el espacio incómodo y problemático de ser extranjera en tu propio idioma. Esta es la conversación que Valeria Correa Fiz mantuvo con Clara Obligado para ‘El Asombrario’.
Por VALERIA CORREA FIZ
Tu libro es difícil de clasificar. Podría leerse como tus memorias, a uno y otro lado del Atlántico, pero también como una reflexión muy interesante sobre lo que implica el oficio de escribir para una argentina radicada en España, contado con la intensidad y el pulso de un gran cuento. ¿Cómo nace este proyecto y cómo fue la experiencia de escribirlo durante la pandemia?
El libro nace de una propuesta que me hizo Kike Parra, de Editorial Contrabando, para que escribiera algo sobre la escritura, valga la redundancia. De todas las cosas que podría haber contado, esta era la única, en realidad, que me estimulaba, así que le propuse un librito que se centrara en el tema de la escritura extranjera, que es algo sobre lo que he trabajado durante muchos años. Entonces vino la pandemia, y me lancé a escribir como si fuera lo único que me quedara hacer en el mundo. Llegué a España hace ya 40 años, o algo más, y he visto con interés, atención, y a veces pena, la manera en la que las literaturas de las dos orillas se amalgaman, o no. Y he visto también la dificultad que tienen los autores que no representan una actitud folclórica para ser entendidos en la península. Es decir, era más o menos sencillo metabolizar el boom, con su cuota de tipismo nacional, pero mucho más difícil digerir a nosotros, los que escribimos aquí, mezclando castellanos y experiencias de emigración. Sobre eso sí me interesaba escribir, porque era un tema sobre el que había investigado bastante. Y lo hice durante el tiempo del gran encierro; podría decir que la escritura de este libro fue, para mí, una auténtica tabla de salvación.
Hay un cuento de Henry James que se llama ‘El rincón agradable’ cuyo protagonista regresa a su país después de 33 años de ausencia y se enfrenta a la pregunta que no se hace el hombre sedentario. ‘¿Qué habría sido de mí?. Me paso el tiempo repitiéndome esta pregunta como un idiota. ¡Como si hubiera alguna posibilidad de saberlo!’. Leyendo tu libro, compruebo que esa pregunta también sigue vigente en vos, a pesar de los años que hace que vivís en Madrid y de tener una sólida trayectoria literaria en España, un marido, dos hijas y un nieto en España. Desde un punto de vista literario, ¿cuál creés que fue tu pérdida más grande al dejar Argentina? ¿Y qué ganaste en España y a qué precio?
Creo que el sufrimiento es un gran maestro, que la pérdida, una manera de ganar, y que el fracaso nos muestra la verdadera cara del éxito. ¿Qué perdí? El libro lo dice: todo, menos la vida. Y no es poco. ¿Qué gané? Lo que gané está constituido por un tejido de experiencias en las que se mezclan el pasado, las dificultades, los afectos, los libros, los viajes, mis dos orillas. Y también la sensación de ser, como el clavel del aire, alguien que enraíza sin necesitar de una tierra. Gané, también, la capacidad de comprender lo que le pasa a otras personas que atraviesan esta experiencia. Gané porque comprendí qué significa una frontera: de género, económica, nacional. Gané en perspectiva vital.
Sobre el final de la primera parte del libro, se narran los secuestros y desapariciones en Argentina que provocaron tu exilio madrileño. A propósito de ese episodio trágico y de su toma de conciencia, escribiste: “Fuimos viejos demasiado jóvenes”. ¿Creés que fue ese desencanto lo que hizo que no volvieras a Buenos Aires cuando regresó la democracia o tuviste otros motivos?
Más que narrarse, los recuerdos se eliden, son elípticos. Los dejo como un hueco, un auténtico fundido en negro donde tienen que trabajar la imaginación y sensibilidad del lector. Mi generación vivió tiempos terribles, pero soy una persona que no se ha instalado en el desencanto, y a quien molestan particularmente las quejas. Es cierto, perdimos una batalla importante, pero ganamos otra, la de la cultura, nuestras ideas, más liberales (en el sentido original de la palabra), son las que triunfaron. También triunfó en Argentina la lucha por la memoria y la conciencia del Nunca más, y sería injusto no reconocerlo.
Fuimos derrotados, pero también cambiamos el mundo. Muy conscientemente, yo no me permito el desencanto, que siempre me ha parecido una actitud un poco adolescente, demasiado frágil, la historia es mucho más larga que nosotros mismos y me parece que desencantarnos porque no avanzamos lo suficiente nos hace perder la perspectiva.
