Espiando la vida de los otros a través de las ventanas
Retoma nuestro articulista Sergio C. Fanjul las aventuras urbanas de su serie ‘Solo ante el peligro’, junto a su ilustradora de cabecera, Liliana Peligro. Esta vez se asoman a la vida de los demás a través de ventanas indiscretas que les muestran la desnudez de los inquilinos.
No quiero parecer el letraherido chungo, pero me gusta mucho mirar el interior iluminado de los pisos a través de las ventanas e imaginarme la vida de las personas que viven allí. Es una cosa muy de clochard, de paseante, de Walter Benjamin, de noches cortazarianas por las riberas del Sena y todo eso, muy de wanderlust, que está de moda: yo suelo practicarlo en los barrios madrileños al sur de la Gran Vía, de Lavapiés a Villaverde. La otra noche, cuando ya se nos habían acabado las vacaciones y, de vuelta a la capital, Liliana Peligro y yo tratábamos de consolarnos en nuestro restaurante chino favorito, decidimos dar un paseo digestivo y subir al parking de la estación de Puerta de Atocha a ver partir los trenes, rompiendo la oscuridad, hacia un mundo mejor.
Se da la circunstancia de que desde allá arriba se ve, a la misma altura de los ojos, algunas ventanas de alguno de los edificios que se levantan donde empieza a desparramarse el barrio de Delicias. Vamos, que tiene uno la panorámica que tiene James Stewart en La ventana indiscreta, y la existencia de los vecinos discurre como en una página del 13 Rue del Percebe. Así que vimos a ese joven enmarcado en la ventana inundada de luz amarillenta, ajeno a nuestra mirada, que se empezaba a desnudar ofreciéndonos un strip-tease de barrio casi imberbe. Lo que nos llamó la atención fue que algo, una intuición extraña, el susurro de un ángel protector, le hizo girarse, mirar por la ventana y vernos allí, bastante a tomar por culo, espiando su creciente desnudez. A esa distancia, con ese mismo ángulo, nosotros podríamos haber estando mirando a otra ventana o al mismo cielo estrellado, pero aquel chaval sintió rápidamente que le mirábamos precisamente a él (y tenía razón), así que se escondió. Por lo demás, tampoco era la cosa para tanto: aquel muchacho era muy tímido.
Por lo general, la cosa es bien diferente: cuando uno pasea por las calles, la perspectiva que se le ofrece del interior de las casas es un contrapicado propio del mejor Orson Welles: dependiendo de la altura del piso apenas se acierta a ver el techo, las lámparas colgantes, la parte superior de los cuadros o de las estanterías. A veces una cabeza o una sombra. Ahí entra la literatura, cuando lo factual ocupa tan poco que hay grandes espacios para el vuelo de la imaginación; imagínense la que hay que tener para reconstruir la vida y la personalidad de un desconocido partiendo únicamente de las molduras de escayola que tiene en la salita de estar. En cualquier caso, ahí voy yo, viéndoos, queridos lectores, o imaginándoos mientras cenáis con vuestras familias, mientras veis el docu-reality de María Teresa Campos (que está muy bien), mientras os masturbáis con desenfreno en las más tórridas y sudorosas tardes del estío.
Lo que más me gusta, sin embargo, es pasar por las múltiples casas en las que he vivido y pararme un rato para tratar de conocer telepáticamente a quien ocupa ahora los espacios en los que anteriormente se ha desarrollado mi vida. A mí es un tema que me preocupa hace tiempo: nuestras vidas son tan nuevas y tan breves y, en cambio, discurren muchas veces por inmuebles que han sido construidos hace generaciones. Una vez, en el piso de Ópera, encontramos, limpiando debajo del frigorífico, unas extrañas polaroids de unas fiestas mexicanas celebradas en nuestra cocina en las que participaban personas que no eran ni nosotros ni nadie que conociéramos, con sus sombreros de ala anchísima y sus botellas de tequila. Eran, en efecto, unos antiguos inquilinos, y a mí me pareció harto inquietante que aquellos maleducados borrachos hubieran tenido la desfachatez de haber vivido donde yo vivía (igual que los cabrones de los ex de mis parejas).
Curiosamente, hace un año descubrí que una amiga y compañera, que trabaja llevando la comunicación de una importante institución cultural madrileña, vive ahora en el piso de la calle Atocha en el que yo desembarqué en Madrid hace 15 años. En la habitación de al lado de la que yo ocupaba. Creo que el piso llevaba diez años cerrado, y percibí unas energías muy raras -me dijo-, lo que no me sorprendió porque en aquella casa acabamos como el rosario de la aurora, incluso requiriendo la intervención de los diligentes agentes de la Policía Municipal para mediar en las pugnas domésticas entre compañeros de piso.
Lo peor de todo es que en mi casa de ahora mismo hay una caja fuerte empotrada en la pared del dormitorio y nadie, ni siquiera los caseros, sabe qué contiene, ni su combinación ni nada. ¿Contendrá un fuego que nunca se extingue, un billete de lotería premiado, mi pequeño pony, el aleph borgiano, un virus que exterminará a la raza humana, su antídoto? Puede que nunca lo sepamos. Por el momento, pasamos mucho tiempo mirando la caja fuerte y cada vez va ocupando más espacio en nuestras mentes, hasta el punto de hacerse insoportable. Es una herencia de pesadilla que creo que heredarán los que vengan a este espacio después, cuando nosotros ya no estemos.
Mientras tanto, lo que hago en mi actual domicilio, con el ánimo de perdurar en la memoria del hormigón armado y del cristal, es bailar desnudo extrañas danzas tribales por el pasillo y el salón, y frotarme con fruición, cual animal en celo, contra las esquinas, los cojines y los tapetes de encaje que descansan sobre las viejas cómodas. Todo para que permanezca algo de mi esencia entre estas paredes y sea evidente a los que vengan. Todo por miedo a morir, vaya. Y puede que usted, como un letraherido chungo, como un paseante pervertido, me esté mirando desde abajo, a través de la ventana.
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