Felices fiestas distintas…, aunque la vida sigue igual
Antes de que el pollo fuera una carne troceada, metida en una caja de plástico y envuelta en celofán, mi Navidad comenzaba con un bicho vivo que corría por la cocina a la espera de que algún valiente se atreviera a decapitarlo. Aquel animal, que Carmen —la mujer que cuidó a mi madre cuando era pequeña— alimentaba durante todo el año para traernos puntualmente el 22 de diciembre, era el regalo más temido y esperado. Llegaba a mi casa arropado por el canto monótono y esperanzado de los niños de San Ildefonso, un soniquete que —igual que ahora— se escuchaba detrás de todas las puertas y ventanas del país. Cuenta la leyenda familiar que una vez mi padre ofició de matarife y un cuerpo sin cabeza corrió por la cocina ante el estupor de mis hermanos. No lo puedo asegurar, porque yo, no sé por qué, siempre me he perdido los momentos estelares de los Rañada.
Antes de que una breve entrada en Facebook sirviera para felicitar las fiestas a cientos de amigos y estimados desconocidos, una tarde cualquiera de diciembre nos reuníamos todos alrededor de una mesa llena de christmas de Ferrándiz y, aún con el uniforme puesto, sacábamos del estuche nuestros bolis bic —naranja o cristal— para escribir el obligado: “Cuidadito con el turrón”. Aún recuerdo el sabor amargo de los sellos y el paseo emocionado hasta el buzón —entonces sabíamos dónde estaba el más cercano— con nuestro paquete de buenos deseos en mano.
Antes de que el árbol de Navidad fuera un objeto de plástico que se guarda en una caja de un año para otro, las casas olían a abeto y, a medida que pasaban los días, el suelo se llenaba de púas. Adornarlo era el pistoletazo de salida de las fiestas: las bolas, el espumillón, las luces y la estrella de la cúspide, que siempre quedaba torcida.
Antes de que todas las noticias parecieran una broma pesada, me gustaba levantarme el 28 de diciembre y buscar en el periódico —de papel, por supuesto— la inocentada del año, confieso que hoy en día no sería capaz de distinguirla entre el maremágnum de barbaridades que leo. También, entre petardo y petardo, colgábamos monigotes en la espalda de los amigos para luego canturrear: “¡Inocente, inocente!”.
Antes de que acaben las fiestas, me gustaría despedirme de vosotros y desearos que —arropados por los villancicos, vigilados por el árbol y a salvo de los petardos— disfrutéis de vuestras familias, amigos y estimados desconocidos, porque, al fin y al cabo, aunque muchas cosas han cambiado, hay que reconocer que, en general, la vida sigue igual.
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