Estamos perdiendo el tacto, el contacto, la piel
La revolución tecnológica nos ha arrastrado a la omisión de uno de los elementos más trascendentes de la experiencia personal: la piel. El universo virtual nos priva del tacto, un sentido que en palabras de Ortega y Gasset supone “el factor más concluyente en la determinación de la estructura de nuestro mundo”. De similar parecer debió de ser Miguel Ángel quien, en sus célebres frescos del Génesis en la Capilla Sixtina, sintetizó la creación de Adán mediante un leve contacto entre dos dedos índices, uno divino y otro humano, que certificaban la naturaleza epidérmica de la vida. Quizá por esto nos resulta cada vez más complicado «ponernos en la piel del otro».
Por JAVIER ALBERDI
El tacto es el primer sentido que se desarrolla en el feto. En los primeros años de vida, la relación con los seres que conforman nuestro entorno es esencialmente táctil, de tal forma que la cantidad y calidad de dicha percepción, durante ese periodo, resulta fundamental para el desarrollo afectivo en etapas posteriores. A través de la piel circunscribimos los límites de la intimidad, que es el núcleo fundamental de la experiencia personal. La piel nos da cuenta de la salud y de la enfermedad, es fuente de placer y de dolor, receptora de frío y de calor, así como reflejo de cualquier alteración del estado de ánimo: la arruga nos relata el sufrimiento, el sonrojo nos anuncia el pudor, la palidez delata al miedo y los pelos de punta confiesan emoción.
El instinto a no ser tocado por desconocidos tiene su base en la identificación atávica de la piel con lo más profundo de nuestro ser, con aquello que somos. No es de extrañar, por tanto, que su superficie haya sido utilizada como seña de identidad en muchísimas culturas, inclusive la occidental, mediante la escarificación, la perforación, el tatuaje o el maquillado. La piel dispone además de la capacidad de retener nuestras propias historias. En La Regenta, Leopoldo Alas Clarín narra en un episodio cómo su protagonista, Ana Ozores, desentierra recuerdos de infancia por el roce de su mejilla contra la sábana al arroparse, sensación que conservaba desde su niñez. Y es que pocas circunstancias se adhieren mejor a la memoria que el tacto.
La piel delimita, por tanto, el espacio relacionado con la experiencia más íntima, un territorio inaccesible desde la virtualidad. Internet nos despoja de la autenticidad cutánea. Nos comunicamos a diario como seres artificiales, identificados por un nick y un avatar que nos asocian con un nombre y un rostro que no siempre coinciden con el nuestro y mediante los cuales, en cualquier caso, seremos incapaces de recrear aquello que sentimos en nuestro propio pellejo, porque en última instancia somos conscientes de que actuamos por medio de un desdoblamiento.
La identidad no es un conjunto de rasgos inherentes a la persona sino una serie de relatos asumidos, derivados de experiencias propias y ajenas, con los cuales nos definimos como individuos. La relación con los otros y lo otro es lo que determina la formación de la identidad personal, un proceso que se ha visto profundamente alterado en las últimas décadas a consecuencia de los cambios en la manera de relacionarnos.
La voz del yo en el foro, en la red social, en el chat o en cualquier sección de comentarios no deja de ser arbitraria. Por primera vez, las personas construimos identidades sin estar subyugados por nuestra experiencia. En ausencia de una piel que nos determine, construimos lo que en términos de Social Media se denomina “marca personal”. La marca, el branding, es una identidad paralela a la real, cuya consistencia (reputación) no se fundamenta en la similitud con aquella sino con la coherencia del relato que desarrollamos.
La dinámica consumista, arraigada en la sociedad actual, se sustenta en parte en esa capacidad de poder adquirir significación a través de una marca. La publicidad no deja de ser un sistema de creencias, una sugestión para identificarnos con aquello que deseamos comprar o con los valores que se supone confieren esos productos. Si durante siglos la identidad estuvo sujeta a lo que hacíamos, luego, con el capitalismo, comenzó a ser también lo que teníamos y hoy en día, a través de la virtualidad, completamos la pirueta convirtiéndonos en aquello que simplemente decidimos, al dictado de nuestro propio interés o del mero capricho.
La voz del nosotros también ha cambiado en los últimos tiempos. La identidad personal está determinada no solo por la experiencia propia sino también por aquellos discursos producto de la experiencia de otros que adquirimos por mimetismo o adscripción voluntaria. Nuestra singularidad está influenciada por colectivos de toda índole. No obstante, a raíz de la revolución digital, el número de relatos a los que tenemos acceso se ha multiplicado exponencialmente, lo cual ha supuesto una amenaza para el arraigo de los relatos surgidos en el propio ámbito. En su ensayo Identidad y violencia, el Nobel de Economía Amartya Sen achaca gran parte de los conflictos violentos recientes a la creciente inquietud surgida en el seno de aquellos reductos de carácter identitario (nacional, cultural o religioso) que ven peligrar su esencia ante el asedio de la globalidad.
De la gran diversidad de influencias a las que estamos sometidos y de la poca consistencia de la identidad virtual pudiera deducirse que ponerse en la piel del otro nunca resultó más complicado que hoy en día. Pero si algo evidencia la facilidad con la que podemos adoptar un perfil u otro en Internet es el carácter secundario de esos relatos que adoptamos, inclusive en la vida presencial. Interpretamos un papel como podríamos representar otro, pero lo único inmutable es la naturaleza humana que compartimos con nuestro prójimo. Como proclamó José Mujica en su discurso en la ONU en 2013, todo pasa por “entender que la especie es nuestro nosotros”.
Comentarios
Por Eva1314, el 25 mayo 2017
La piel es la tecnología + completa 😉