En vez de escribir un libro de historia, ¿por qué no crear un videojuego?
Pasado interactivo (Sans Soleil, 2020) es un preciso acercamiento al videojuego como medio que va más allá de lo lúdico, y creo que uno de los ensayos más interesantes que nos ha regalado el panorama en castellano de los últimos años. Su autor, Alberto Venegas Ramos, descifra con mirada lúcida aspectos que solemos pasar por alto cuando agarramos el mando y nos disponemos –virtualmente– a recorrer el salvaje Oeste, desembarcar en Normandía o escalar las pirámides, entre otras muchas aventuras que vuelven la vista al pasado a la hora de plantear mundos jugables. Hemos hablado con el escritor.
Puedes seguir a Miguel Garrido de Vega, autor de esta entrevista, en su cuenta de Twitter.
Alberto Venegas Ramos (Badajoz, 1988) no solo es doctor en Historia por la Universidad de Murcia y profesor de Educación Secundaria Obligatoria en las comunidades de Madrid y Extremadura, sino que su pasión por los videojuegos le ha llevado a profundizar en su estudio a través de múltiples iniciativas. Por eso, es miembro del grupo y proyecto de investigación Historia y Videojuegos 2.0, director de Presura –revista digital de divulgación e investigación sobre la cultura del videojuego–, colaborador en distintas páginas de crítica y divulgación, y miembro de la Red Española de Excelencia sobre I+D+I y Ciencia para videojuegos (RIDIVI). El Asombrario ha entrevistado a esta rara avis del panorama académico en castellano acerca de cómo se recuerda el pasado desde la industria del videojuego, y la influencia de este medio en nuestra memoria.
‘Pasado Interactivo’ se revela como un libro crítico, exhaustivo, ameno, pero, sobre todo, altamente didáctico; incluso los jugadores más experimentados –o aquellos que, simplemente, llevamos jugando toda la vida– encontrarán espacios de reflexión entre sus páginas. De hecho, hayan sido o no acuñados por otros/as autores/as, pocas veces se había escrutado el videojuego –al menos, desde la academia en español– a la luz de conceptos complejos provenientes de la historiografía, como son la memoria estética, la hiperhistoria o los retrolugares. Y lo cierto es que, leyendo tu obra, la urgencia de este análisis cobra todo el sentido. ¿Es el videojuego una herramienta cada vez más valiosa para estudiar cómo se acerca la industria cultural al pasado? Sacrilegio: ¿cómo de cerca está de convertirse en la más valiosa?
El libro comienza, de hecho, con una idea lapidaria al respecto: para comprender el impacto social de la historia en la actualidad es necesario estudiar el videojuego. Esta idea es un reflejo de la obra de Raphael Samuel Teatros de la memoria, quien indicó que para entender el conocimiento del pasado entre la sociedad británica de la década de 1990 era necesario estudiar la televisión. El videojuego, y todo el ecosistema mediático que le rodea, está ocupando en la actualidad el lugar de la televisión. La prueba evidente es un aspecto que siempre menciono: las cifras de venta de Red Dead Redemption 2, el objeto cultural más vendido durante su primer fin de semana de la historia. Un dato corroborado por otros como las horas dedicadas a la pantalla digital frente a las invertidas frente al papel y la televisión. El videojuego es en la actualidad un mediador fundamental entre el individuo y la cultura y sociedad que le rodea y su estudio se antoja cada vez más importante y necesario.
Tu discurso es plenamente extrapolable a otras disciplinas creativas que también miran al pasado –la novela, el cine, el arte–. Por eso, estamos ante una obra atractiva no solo para interesados en los llamados ‘game studies’, sino también para aficionados a la historia y para todos aquellos que deseen indagar sobre la influencia de la estética en nuestra memoria. Sin embargo, y al contrario de lo que sucede con esas otras disciplinas, da la impresión de que en la comunidad de jugadores existe una oposición feroz, casi tóxica, a cualquier tipo de revisión crítica de los videojuegos que pueda poner en duda o plantear aspectos morales. ¿Es porque se trata de una industria joven? ¿Es por el estigma que los videojuegos todavía arrastran como medio únicamente dirigido al entretenimiento? ¿O es porque siguen estando eminentemente dirigidos al público dominante, varón blanco heterosexual de clase media?
No tengo la respuesta a esta pregunta, aunque he pensado mucho en ella. Siempre que publicamos algún artículo o manifestamos una lectura política de cualquier videojuego aparecen las mismas respuestas: es sólo un videojuego, no le des más vueltas. También lo hacen los propios creadores de estos videojuegos, quienes niegan las interpretaciones o posturas políticas de sus obras, aun cuando en no pocas ocasiones son más que manifiestas. La razón para esa defensa del videojuego como ente neutro entre los jugadores parte, en mi opinión, de una identificación personal y emocional con el medio. ¿Cómo va a apoyar esto o defender lo otro una obra que me ha hecho pasar horas y horas de diversión y que ha sido y es una parte importante de mi vida?
