Escuelas en la encrucijada: enseñar a vivir en la sociedad de la incertidumbre
Este curso nos queda una ardua tarea por delante a los docentes y a la sociedad. Replantearnos en las escuelas fórmulas más allá de la logística y del hidrogel. Enseñar a enfrentarnos a nuevas situaciones, a vivir en la incertidumbre, a improvisar y crear, a empatizar, a desarrollar la capacidad de resiliencia. También nos queda pendiente reflexionar sobre qué reconstrucción queremos, si transitamos o no a una educación ecosocial y una vida en consonancia con el planeta, o nos dedicamos solo a medir los metros de separación social y el buen uso de las mascarillas. Las escuelas ahora más que nunca pueden y deben demostrar que no son simples transmisoras de contenidos, ni aparcamientos infantiles mientras el padre y la madre van a trabajar. Son pieza clave para enseñarnos a vivir y crecer. Y para construir sociedades sanas.
En la primavera de 2020, un año que se prometía redondo, casi el 100% del alumnado fue confinado. Y digo casi el 100%, porque, por increíble que parezca, en el siglo XXI todavía no existe la escolarización total de la infancia: un 9% de los niños y niñas de todo el mundo aún no van a la escuela, según datos de Unicef. Para nosotros, en España, habitantes de un primer mundo con más o menos comodidades, la pandemia supone un monumental quebradero de cabeza y la sensación, por primera vez en la era moderna, de vulnerabilidad como especie.
Ahora que comenzamos tímidamente la vuelta a la nueva realidad desde las aulas, tememos, no sin motivo, por nuestra seguridad. Y aceptamos con mayor o menor resignación el lugar en el que este virus nos ha colocado, porque si algo ha hecho esta pandemia, como todas las situaciones críticas, es sacar lo peor y lo mejor de los humanos en polarizaciones aumentadas. Por una parte, hemos encontrado solidaridad sin parangón en redes humanas ya tejidas, como las asociaciones de vecinos, o sin tejer, como los vecinos que se asociaron de forma improvisada para ayudar. Por otro lado, hemos asistido al deplorable espectáculo de policías de balcón, negacionistas de la ciencia y expertos en confundir para manipular la opinión pública. La dicotomía se polarizó más que nunca cuando, como dice el filósofo y sociólogo francés Bruno Latour, deberíamos haber aprendido a reconciliar la economía, el derecho, la identidad con el mundo real del que dependemos.
Esta pandemia esta poniendo en evidencia una vez más que las crisis no afectan igual a todos, y que el Estado de bienestar en el que creíamos vivir no es tan sólido como pensábamos, y que las desigualdades sociales siguen siendo mayúsculas. Desigualdades que yo compruebo claramente en el alumnado. No todos están provistos de Internet, de ordenadores, de casas cómodas o de una familia que pueda ayudarles en sus estudios. Son estos estudiantes, los más vulnerables, los más perjudicados. Por eso, la vuelta a las aulas se hacía necesaria, pero no para que las familias tuvieran con quien dejar a sus hijos e hijas, sino porque la interacción social y el papel de la escuela son insustituibles. Porque la escuela no es una mera transmisora de contenidos. Además, reconoceremos miles de casos de niños cuya alimentación se ha vuelto precaria por el cierre de los centros educativos, que la brecha social –a la que nos referíamos eufemísticamente en ocasiones como “brecha digital”– se ha incrementado. Y si miramos más lejos, reconoceremos que la falta de formación supone aumento en violencia y el acceso a trabajos precarios. En muchos países, la falta de escolarización conduce además a que aumenten el número de matrimonios precoces, la explotación sexual infantil o el reclutamiento para guerrillas.
La vuelta a las aulas era necesaria, al menos en las primeras etapas, y para que fuese posible, miles de docentes han hecho un gran esfuerzo. Este esfuerzo se vuelve superlativo cuando hablamos de equipos directivos. Mientras las discusiones entre políticos se enredaban sobre qué era competencia de quién, mientras se argumentaba no tener competencias con el afán exclusivo de echar balones fuera, los docentes de a pie, los ninguneados, esos a los que no se les tiene en cuenta cuando se legisla sobre educación, esos seguíamos en la trinchera, pensando, programando y con un inmenso sentimiento de desolación por todo el cambio metodológico que tendríamos que llevar a cabo.
De pronto, los maestros nos hemos convertido en vigilantes, medidores de distancias, inspectores de higiene, asumimos labores sanitarias, de aviso y de registro. Entretanto, pensamos cómo elaborar proyectos educativos que vuelvan a trabajar la cohesión de grupo entre quienes comparten aula pero hace medio año que no se ven. Cómo volver a trabajar e incentivar el trabajo en equipo en un momento sin contacto físico. Cómo volver a trabajar la colaboración y cooperación cuando no se puede ni compartir ni un lapicero. Cómo volver a trabajar el espíritu crítico en la información cuando han escuchado de todo en sus casas y cuesta tanto discernir entre la verdad y las fake news. Seguimos pensando con la sensación, una vez más, de ser el gremio con peor consideración social.