Esto, en cuanto a la palabra desencanto, en la que intento no apoltronarme. O sea, que no dejé de regresar por eso. Pero el regreso del exilado es siempre complejo. Primero, porque el regreso, en sí, no existe. No se puede volver al mismo lugar porque todo ha cambiado, el tiempo, ya se sabe. Y la distancia, llegado un momento, fragua. Yo había cambiado mucho, no había mantenido mi vida en el congelador. Alguna gente reacciona así frente al exilio: se mantiene en el mismo estado en el que llegó, se congela esperando que las puertas se vuelvan a abrir. Lo entiendo, pero no lo comparto. En ese período de espera decidí, en cambio, seguir viviendo, con todo lo que esto implica. Entre otras cosas, una muy importante, había tenido una hija, y regresar implicaba dejarla sin padre. No quise tomar esa decisión.
En tu libro mencionás a Vladimir Nabokov, a Agota Kristoff, a Jhumpa Lahiri, entre otros autores que abandonaron su lengua materna en la escritura. También mencionás a Fabio Morábito, que sostiene que el escritor afincado en otro idioma busca lo mismo y comparte la misma palidez lingüística que el Conde Drácula en Inglaterra, que en él suele traducirse como un exceso de estilo, o un exceso de máscara, para ocultar, como el vampiro, su condición de parásito (El idioma materno, Drácula y el idioma). ¿Estás de acuerdo con Morábito? ¿Creés que la escritura extranjera es una doble máscara, la de la ficción y la del lenguaje?
Creo que Morábito, como todo escritor, dice varias cosas a la vez. Él, lo que hace, bajo mi punto de vista, es poner el problema en evidencia, observarlo de manera caleidoscópica. Ese libro me encanta, pero no dejo de percibir su contenido paradojal. Quizá porque sobre este tema es muy difícil tener una sola opinión, es tan poliédrico que acepta unas lecturas, y otras y otras. La lectura única está más del lado de lo académico, de las lecturas nacionales o nacionalistas, de lo firme y rígido. La escritura de los extranjeros, digámoslo así, es siempre cuestionada y cuestionante, y nace, justamente, de ese nudo de conflictos que se genera en un espacio intermedio. Lo que sí existe es la distancia, la extrañeza, y la necesidad de una atención muy particular sobre el idioma. La necesidad de un puente. Creo que la que sale ganando es la literatura.
En tu cuento ‘Lenguas vivas’ podemos leer: “Todo nos une. Todo, menos el idioma”. ¿Creés que la España de hoy está mucho más abierta hacia los escritores que viven a caballo de dos identidades? ¿Qué puede mejorarse para favorecer esta integración?
Mi intención es abrir un diálogo fecundo sobre este tema, esa sería mi manera de favorecer la integración. La integración no puede basarse en la negación y las buenas maneras, eso no sirve, es como esconder los problemas bajo la alfombra. No sirve una aceptación superficial, que es otra manera de la negación. Sé que a mucha gente no le gusta el conflicto, huye de él, pero si no nos sumergimos en sus aguas turbulentas es difícil que podamos vadear el río. España es un conjunto que no sé demasiado bien qué quiere decir. Caemos muy fácilmente en los tópicos, “España es tal cosa, Alemania tal otra”, en todas partes hay gente y miradas de todo tipo y color. En todo caso, yo no me quiero comportar como alguien con buenas maneras que acepta lo que le digan para no molestar, creo que el papel de la cultura no es ese, es crear un espacio de debate en el que podamos gestionar nuestros conflictos, y eso siempre inquieta un poco más.
El final del libro es especialmente conmovedor. Sin hacer ‘spoilers’, me gusta lo que decís: la literatura sortea el horror. ¿Podemos decir que la literatura es una identidad textual que suple las fallas de la identidad subjetiva, como explica Lola López Mondéjar en su ensayo ‘Una espina en la carne’?
Lola López Mondéjar es, para mí, no sólo una gran amiga, sino una buena compañera de viaje, o sea, una de esas personas con las que puedo debatir libremente. Pero ella lo ve desde otro lado. Yo elegí la palabra “horror” con toda su carga semántica, con la intención de no sembrar un equívoco. A mí escribir me ayudó a sortear el horror de la violencia política en mi país, la muerte de gran parte de mi generación en la tortura, la dureza del destierro y de una vida en la que todo estaba perdido. Si yo no hubiera vivido el exilio, tal vez no hubiera escrito nunca. Se trata, pues, de “una espina en la carne”, como bien dice Lola, pero también de algo que quiero subrayar, y pretendo llevar la reflexión hacia este punto, hacia la memoria, esa diosa valiente y justa que me acompaña siempre.
Comentarios
Por Raul de la Horra, el 29 noviembre 2020
Yo mismo animo un pequeño taller de escritura creativa en Guatemala y me interesa conocer otras experiencias y puntos de vista.