Llevar a cabo un disfrute crítico de una obra cultural no es habitual entre muchos jugadores, o al menos entre quienes manifiestan su opinión con más vehemencia en la esfera pública. Entre las empresas, la razón es más sencilla, el videojuego de gran presupuesto parte siempre de fortísimas inversiones, las cuales pueden peligrar si el videojuego se considera “político”. Existe una cultura del riesgo evidente entre los videojuegos de gran presupuesto, pero también entre muchas obras independientes que temen salir de los moldes ya comprobados con éxito dentro de la industria. El videojuego ya no es tan joven y no debería temer reflejar, tanto en sus imágenes como en sus mecánicas y textos, situaciones complejas.
En conexión con lo anterior, ¿es la literatura un buen espejo en el que mirarse? Aunque no toda obra tenga por qué reproducir este esquema, se viene asumiendo que un buen libro no solo entretiene, sino que plantea preguntas y abre oasis críticos en torno a conceptos ya asentados en el lector. De hecho, al contrario de lo que ocurre con los videojuegos, es la considerada «literatura de evasión» –sobre todo, en su vertiente más ‘pulp’– la que suele estar denostada por la crítica generalista.
El videojuego debe entenderse como medio independiente, no debemos recurrir a otros medios para explicarlo y comprenderlo, aunque muchas veces nos facilite nuestra labor. Así entendido, el medio videolúdico posee ya una diversidad asombrosa que no siempre es bien conocida. En él conviven obras que podríamos denominar de evasión, pero otras más complejas y críticas que no cuentan con la visibilidad suficiente en las redes sociales o los medios periodísticos. Es lógico que esto ocurra, ya que no mueven las mismas cifras económicas ni tampoco las mismas audiencias. Obligan al jugador a buscarlas voluntariamente, en no pocas ocasiones en portales o lugares alternativos como itchio, lo cual dificulta aún más su acceso y disfrute. Es uno de los problemas que acarrea el medio, la excesiva macrocefalia que presenta, copada casi en exclusiva por los videojuegos de gran presupuesto.
Hablando de crítica, eres crítico con el uso de la memoria literal en el videojuego –aquella que, como las franquicias ‘Call of Duty’ y ‘Red Dead Redemption’, se limita a traer el recuerdo de vuelta, sin otra finalidad que la meramente lúdica y comercial–, sobre todo, en conexión con el uso de la memoria ejemplar –aquella que, como ‘This War of Mine’, ‘desbasta’ el recuerdo y lo convierte en ejemplo a futuro. ¿Hay sitio en la escena comercial para ambos tipos de creaciones? ¿O hay pocas alternativas mientras la primera venga avalada por toneladas de memoria estética en forma de hiperhistoria y coincida con la memoria oficial de los países más poderosos?
Considero que sí existe ese sitio, pero el mercado, y más concretamente la publicidad y la visibilidad que ésta logra comprar, rompe las reglas de juego y relega a un segundo lugar a este tipo de obras, que emergen muy de tanto en cuanto casi de forma milagrosa, como es el caso de This War of Mine. Y a este problema hay que sumarle que el diseñador y desarrollador de videojuegos apuesta, por razones obvias, por temáticas ya conocidas por el jugador, para que su obra no le resulte extraña y capte su interés de manera inmediata.
Janet Murray, en su conocido libro Hamlet en la holocubierta, afirmaba que los diseñadores debían acudir a escenas familiares para poder así anticiparse a las reacciones de los jugadores y poder dedicar todos sus esfuerzos en la reconstrucción de mundo virtual más inmersivo. Lo mismo opinaba Marie-Laurie Ryan en otro de los clásicos de la comunicación por ordenador, La narración como realidad virtual. Según Ryan, el uso de convenciones servía para reforzar la inmersión del jugador en la obra. Por todas estas razones, se antoja muy complicado que los creadores de videojuegos se atrevan a romper con lo establecido y proponer nuevos escenarios de memoria para el jugador, aunque no son pocos los que de hecho se atreven con este objetivo y logran crear obras memorables en todos los sentidos, como This War of Mine, Through the Darkest of Times, Attentat 1942, Sbovoda 1945, My Child Lebensborn, etc…
No es ningún secreto que, como en otros sectores productivos, es la lógica capitalista la que, en última instancia, moldea las perspectivas creativas de muchos estudios de desarrollo de videojuegos: obtener la mayor rentabilidad al menor coste. Para eso, es necesario dar al jugador lo que quiere –más de lo mismo– sin provocarle muchos quebraderos de cabeza por el camino. De hecho, señalas que solo los estudios que pueden permitirse no poner la rentabilidad en la cima de su lista de prioridades están en posición de ensanchar sus miras creativas. ¿Está condenado el videojuego ejemplar, el que construye memoria en lugar de solo reconstruirla, a vivir de las subvenciones o la generosidad de quienes lo producen? ¿Se puede educar la mirada del consumidor medio de videojuegos?