Tenemos por delante en este curso otra ardua tarea: compensar esos meses de semivacío, mayor o menor según el caso. Reajustar contenidos, compensar desigualdades. Porque para eso está la escuela, para dar oportunidades, para compensar la falta de oportunidades de las familias, para crear ese espacio donde debemos garantizar la interacción, independientemente del origen. Y esto en concreto lo hace la escuela pública, un servicio fundamental en el que cada aula burbuja es una pequeña representación social, donde hay de todo, porque todos son bien recibidos.
Tenemos por delante un curso de compensaciones y de tratar de luchar contra el abandono escolar en un país que bate tristes récords en esto; el porqué lo discutiremos en otro artículo, pero vaya por delante que en un país donde se presume de Estado de bienestar el gasto en educación lleva años siendo de un 3,1% de su Producto Interior Bruto (PIB) en Educación Primaria y Secundaria, en comparación con el 3,5% de la media de la OCDE. Un país en el que se sucede una ley educativa tras otra según el cambio de gobierno, un país que tiene un currículo educativo inabarcable… Un país en el que la educación funciona porque los de abajo funcionan… Y aquí otro dilema: ¿hasta dónde debemos dar?, ¿hasta dónde debe llegar esa vocación de servicio público? La escuela no puede vivir de la buena voluntad de los docentes, que dedican horas sin mirar el reloj o compran material de su sueldo, lo que solo lleva a una pérdida de derechos y precariedad. Entiendo que en épocas de crisis todos debemos arrimar el hombro, todos debemos sumar, pero no podemos caer en el limosneo; los derechos sociales, salariales y los servicios públicos no pueden dar un paso atrás. El gobierno competente de cada territorio debe prever y priorizar protocolos y medidas, y debe facilitar los materiales necesarios si quiere presumir de ser un país civilizado del siglo XXI. A veces, erróneamente, llevados por la buena voluntad, cedemos, en vez de reivindicar y exigir a las autoridades competentes que cumplan con sus obligaciones.
Ha tenido que ser un virus el que nos empujase fuera de la caverna a comprobar las sombras, para darnos cuenta de que lo que veíamos desde dentro no era auténtico. En cuanto hemos podido, hemos dejado atrás lo material para correr al campo este verano, pero, frente a las medidas logísticas y de prevención en las escuelas, no hemos sido capaces de proyectar otras formas de pedagogía. Volvemos al modelo cuadriculado de pupitre mirando hacia la pizarra frente a, por ejemplo, un modelo de escuelas creativas que el recién fallecido Ken Robinson promulgaba. No hemos sido capaces tampoco de recuperar el contacto con la naturaleza, aulas en el exterior a partir de la vivencia, aun cuando los estudios científicos evidencian que el verde no sólo da como resultado un efecto beneficioso sobre el rendimiento cognitivo y escolar, sino también en las emociones y el comportamiento. Frente a ello se incrementan las peticiones de envase de un solo uso para los materiales y meriendas escolares por parte de muchos docentes. Es como si el árbol no nos dejase ver el bosque; la sociedad cortoplacista no es capaz de ver más allá o no es capaz de establecer la relación entre la destrucción del planeta y la vulnerabilidad sanitaria.
Nos queda una ardua tarea por delante a los docentes y la sociedad. Replantearnos fórmulas más allá de la logística y el hidrogel. Enseñar a enfrentarnos a nuevas situaciones, a vivir en la incertidumbre, a improvisar y crear, a empatizar, a desarrollar la capacidad de resiliencia, porque todo indica que estos episodios excepcionales cada vez serán más frecuentes, y para vivir y sobrevivir debemos desarrollar nuevas capacidades y actitudes. También nos queda pendiente reflexionar sobre qué reconstrucción queremos, si transitamos o no a una educación ecosocial y una vida en consonancia con el planeta o seguimos como hasta ahora, jugándonosla.
Comentarios
Por Germán Lago, el 23 septiembre 2020
Es cierto, creo que el primer reto al que nos enfrentamos los que somos mas profesores o maestros que funcionarios, es el de involucrar a los compañeros que siguen paralizados en medio de la telaraña burocrática de Sisifo. Es urgente, en este momento, trascender, ir más allá de las ocupaciones de estimulo respuesta que impiden el pensamiento. El futuro de nuestras sociedades y de nuestros hijos y alumnos no es incierto. La comunidad científica lleva más de diez años adelantando lo que ya sucede y hacia donde vamos. La era del conocimiento reclamará nuevas ocupaciones para nuevos seres humanos con nuevos valores. El pensamiento ecológico se sitúa en la cima de la pirámide de los valores; implica respeto, igualdad, justicia, democracia y después todos los demás valores éticos, estéticos, económicos etc.