Están, aunque no los veamos
Hoy he comprado una encina. La corteza es suave al tacto y el follaje, extrañamente tupido. Cuatro metros y medio de árbol que se elevan en el aire, hoja y tronco: un metro por cada uno de los tres hijos que mi madre dejó al irse y un metro y medio más por el año y medio que hace que nos falta. La plantaré mañana en el bosque que con mis hermanas estamos creando para ella y se llamará Rosa, porque ese es el nombre de la mujer que la cuidó y la acompañó durante sus últimos años hasta el final.
“Están, aunque no los veamos”, decía Rosa cuando terminaba de contarnos alguna de las mil historias de su madre, enterrada ya en el Ecuador. Están mientras estemos, seguro que sí.
Cuando mi madre se marchó, Rosa la lloró como lo hicimos nosotros tres. Había perdido a esa segunda madre que había encontrado en un país al que llegó con lo puesto y con una hija pegada a las faldas. La otra había tenido que dejarla en Quito. Como Meryl Streep en La decisión de Sophie, Rosa tuvo que elegir entre las dos niñas y eso la rompió para siempre. Una hija con ella, la otra con el destino. Mamá la adoró desde el minuto uno y la aconsejaba y la protegía como no podía hacerlo con nosotros. Conspiraban juntas, eran familia. El día que mamá murió, Rosa nos pidió permiso y se arrodilló junto a su cama para rezar por ella. Después se levantó y se retiró a un lado, sin saber qué hacer, esquinada en ese limbo que pertenece solo a quienes no son familia pero quieren a veces más y mejor que quienes lo son por sangre. Rosa era hermosa porque tenía una bondad única. En ella, lo bondadoso era –y sigue siendo– un don. Se nace con él o ya no se aprende, y ella lo llevaba grabado en la frente como un neón.
Hace unas horas he comprado una encina alta como una casa. A veces, Rosa nos busca para asegurarse de que estamos bien, hermanos en la clandestinidad, huérfanos todos. La muerte de mi madre me ayudó a entender que muy pocas veces reparamos en las cuidadoras –y cuidadores– que, supuestamente ajenos a las familias, viven la muerte de quien está a su cuidado con una intensidad y una verdad que no esperamos ni estamos preparados para colocar. Así fue en nuestro caso. Rosa era de mamá y mamá de ella, se pertenecían porque cuidaban una de la otra en un tránsito que solo ellas reconocían. Días después de la incineración, Rosa regresó a Ecuador.
“Tengo demasiada pena”, nos dijo al teléfono, moqueando. Llamaba desde el aeropuerto. Su hija, la misma que había dejado allí para venir a trabajar a España, le había pagado el billete. “No sé cómo vivir aquí sin vuestra madre”.
Pasaron unos meses de silencio hasta que un día de otoño me envió un mensaje en el que preguntaba por todos y que terminaba así: “Ella se fue. Los que morimos fuimos nosotros”.
Es así. Ellos y ellas se van, y no por ello dejan de estar. Mi madre olvidó aquí a una estela de cuatro huérfanos que la buscan sin descanso en cada recodo del camino. Mañana plantaremos las raíces de una encina llamada Rosa que quizá, con los años, crezca tanto como para dejarnos trepar por ella y volver a estrechar esos dedos blancos que tanto nos faltan.
Ojalá.
Comentarios
Por Josefa M.Rodriguez, el 03 noviembre 2022
Me encanta .Me parece precioso el.escrito de la encina que sensibilidad .!bonito.detalle de ponerle por nombre el de su cuidadora forman.parte de la familia sin serlo de sangre .Me siento muy identificada ,he tenido la perdida de mi hermana mayor que para mi era mi segunda madre hace un año. Su cuidadora sigue con nosotros ,me da la vida verla cada mañana recordando cosas de mi hermana . Un.abrazo
Por Almudena, el 03 noviembre 2022
Abrazo