No necesariamente, aunque es cierto que en la actualidad las apuestas más arriesgadas parten de entidades públicas, o al menos cuentan con participación pública, y de proyectos universitarios. En este apartado la labor de, por ejemplo, la National Film Board of Canada es magnífica. Sin embargo, esta situación, si la comparamos con otros medios, no resulta extraña. En el cine no son pocas las producciones que cuentan con fondos públicos. La clave se encuentra en la valoración del objeto que estoy creando: ¿Lo valoro como un producto de consumo? ¿Lo valoro como una obra de arte? ¿Quiero transmitir un mensaje con mi obra? ¿O quiero, en cambio, ofrecer un espacio y un tiempo de evasión y diversión?
Considero que estas preguntas, y las respuestas asociadas, son las más relevantes a la hora de crear videojuegos que resulten ejemplares en cuanto al uso del pasado. Si considero mi videojuego una obra de arte que desea transmitir un mensaje, una emoción, una idea, etc., y adapto su forma lúdica a ello de una forma convincente no tiene por qué ser un mal juego, no tiene por qué fracasar entre el público. Hasta la fecha no existen excesivos ejemplos que corroboren esta situación, aunque sí existen algunos como Inside, Night in the Woods, etc., que han conseguido triunfar siguiendo este modelo. Con el tiempo y la madurez de la audiencia del videojuego vendrán más ejemplos, seguro.
A lo largo de los últimos años cada vez más voces demandan políticas reformistas que ahonden, entre otras, en cuestiones de ecología, feminismo o inclusión de colectivos desfavorecidos. Si ponemos el punto de vista en la industria del videojuego de contenido histórico –y en la forma predominante de representar situaciones históricas–, ¿cabe ser optimista a futuro? ¿Cómo contribuimos desde la industria española a esta dicotomía entre el videojuego que construye y el que reconstruye?
Cabe ser optimista, por supuesto. Cada mes aparecen nuevas obras que incluyen otros puntos de vista acerca del pasado. Vuelvo a insistir en la respuesta anterior, la madurez y diversificación de la audiencia demanda cada vez con más insistencia contenidos diferentes, una situación a la que debe sumarse otra: cada vez son más los colectivos que acceden a la creación de videojuegos. En el libro comento el ejemplo de Never Alone, un videojuego desarrollado en colaboración con comunidades de inuits norteamericanos cuyo objetivo es preservar sus tradiciones y su memoria bajo la forma de videojuego. Este no es un ejemplo aislado, en mi perfil de Twitter comento cada vez más casos similares, desde Diktadura, un videojuego que tratará sobre los crímenes de Estado de la dictadura albanesa a través de los testimonios de aquellos que lo sufrieron, hasta otro ejemplo también tratado en el libro: 1979 Revolution: Black Friday, creado por los hijos de refugiados iraníes de la Revolución Islámica de 1979, que trata sobre la propia revolución y cómo afectó a la población. El caso español es complicado, ya que existen muy pocos videojuegos de historia creados en nuestro país; en la actualidad se encuentran algunos en desarrollo que prometen ser muy interesantes, pero aún habrá que esperar para poder disfrutarlos.
Una vez abierta la caja de pandora, ¿cuál es la clave para disfrutar ‘culpablemente’ de videojuegos cercanos a la memoria literal? ¿Cabe todo con la excusa de lo lúdico o debemos tener en cuenta el imperativo categórico de Adorno incluso en la soledad del mando frente a la pantalla? Quizá se asuma que todos somos lo suficientemente adultos –y estamos lo bastante formados– para procesar y hacer una crítica fundamentada al bombardeo estético al que nos sometemos. ¿Ayuda en algo la clasificación por edades? ¿O sería preciso que todo producto cultural contase con avisos explicativos?
A este respecto, mi respuesta siempre es clara: por supuesto que pueden disfrutarse, yo lo hago, pero siendo consciente de las problemáticas que representan y siendo tanto crítico como curioso al respecto de aquello que veo, leo o juego. Entiendo que no siempre es posible, pero en mi caso esta actitud complementa y eleva mi experiencia con cualquier objeto cultural.
La clasificación por edades –para el caso español, la clasificación PEGI– se basa en las referencias explícitas que represente el juego en cuanto a sexo, violencia o lenguaje malsonante, pero no en cuanto a las ideas o mensajes que transmita la obra. Por lo tanto, son útiles para no exponer al niño a imágenes que quizá no comprenda o puedan resultar violentas. Sin embargo, y dicho esto, soy partidario de ese tipo de mensajes o avisos, pero no de avisos explicativos, prefiero confiar en la inteligencia del jugador y el sentido común de sus tutores legales.
