De Fellini y Ferreri a Berlanga y Azcona: el ‘grotesco necesario’ en el cine

Un fotograma de ‘El verdugo’ de Luis García Berlanga.

Fotograma de ‘El verdugo’, de Luis García Berlanga, con un inmenso José Isbert, Nino Manfredi y Emma Penella.

Manuela Partearroyo analiza en ‘Luces de Varietés: Lo grotesco en la España de Fellini y la Italia de Valle-Inclán’ (interesante ensayo recientemente publicado por La Uña Rota) ese cine que en España e Italia, a mediados del siglo pasado, partió del esperpento para sortear la censura y proyectar la realidad. Un cine de autores como Fellini, Ferreri, Berlanga y Azcona que dio obras maestras como ‘El Cochecito’ y ‘El Verdugo’, que mezclaba lo cotidiano con lo absurdo para saber reírse de lo que no tiene ni pizca de gracia. Conviene no olvidar que, tras la risa segura y la caricatura, se esconde la crítica sutil a periodos de mayor oscuridad.

Recuerda Manuela Partearroyo una de las eternas paradojas de lo cómico: en tiempo de escasez de libertades, como ocurrió durante el franquismo, la risa pasa por censura de modo más fácil, y de su mano, lo popular se abre de una forma original a la crítica sutil. Por eso, pese a lo tragedia que esconden los siguientes momentos descritos, el espectador no puede dejar de reír cuando observa cómo Don Anselmo –Pepe Isbert– pregunta a los guardia civiles que acaban de detenerle por el asesinato de su familia si en la cárcel podrá seguir usando el motocarro que tanto ha luchado por conseguir en El cochecito (1960); y tampoco puede contener la carcajada cuando observa a José Luis Rodríguez –Nino Manfredi– resistirse, de manera patética, a cumplir su misión como ejecutor de la pena capital, mientras es llevado a rastras en El verdugo (1963).

Son secuencias duras, proyectadas con tal comicidad que el público no puede esconder la sonrisa y con las que, bajo un tono más desenfadado, sus creadores ocultan una irreverente crítica al Régimen y cincelan una crónica de la miseria de los tiempos que convierten a ambos filmes en dos piezas imprescindibles de la filmografía nacional. Y es que, como dijo Baudelaire, no se puede evitar que la risa esté plagada de tragedia.

El Cochecito y El Verdugo son dos de los filmes más destacados del realismo grotesco cinematográfico, periodo que Manuela Partearroyo analiza en Luces de Varietés: Lo grotesco en la España de Fellini y la Italia de Valle-Inclán (O al revés) (Ediciones La Uña Rota, 2020) en el que la doctora en Estudios Literarios analiza las características y señas de identidad de un tipo de cine inusitadamente original que surge hacia mitad del siglo pasado, ya superados los neorrealismos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y que se extiende hasta los sesenta, donde la modernidad cinematográfica entierra los pocos atisbos vivos que restan de la tradición. Es un grotesco necesario, un nuevo modo de mirar, con el que la escritora no solo se ciñe al caso español, sino que también viaja a la próxima Italia, ya que entre ambos países mediterráneos se establecieron algunas sinergias y conexiones con las que ambas filmografías se retroalimentaron.

Ocurre, por ejemplo, en las dos películas anteriormente citadas. Si El cochecito es el resultado de la ingeniosa escritura de Rafael Azcona y la dirección del romano Marco Ferreri, al guion de El Verdugo, también escrito por el logroñés, se suma la afilada pluma de Ennio Flaiano, para perfilar aún más la dirección de Luis García Berlanga. Al referirse también al caso italiano Partearroyo pone en valor, con justicia, el trabajo de algunos creadores que, a día de hoy, son poco conocidos en la península y que merecen un recuerdo mayor. Es el caso del referido Flaiano, que además de en El Verdugo, trabajó con Berlanga en el guion de Calabuch (1956). Errata Naturae editó, hace unos años, su libro Dos noches (2012), escrito originalmente en 1959 y que contiene dos cuentos de una calidad literaria extraordinaria: La mujer de Fiumicino y Adriano. También conviene recordar que Flaiano ejerció como guionista en diez películas de Federico Fellini, como La dolce vita (1960) u Ocho y medio (1963), indiscutibles obras maestras del séptimo arte. Quizás nuestro triste olvido con Flaiano se deba, como se nos dice en Luces de Varietés, a que el guionista de Pescara “antes que el brillo de la fama, prefirió la sombra del café”.

Manuela Partearroyo, autora de ‘Luces de Varietés: Lo grotesco en la España de Fellini y la Italia de Valle-Inclán’.

