Estrechar a un gato, cuidarlo, incluso muerta

Foto: CC

Si Fifí fuera un gato de verdad y no un peluche, Elena tendría un hogar y su vida no sería una mudanza perpetua. Es lo que siempre le repetían; no, nada de gatos. No se puede viajar con uno. Adoptar un animal es algo serio. Y eso era justo lo que ella quería. Algo definitivo”. Seguimos con la serie Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Protagonistas: los perros y gatos.

POR MARÍA OVELAR 

Imaginaba un gato en su tumba. Enroscado sobre la lápida; agujereando la tierra para mear y cazando moscas. Ella, aunque muerta, lo cuidaría; entonces, disfrutarían por fin de un hogar.

Elena reconstruía esta historia cada vez que atravesaba en coche la península con su familia. Los postes de electricidad como flechas hacia un nuevo destino. Apretaba a Fifí contra su pecho, el gato de fieltro sobre el que había vomitado desde pequeña. Ya no la despertaban las arcadas en mitad de la noche: pertenecía al club de los mayores, esos que no deberían llorar cuando se mudan definitivamente, como era costumbre en su familia. Elena se restregó los ojos húmedos de llanto e intentó entretenerse admirando el paisaje. Las nubes gordas y blancas parecían sacadas de un óleo de la novia de su padre, simulando pegotes sobre el cielo azul. Los pájaros volaban hacia el atardecer.

Si Fifí fuera un gato de verdad y no un peluche, Elena tendría un hogar y su vida no sería una mudanza perpetua. Es lo que siempre le repetían; no, nada de gatos. No se puede viajar con uno. Adoptar un animal es algo serio. Y eso era justo lo que ella quería. Algo definitivo.

Habían vivido en muchos lugares. A veces las casas eran chalets en barrios residenciales, otras lofts. Olor a salitre y coches con sarna frente al vaivén de las olas. El silbido de los autos por la autopista con centros comerciales. Escuelas a diez minutos a pie, y a cuarenta minutos en bus. Rostros bondadosos que le dejaban jugar con sus gatos; expresiones hoscas que tiraban de la correa del perro como si lo fueran a ahorcar.

Esta vez tocó urbanización. Tranquilos bungalós con toldos y verjas. Todos salieron del coche menos Elena, que se extasió mirando más allá del cristal delantero hacia un mundo privado, lleno de gatos con el pelo largo y suave. No bajaría del coche hasta que no adoptaran uno de verdad, gritó. Pero nadie reaccionó: su padre y su novia siguieron distribuyendo cajas. No fue hasta que terminaron de vaciar el vehículo que Elena sintió los rasguños de la soledad. Se desabrochó el cinturón y bajó al aire chicloso de finales de agosto.

Una semana hasta que empiece el colegio es mucho tiempo. Cuando Elena se cansó de husmear, chirrió la cancela al salir. Alrededor, más chalets, más buganvillas y jazmines. Tuvo la impresión de caminar por una maqueta con las aceras simétricas y los árboles dispuestos a la misma distancia. Cruzó las calles como si una fuerza invisible la empujara, con paso elástico, por entre coches de marca lustrosos.

Llegó a una zona con semáforos apagados y matorrales, zarzas y tuberías entre los adoquines. Un parque infantil grafiteado, el silbido de un columpio solitario y el chasquido del viento. Una montaña con pinta de volcán rompía la horizontalidad del paisaje. Porque, más allá, se abría un descampado.

En el linde imaginario que la separaba de esa realidad, se subió la cremallera de la cazadora. Atardecía sobre el primero de septiembre y empezaba a refrescar. Las ramas crujían bajo sus pies y el polvo que se desprendía a cada pisada le trepaba a la nariz. Se tapó la boca al toser. En su imaginación, niños descalzos correteaban con cazamariposas entre los matorrales. Tuvo la impresión de que era a ella a la que pretendían atrapar. Fueron los ojos azules de uno de esos niños, parecidos a los de un gato, los que hicieron que tropezara. En la rodilla, la sangre color ciruela en el desgarro de los vaqueros. La limpió con saliva.

Los berridos eran tan agudos que parecían piar. Gatos que pían. La risa le infló los mofletes. Gatos que pían, se repitió corriendo hacia el sonido. Seis ojos marcianos bamboleaban unos cuerpos minúsculos. Con colas con pinta de alambres y un pelaje amarillo desquiciado. Los observó andar desorientados. Parpadeó varias veces para cerciorarse de que la escena ocurría de verdad, de que, por fin, había encontrado lo que buscaba. Sí, esos animales estaban en frente suyo, y podían pertenecerle. Las lágrimas abrieron surcos entre la mugre del rostro de Elena. El crujido de una rama le obligó a voltearse. Una gata con las ubres colgando la retó con la mirada. Elena volvió a fijarse en las crías, la que eligió le cabía en la palma de la mano. Si no hubiera oído los latidos, habría jurado que sostenía un pedazo de algodón. Cuando miró atrás, la madre seguía ahí. Elena apretó a la criatura minúscula contra su pecho, todas las mudanzas, las cajas, las campanas de los distintos colegios, las paredes de colores desvaídos, los tendidos eléctricos que conducían siempre a otro lugar y las costillas que parecían rompérsele cada vez que su familia arrancaba el coche.

Cuando despegó al animal de su cuerpo, entendió lo que se escondía detrás de sus ojos cerrados, en esa bolita que se enfriaba poco a poco sobre sus dedos.

El hambre le recordó que era hora de volver a casa.

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