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De noche y en silencio… Probablemente nuestro acto más íntimo

Por manuelcuellardelrio, el 18 de noviembre de 2016, en entrevistas

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Juanjo Moral.

Juanjo Monrabal Carvalho.

“Y es aquí donde todo comienza: leer antes que escribir”, asegura Juanjo Monrabal Carvalho (Madrid, 1976), el alumno elegido por Rubén Abella para la autoentrevista del mes del blog de la Escuela de Escritores. Licenciado en Derecho, ejerce desde hace 17 años como oficial de notaría en Madrid y es padre de dos niñas. En la Escuela de Escritores hizo en 2012 el Curso de Narrativa (Itinerario de Novela) y a principios del año que viene la editorial Dalya publicará su primera novela, ‘Las Últimas Voluntades’.

Un buen comienzo.

Se me ocurren muchos: “El joven Hans Castorp camino de un sanatorio en los Alpes suizos; el Coronel Aureliano Buendía frente al pelotón de fusilamiento; la confusión de Meursault sobre la fecha de fallecimiento de su madre, hoy o quizá ayer, tras recibir el telegrama del asilo en el que ella residía”… Construcciones aparentemente sencillas, unas pocas frases casi al azar (que de azar tienen más bien poco) y sin darte cuenta te sientes atrapado por su voz, por su cadencia narrativa, por su musicalidad, su belleza. Y no tienen que esconder grandes acontecimientos ni resolver los problemas existenciales, aunque los rocen. No necesitan los fuegos de artificio. Las historias que más me han emocionado narraban hechos cotidianos (una muerte, una duda que termina eclipsando y cuestionando la vida del protagonista, una equivocación, un anhelo). Historias que te remueven. Y es aquí donde todo comienza: leer antes que escribir. Abrir las ventanas. Despertar la rabia, la grandeza (o bajeza), las emociones, el erotismo (no descubro nada nuevo). Una belleza que no necesita disfrazarse.

Y tu comienzo…

Una poesía. Y yo con siete u ocho años leyéndola en voz alta en clase, después de que la profesora me preguntara varias veces si la había escrito yo (y me costó convencerla). Y el aplauso de mis compañeros a continuación, que seguro les interesaban tanto mis versos como la vida del escarabajo pelotero…, pero me hicieron sentir especial, diferente. Entonces no eran importantes los libros, ni los grandes autores, ni la temática, ni la construcción de personajes. No tenía que encontrar mi voz ni mis silencios. Tampoco conocer el final de la historia antes de iniciarla o trazar el camino en una escaleta. Sólo escribía. Escribía para que me aplaudieran de nuevo, los mismos compañeros u otros. Escribía porque unas cuantas poesías que todavía conserva mi padre en casa (quien sino) habían resultado, a juicio de los profesores, las mejores del colegio. Escribía porque el director me había estrechado la mano y me había felicitado por mi trabajo (mi mayor momento de gloria literaria). Después lo hice también para gustar a las chicas (pero esto no viene al caso, ¿no?).

Ahora también escribo. Estuve diez años sin poder o querer hacerlo, quizá se habían extraviado algunas partes de mí, pero volví a ello, o mejor dicho, “volvió”.

Dicho así, casi parece algo ajeno a ti.

Es que probablemente lo sea y así debe permanecer, ajeno a mí. Fui yo quien perdió la ilusión o la constancia por escribir (malditas crisis de realidad). El que renunció a “las palabras”. Y ya me cuesta recordar quién dejó de llamar a quién, a ignorar las necesidades del otro, a escucharnos en definitiva.

Pero es cierto que volvió. Volvió algo que había permanecido agazapado mucho tiempo (llámalo ilusión), intentando pasar desapercibido aunque junto a la puerta, esperando la ocasión para volver a lucirse, pero esta vez sin buscar aplausos. Sólo vuelos a poca altura y sin motor, ese fue el trato.

¿Talento o esfuerzo?

Para alguien que siempre ha estado en el grupo de los que sienten mucho y nada saben (hablo por mí), sin duda el esfuerzo. Y es algo que intento inculcar a mis hijas, sobre todo a la mayor, de seis años (tengo otra de dos) quien hace un mes apenas sabía leer a pesar de conocer las letras, y lloraba al confesarme que otros compañeros de clase ya lo hacían. Desde entonces practicamos diez o quince minutos todos los días, cuando llego a casa. Hemos convertido la lectura y la escritura en un juego, como deberían permanecer siempre. Y ahora me llena de orgullo escuchar a mi hija leyéndome frases sueltas de los cuentos que hasta hace poco le contábamos antes de irse a dormir.