Otra de las principales tesis del libro es que los videojuegos de contenido histórico de hoy en día no son una forma de historia, dado que ni se producen acudiendo a fuentes históricas ni comparten los objetivos y métodos de este campo del conocimiento, sino que constituyen una forma de memoria. La controversia sobre la historicidad del videojuego me lleva, por analogía, al también vivo debate sobre su calidad más o menos artística y a la consideración –o no– de los e-Sports como deporte. Como sucede en este último caso, ¿crees que existen entidades o personas realmente interesadas en que los videojuegos se transformen en una forma histórica?
Sí, los historiadores. ¿Por qué no, en lugar de escribir un libro, crear un videojuego? Ya hay ejemplos de historiadores creando videojuegos de historia, como por ejemplo Attenat 1942 o Sbovda 1945 sobre las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial en la República Checa. De hecho, corrientes de la historia, como la historia oral, pueden llegar a tener en el videojuego un fiel aliado si adapta su método a la forma videolúdica. No es el único caso, las reconstrucciones virtuales de los sitios arqueológicos se crean, en muchas ocasiones, con las mismas herramientas que los videojuegos y ya algunas instituciones han apostado por dotarlas además de interactividad, como ha hecho, por ejemplo, el Instituto de Arqueología Alemana con la publicación del proyecto Baalbek Reborn. El videojuego, al fin y al cabo, es un medio más que puede ser aprovechado, o no, positivamente por los historiadores y todos los profesionales del pasado para difundir y divulgar los resultados de sus investigaciones.
Continuando con lo anterior, me pregunto si una hipotética predominancia del videojuego ejemplar conduciría o no a un viraje generalizado hacia los ‘serious games’ –aquellos cuya finalidad principal no es entretener, sino otras, como enseñar o informar–. Imagino que, como con toda actividad creativa enfocada de forma seria, ahí está la dificultad: producir un videojuego moralizante –aunque la moralina no provenga de formatos hiperhistóricos– y aburrido u otro que, desde un punto de vista moral, invite al jugador a reflexionar sobre situaciones y momentos históricos sin por ello renunciar a lo lúdico.
Existe un grave problema con los serious games y es su nombre. No entiendo por qué a un videojuego, para ser considerado complejo o incluso educativo, se le debe dotar de ese pronomen: serio. Manejamos una definición demasiado estrecha de diversión. Ahora, por ejemplo, estoy leyendo la tercera parte de la trilogía autobiográfica de Arturo Barea. Los años que recorre esta novela corresponden a los años de la Guerra Civil de España. Aquello que narra Barea no es divertido, violencia, intransigencia, muerte y odio, sin embargo, yo me estoy divirtiendo leyéndola, la estoy disfrutando y estoy aprendiendo sobre cuestiones del pasado de mi país. Sin embargo, la obra no está considerada seria, no hay una etiqueta en su portada que anuncie “este es un libro serio”. ¿Por qué, entonces, debe hacerlo el videojuego? ¿Por qué debe renunciar a uno de sus elementos para ser considerado “serio”? Es un error. This War of Mine, por ejemplo, es un videojuego que no posee una moralina evidente y no parte de la hiperhistoria, tampoco de la memoria estética, pero es un videojuego sobresaliente que nos obliga a reflexionar sobre cómo afecta a la población un conflicto armado contemporáneo. El camino es emplear las capacidades exclusivas del videojuego para alcanzar una representación significativa de la historia sin tener que emplear, olvidar o recurrir a métodos que le son propios al medio. Es un camino complicado, pero posible.
Más allá de los videojuegos, ‘Pasado Interactivo’ rompe moldes y obliga a mirar con otros ojos el torrente incesante de imágenes que llegan hasta nosotros a través de pantallas, escaparates, carteles o fotografías. Y lo que es más importante: nos invita a interrogarnos acerca de cómo almacenamos recuerdos en nuestra memoria. ¿Será capaz el ser humano del primer cuarto del siglo XXI –el de las ‘fake news’, el resurgir de los populismos y la obsolescencia programada– de construir una memoria sólida cuando piense en el pasado o tenemos todas las de perder frente al monstruoso caudal mediático?
Tenemos todas las de perder. El pasado histórico está siendo sustituido por un pasado mediático reforzado gracias a su persistencia y continua reproducción en nuestras pantallas. En este pasado mediático son las leyes del mercado, o la lógica cultural del capitalismo, las que se imponen beneficiando siempre a aquello que ha resultado rentable y exitoso anteriormente. Romper este bucle es muy complicado, probablemente aparezcan piedras en el camino que logren insinuar otros caminos, pero seguirlos será muy, muy complicado dado lo concurrido, trillado y fácil que resulta andar por el camino dominante.
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