Ese inconfundible olor al otoño que comienza hoy
Comienza hoy el otoño. Parece que este año el definitivo adiós al verano ha quedado simbolizado con el adiós al gran fotógrafo Carlos Pérez Siquier, fallecido el 14 de septiembre, una de cuyas series más famosas fue la de ‘Playas’. Estamos metidos de lleno en septiembre, en el curso, en otoño, con su inconfundible olor a septiembre y su inconfundible luz –melancólicamente matizada– de septiembre.
Septiembre huele a luz. Si el regreso tuviera un olor sería este: el rastro de esa luz aún caliente, amarilla, bajo la que todo se decolora y se duerme. En Soria los campos ya estaban pálidos, extenuados tras tantos días de sol intenso. Si caminas por ellos al caer la tarde solo escuchas crepitando bajo tus suelas el cereal segado, la barba dura y rubia que ha quedado sobre la piel de la tierra. El verano se marcha y el campo está cansado. En el pueblo aún quedaban algunos veraneantes rezagados y visitantes del fin de semana, pero parece que el cacareado turismo de interior tampoco se ha notado mucho.
Eso decía la panadera: que ha sido un año muy duro y lo han pasado mal, y que el verano ha sido flojo. Al otro lado de la panadería, el pequeño supermercado cerraba para que la familia se tomase vacaciones: el padre y la madre que atienden la pollería, el chico que despacha la fruta y la hija que cobra en la caja, que ya tiene dos niños pequeños. Con lo de la pandemia, hace dos años que no se celebran las fiestas medievales que llenaban la plaza de puestos y vendedores con túnicas, babuchas y turbantes. Y no han vuelto los actores vestidos de aldeanos que inventaban breves piezas dramáticas con los episodios de la historia local, llena de batallas y almenas, damas, condes y vasallos. Tampoco ha habido música ni velas. No hubo olor de gente reunida en ningún sitio. Igual que en casi todas partes este verano, no se celebró lo bullicioso, la vecindad.
Ahora septiembre, en Madrid, huele a días frescos y lluviosos que nos pillan aún en pantalón corto, a las hojas que ya empiezan a caer sobre las aceras y se pudren en el suelo. Huele a la pereza de los que se vuelven a encontrar en la calle y hablan de todo y de nada.
—Pues este año había menos gente.
—Había que reservar en las terrazas, estaba todo a tope.
—Qué calor hemos pasado, más que ningún año.
—Ha hecho muy bueno, solo nos llovió un par de días.
El 14 de septiembre murió Carlos Pérez Siquier, cuyas fotografías llenaron de colorido los carteles promocionales de nuestro turismo castizo en los años 70, ese tipismo vacional tan atractivo al extranjero que hoy sigue siendo el mismo. Pérez Siquier ya era conocido entonces por su serie neorrealista del barrio almeriense de La Chanca, y por fundar con José María Artero la Asociación de Fotógrafos de Almería y la revista AFAL (), donde publicaban el trabajo rupturista de fotógrafos legendarios como Ramón Masats, Catalá Roca, Schommer, Miserachs, Ricard Terré o Francisco Ontañón. Tras plasmar bajo la luz más dura del mediodía esa España de aldea y paredes encaladas, Pérez Siquier paseó su mirada más irónica por el estridente colorido de los agostos playeros, por el olor de la luz de todos los veranos: ese brillo amarillento del bronceador en las pieles tostadas, la lycra prieta y chillona de los bañadores, las sombrillas clavadas en la arena ante la cartulina azul del cielo. Son las postales veraniegas de nuestra infancia o de hace apenas unas semanas, cuando gastábamos los días de otro agosto más en la tranquilidad de un pueblo, en una piscina, en una playa.
Y se diría que aún traemos pegado el olor de agosto en septiembre. En el metro o en el supermercado se huele la desgana de la vuelta, mientras los barrios residenciales siguen perfumados con el cloro de los últimos días de piscina: “Una sal dulce mezclada con lejía, una flor de pétalos químicos, un fuerte olor azul claro”. Así lo describía el autor norteamericano David Foster Wallace, traducido aquí por Javier Calvo, en su relato En lo alto para siempre, en el que un adolescente se asoma al vértigo de vivir desde el trampolín de una piscina el día de su trece cumpleaños. Como a su protagonista, a Foster Wallace siempre le acompañó ese vértigo y acabó colgándose a los 46 años en su casa de Claremont, California, un 12 de septiembre de 2008. El escenario de su relato, que cuenta apenas ese lapso inquietante en la vida del chico, huele a mis veranos de infancia, que además están teñidos con los colores primarios y setenteros de las fotos de Pérez Siquier: mi bañador rojo, el césped verde y el sol amarillo y encendido como una gran moneda caliente, el mismo cuadrilátero turquesa bajo el trampolín estrecho y oscilante que había que recorrer temblando y sin asidero, sin poder volver atrás, sin otra opción que saltar como se salta ante la vida, para recibir el brutal zarpazo del agua en la piel grasienta por la Nivea.
Este septiembre hemos vuelto con la sensación de que nuestro verano raro no se ha parecido a otros, porque nuestra vida ahora es el espejismo de la que hacíamos siempre. Así que septiembre tampoco huele como antes, y al regresar los días son como la radiante superficie de una piscina clorada a la que hay que lanzarse para sacar la cabeza del agua y bracear como podamos, hasta la escalerilla. “Flotan lentejuelas en el azul claro del agua, a esa temperatura cálida propia de las cinco de la tarde, y el olor de la piscina, igual que el otro olor, conecta con una niebla química que hay dentro de ti, una penumbra interior que desvía la luz hacia los bordes y difumina la distinción entre lo que termina y lo que empieza”, dice Foster Wallace.
Lo que termina es el verano, aunque todavía nos caliente el sol. Y septiembre huele a septiembre.
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