Con la escritura pasa algo muy parecido. Ya me lo advirtió Alfonso Fernández Burgos en el tercer año del Itinerario de Novela: hay que escribir todos los días. Escribir, escribir, escribir. Llueva o haga sol. Te encuentres más o menos animado o dispuesto. Cansado, perezoso, ocupado. Aunque al día siguiente te avergüences por haber escrito algo tan horrible la noche anterior. Aunque pienses que tus escenas no valen nada. Que esto no es lo tuyo. Que nunca estarás a la altura de…; incluso en esos casos, tienes que seguir escribiendo.

Una novela se construye con esfuerzo, poco a poco. A fuego lento. Ese fue mi auténtico punto de giro (trabajar). Lo que impulsó mi texto para conseguir cerrar la novela y que alguien esté hoy dispuesto a publicarla.

Ahora bien, aunque creo con fervor en el esfuerzo, también soy consciente de mi mentira piadosa. De lo maravilloso que sería escribir algo del tipo: “Mientras se sienta que se ríe el alma,/ sin que los labios rían;/ mientras se llore, sin que el llanto acuda / a nublar la pupila;/ mientras el corazón y la cabeza/ batallando prosigan,/ mientras haya esperanzas y recuerdos,/¡habrá poesía!”.

Y entonces llegó la Escuela de Escritores…

Como diría Delibes: “Las cosas podían haber sucedido de cualquier otra manera y, sin embargo, sucedieron así”. Y no podría estar más de acuerdo. Me siento afortunado de haber formado parte de la Escuela de Escritores. Entonces corría el año 2012 y aunque yo había vuelto a escribir, me sentía perdido. Aislado en la zona de confort que había construido a mi alrededor y a la que no estaba (ni estaré nunca) dispuesto a renunciar (mi familia, mi trabajo, mis amigos), pero sí a alejarme, al menos por unas horas, de ella. Recuperar mi identidad. Hacer algo por mí mismo. En cierto modo, la escuela también me trajo de vuelta de un sitio (mi cabeza) que empezaba a parecerme… feo. Llenó ese pequeño vacío necesario en mi caso para encontrar el equilibrio. Una inmersión literaria desconocida para mí.

En realidad mi cabeza era todavía una caja vacía (ahora algo menos). Una caja con todos los juguetes desperdigados por el suelo de la clase, pero al alcance de mis manos. Sólo tenía que guardarlos uno a uno y en el orden correcto, para que cupieran todos. Continuar, averiguar, aprender. No se me ocurre un viaje mejor… No se trataba de llegar a ninguna meta. El camino era la meta. Lo sigue siendo.

Y también llegaron ellos, esas criaturas extrañas (los escritores), con gafas y un libro bajo el brazo: Rubén Abella, Nacho Ferrando, Alfonso Fernández Burgos, a los que nunca podré agradecer lo suficiente sus clases, su sabiduría, su confianza en mí. Y mis compañeros de clase, y Faulkner, Umbral, E.L Doctorow, Cela, Buzzati, Sánchez Ferlosio, Barea… Todos y muchos más pasaron por allí.

Y otros que vendrán.

Sí, y no puedo ocultar la envidia que siento por los nuevos pasajeros del Itinerario. Los que están por llegar. Se subirán una tarde-noche de octubre en una estación imaginaria, al tren de la literatura, de las creaciones modestas, de los personajes cotidianos y cargados de defectos, como los que nos hemos marchado.

‘Las Últimas Voluntades’.

El nombre de mi primera novela, que saldrá publicada a principios de año. Todavía me emociono cuando recuerdo la llamada de Francisco Mesa, editor de Dalya, para comunicarme que habían apostado por mi trabajo y que iban a publicar mi novela. Dos años de esfuerzo (ahí lo tienes otra vez) condensados en unos pocos minutos (el tiempo que duró la llamada), y muchos recuerdos, gratos e ingratos: el tiempo robado a mis hijas, a mi descanso; la batalla para que los diálogos no se acartonaran, la recompensa al cerrar un capítulo, la creación de personajes.