Y es que el realismo grotesco no se podría entender sin Flaiano ni su amigo Fellini. De hecho, el cineasta de Rimini es uno de los grandes protagonistas del libro, figura clave para entender esta innovadora propuesta estética. Pocos como Fellini entendieron que son muy diferentes y ricos los puntos de vista con los que acercarse a la realidad, pues esta es poliédrica y nunca unívoca, y para demostrarlo se ayudó, en sus diferentes películas, de la máscara y de la caricatura.

Inolvidable es el baile de Alberto Sordi –uno de los más reconocibles intérpretes de la segunda mitad del siglo XX italiano y que Partearroyo compara, con gran acierto y no menos guasa, con Alfredo Landa– en la fiesta carnavalesca de Los inútiles (1953), donde el jolgorio y la felicidad inicial se tornan en el patetismo e impotencia con los que se evidencian su apatía y hastío vital. Qué mejor escena para reflejar este abatimiento que aquella –en esta película también escrita por Flaiano– en la que se muestra al grupo de amigos, incluido Sordi, observando el mar al atardecer, con sus miradas perdidas en la nada y de espaldas, a la manera de un lienzo del Romanticismo con aires costumbristas, metáfora del vacío en que han caído sus respectivas vidas, como seres atrapados en una ciudad de provincias que no parece haberse subido al carro de la modernidad.

Si bien el capítulo que más se ha de celebrar es el tercero, La poética del grotesco, pues en él la escritora instaura una teoría común de esta estética que funciona para entender el periodo analizado y las películas que forman parte del mismo. Para que un texto fílmico abrace el grotesco, nos dice, ha de pasar por tres procesos: esquematización, distanciamiento y distorsión. Y para explicarlo se ayuda de muy diferentes ejemplos de obras catalogables bajo esta etiqueta de ambos países, como Bienvenido Mister Marshall (Luis García Berlanga, 1953), El pisito (Marco Ferreri, 1958) o Rufufú (Mario Monicelli, 1958). Más allá de libros canónicos como el de Wolfgang Kayser –aunque centrado en la pintura y literatura– o los imprescindibles textos sobre la temática en el caso español del profesor y cineasta Luis Deltell, no abundan los estudios sobre el grotesco, y menos aún en el cine, por lo que establecer con éxito un marco de referencia para posteriores investigaciones sobre esta estética es uno de los grandes logros de la autora.

Y para llegar a la referida explosión de los 50 son necesarios unos cimientos que ayuden a entender la posterior realidad del país. La figura de Ramón del Valle-Inclán es clave en el estudio, hasta el punto que su obra Flor de Santidad (1904) es inspiración segura del mediometraje El milagro (1948), escrito por Fellini y rodado por Roberto Rossellini, aunque ninguno lo reconoció. Asimismo, sin la valleinclaniana técnica deformadora del esperpento no se entendería el posterior modo de mirar grotesco de las obras de los 50. Precisamente sobre el esperpento en el más triste de nuestros episodios del siglo pasado ha publicado Álvaro López, recientemente, un libro destacado, El esperpento durante la Guerra Civil: propaganda y revolución.

Una redacción impregnada de gran dosis de humor, lo que permite una lectura fluida no exenta de carcajadas, sirviendo de homenaje al tono de La Codorniz y Marc’Aurelio. En ambas revistas tuvieron un rol determinante autores imprescindibles del posterior edificio grotesco, como el tándem Fellini-Flaiano en el caso de la publicación transalpina de los años 30, o Azcona y Edgar Neville en el de la española. Resulta injusto que este último creador –pieza clave de la conocida como La Otra Generación del 27– sea tan poco conocido en la actualidad, pues un filme suyo como La torre de los siete jorobados (1944), además de antecedente grotesco irrefutable, resulta uno de los trabajos más rupturistas y originales de la pacata España de la autarquía. No es de extrañar que, pese a la adscripción falangista de Neville durante la guerra, esta película tuviese problemas con la censura franquista, al igual que les ocurre a los posteriores filmes del periodo al que Partearroyo dedica su libro.

La obra culmina con una pregunta que invita a la participación activa del espectador, en un final abierto, por decirlo con Umberto Eco. ¿Por qué este grotesco necesario, salvo honrosas excepciones, no ha sabido vivir en tiempos contemporáneos? Mezclar lo cotidiano con lo absurdo para saber reírse de lo que no tiene ni pizca de gracia no ha de ser imperecedero, por lo que echar un vistazo al novedoso modo de mirar de autores como Fellini, Ferreri o Azcona, entre tantos otros, resulta tan imprescindible como siempre, pues no conviene olvidar que, tras la risa segura y la caricatura, se esconde la crítica sutil a periodos de mayor oscuridad. Como nos recuerda Max Estrella en Luces de Bohemia, el sentido trágico de la vida solo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.

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