Y es que publicar nunca fue un objetivo ni creo que deba serlo para quienes decidan formarse en la escuela. Lo importante es aprender, aprovechar el tiempo, disfrutar del trayecto, “el vuelo de cuchillos”, como cariñosamente llamábamos a las críticas de nuestros textos, la cercanía de los profesores, las herramientas narrativas puestas a tu alcance. De nuevo el camino como meta.

Pero soñar es tan sencillo…

Igual que perderse. Claro que había fantaseado con terminar mi novela y presentarla a algún concurso o a alguna editorial para que valoraran el trabajo, de cara a mejorarla, poco más. Alguna vez hasta habíamos bromeado en clase con que alguno llegara a publicar, pero eran deseos en voz alta (que nunca se cumplen) y con la boca pequeña, frases hechas, “delirios de Baco” que nos atacaban al salir de la escuela y comenzar las tertulias literarias en “La Cabra”, nuestro lugar de vinos, de charlas, de confesiones, de desencuentros.

Tus herramientas literarias.

Sin duda alguna escribo mejor que cuando llegué a la Escuela (lo que no significa que ahora lo haga bien) y eso se lo debo al Itinerario, a los profesores, a mis propios compañeros. Leo mejor y sin descanso. Dispongo de más recursos literarios, he ganado en técnica narrativa, en seguridad… De otra manera no habría podido enfrentarme a mi novela Las Últimas Voluntades, al tono alto de su personaje principal, a su monólogo interior, al repaso de su existencia desde la fragmentación de la línea temporal, a las continuas analepsis y prolepsis del texto. No, no habría estado ni cerca.

Próxima parada: ¿ser escritor?

Próxima parada: presentar la novela como se merece y después, despedirme de ella y de sus personajes durante una larga temporada. Como algunas parejas, nosotros también necesitamos separarnos por un tiempo. Y continuar con la segunda, que sigue escribiéndose casi ajena a su autor, como si hubiera cobrado vida y ya no me necesitara tanto como al principio. Lo de ser escritor (a ver si empezamos a respetar a quienes lo son de verdad) lo dejo para dentro de unos años, cuando me haya ganado que me califiquen como tal. De momento, sigo escribiendo…

Tu rutina creativa.

Alguien me dijo una vez que escribir es probablemente nuestro acto más íntimo y creo que tenía razón. Un recipiente en el que vertemos los retazos de nuestras propias experiencias. Así que escribo respetando ese carácter íntimo: de noche, cuando mi familia duerme y en silencio, a veces roto por alguna canción (cuanto más nostálgica, mejor); con las manos sobre el teclado de un portátil demasiado grande, demasiado viejo y la luz de la pantalla como único soporte.

Entonces ocurre… pero sólo algunas veces, y sobre las azoteas y las copas de los árboles se oye resbalar la noche, implacable… El resto seguro que puedes imaginártelo.

Juguemos a algo: preguntas y respuestas cortas. 

Tu mayor fuente de inspiración.

Mi trabajo como Oficial de Notaría. Escuchar a las personas. Redactar sus “últimas voluntades”, sus testamentos cuando saben que su fin está cerca. Las disputas que provocan las herencias.

Casi te mueres de risa.

El día que un editor (cuyo nombre voy a obviar) definió a Vicente Carvajal, el personaje principal de mi novela, como un cruce entre Holden Caulfiend y Grenuille (ahí es nada). Al final decidió no publicar mi novela por falta de empatía con mi personaje (con ese cruce).

Algo absurdo elevado a su máxima potencia.

Que Superpop publique esta sección.

Tu peor pesadilla.

Las entrevistas desdobladas. ¿No habría sido más fácil sentarse a tomar un café y charlar un rato?

Un libro.

La Montaña Mágica, de Thomas Mann.

Sigues echando de menos…

Las copas de vino con los compañeros, después de clase. Eso sí que eran tertulias literarias hasta altas horas.

El secreto del éxito.

El día que lo tenga, te lo cuento. De momento, reírme de todo.

Un deseo a medio plazo.

Volver a la Escuela… Pero esta vez de profe (¿adjunto el “currículum” a la entrevista?).

Tu última mentira.

Recuerda que escribo. La mentira es parte del truco.

Y para concluir, un bonito final.

No digas nada… Ni una palabra. Esto no acaba aquí.

Todos los cursos de la Escuela de Escritores.

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