Fernando Vallejo, un escritor fieramente humano
El escritor Fernando Vallejo ha encendido una vez más la polémica en México, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara -la cita literaria más importante en español-, con una charla que defiende a ultranza a todos los animales -solo condena a la paloma del Espíritu Santo- y no deja títere con cabeza de la que llama «secta católica». Recogemos aquí lo que ha dicho.
“Esa venda que me puso a mí la Iglesia desde que nací, y que les puso a ustedes, es la venda moral. Yo ya me la quité. Vengo a pedirles a ustedes que se la quiten”
Si hay un escritor que abre las tripas con sus palabras, ese es Fernando Vallejo. Que se las abre, palabras como cuchillos, a curas, Papas, políticos y maltratadores de animales. Que nos las abre, palabras como diamantes. Duras, brillantes, cortantes, transparentes. La belleza de la lengua, la maestría literaria, al servicio de la verdad. Y ya sabemos que la verdad no tiene pelos en la lengua. Fernando Vallejo es la sabiduría: sublime, radical.
Ganador este año del premio Rómulo Gallegos, uno de los más prestigiosos en lengua castellana, se refiere así al Premio Cervantes, el más importante de las letras hispanas: «El premio Cervantes es miserable. Lo entrega un miserable, el tipejo Borbón, asesino de animales. Cervantes era un hombre de alma grande y le están degradando y empantanando su memoria con que este señor lo entregue». Por si alguien no sabía quién es Fernando Vallejo.
En la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (cuyo premio ganó en 2011 y aquí podemos leer el discurso que dio al recibirlo), Fernando Vallejo, autor de La Virgen de los Sicarios o El desbarrancadero, ha presentado sus dos últimos libros, Peroratas y Casablanca la bella (¡vayan a la página 196!), ambos publicados en 2013 por Alfaguara. Libros que hay que leer, como todos los suyos: imperativo categórico. Y ha ofrecido una charla ante cientos de estudiantes y lectores, cuyo texto nos ha cedido. Pasen y lean. Si cuando salgan son los mismos, váyanse a confesar.
Encuentro con los mil jóvenes en la Feria del Libro de Guadalajara el miércoles 4 de diciembre de 2013
Por FERNANDO VALLEJO
Dios no existe, muchachos, ése es un cuento de clérigos desvergonzados inventado para sus fines abusando de la credulidad del rebaño: de curas católicos, pastores protestantes, popes ortodoxos, rabinos judíos, ayatolas musulmanes…
Por Dios entendemos fundamentalmente dos cosas: el creador del universo y el Ser de la Suprema Bondad. ¿Y quién dijo que al universo lo tenían que crear? Para empezar, ni siquiera sabemos qué es el universo. Estrellas de protones, materia oscura, agujeros negros… De eso nos hablan últimamente los astrofísicos, que tienen el telescopio Hubble y que cada vez que abren la boca nos aterrorizan. ¡Qué miedo le voy a tener yo al infierno! Miedo le tengo a un agujero negro que me trague. Dios como explicación del origen del universo es la vuelta del bobo, una explicación que no explica nada, pues ¿cómo nos explicamos que Él no haya tenido origen? Si Dios no tuvo origen, entonces la premisa “todo tiene que tener un origen” es falsa, y sobre una premisa falsa no se puede construir un silogismo verdadero. A mí me cuesta menos trabajo aceptar que el universo está ahí desde siempre, que aceptar el que esté desde siempre sea Dios, por la simple razón de que a Dios nunca lo he visto mientras al universo sí, y si no todo por lo menos una partecita: esta sala en que estamos, por ejemplo.
Consideremos ahora a Dios como el Ser de la Suprema Bondad. ¿Uno que nos manda los terremotos, los maremotos, las hambrunas, la enfermedad, la vejez, la muerte? ¡Qué tal que no fuera bueno, cómo nos iría!
Y su hijo Cristo, ¿era bueno, o era malo? “Por sus frutos los conoceréis”, dice él en los Evangelios. Pues por los suyos lo voy a conocer, midiéndolo con su propio rasero. En los Evangelios hay un episodio en que se encuentra con un endemoniado de Gadara o de Gerasa, dos de las diez ciudades de lengua griega de la Decápolis, que estaban situadas en las inmediaciones del mar de Galilea. ¿Y qué hace? Le saca al endemoniado los demonios que tiene adentro y se los pasa a una piara de cerdos, que enloquecidos corren a ahogarse al mar. ¿Y por qué no esfumó los demonios en el aire en vez de pasárselos a unos pobres e inocentes animales que ningún mal le habían hecho y que eran obra de su papá, el Padre Eterno? ¿Y les pagó acaso a los porqueros el daño que les hizo al dejarlos sin sus animales? ¡Ni un denario! Llegaba, hacía el mal y se iba. Era un loco rabioso. A los mercaderes del templo los expulsó a latigazos porque estaban vendiendo ahí sus mercancías. ¿Y si no quería que se ganaran la vida vendiendo, por qué no le pidió a su papá, el Padre Eterno, que los hiciera ricos? Y a Herodes Antipas, el tetrarca, le mandaba decir con los fariseos: “Id y decidle a ese zorro que yo curo enfermos y expulso demonios”. Y a los fariseos los llamaba “serpientes, raza de víboras”. ¡El Hijo de Dios insultando con nombres de animales como cualquier Lenin o Fidel Castro! Y decía también el exorcista rabioso: “No les echéis las cosas santas a los perros ni vuestras perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen y revolviéndose os despedacen”. ¿Cuándo han visto ustedes a un cerdo despedazando a un ser humano? A los que sí he visto yo es a los seres humanos acuchillando a un cerdo: en mi niñez, en mi lejana Colombia, el 24 de diciembre, día de la navidad, para celebrar esos hijueputas colombianos con su ritual monstruoso la venida a este mundo del Niño Dios. Todavía me resuenan en el alma los aullidos de dolor y de terror del pobre animal. Me los borrará de la memoria la muerte. Sí les voy a echar las perlas a los cerdos, y al primer perro callejero que me encuentre le voy a dar un copón lleno de hostias para que calme el hambre. Pero sin consagrar, ¿eh?, no se me vaya a envenenar el animalito. Y decía también el loquito de Galilea: “No está bien tomar el pan de los hijos y dárselo a los perros”. Como yo no tengo hijos… En eso sí soy como él, que no se reprodujo.
¿Y este engendro de la maldad que les pasa los demonios a unos pobres cerdos para que se vayan a ahogar al mar, que insulta con nombres de animales y que se deja llevar por la ira es el paradigma de lo humano, el modelo que tenemos que seguir, el inventor de la moral? Con razón siguen existiendo hoy los mataderos y la industria porcina y la industria avícola y la vivisección y la experimentación con los animales. ¡Claro, como la religión nos lo permite! Nos permite esclavizarlos y torturarlos y vejarlos y matarlos y comérnoslos sin que salga de las puercas bocas de sus puercos clérigos ni una sola palabra de reproche. Religión no puede ser sinónimo de bondad: es sinónimo de infamia. La religión nos pone desde que nacemos una venda en los ojos que nos impide ver a los animales como nuestros hermanos y nuestro prójimo. Y cuando digo “animales” me refiero a los que tienen un sistema nervioso complejo por el que sienten el hambre, la sed, el dolor, el miedo, como nosotros, y muy en especial a los que el hombre domesticó, como los perros y los cerdos. Esa venda que me puso a mí la Iglesia desde que nací, y que les puso a ustedes, es la venda moral. Yo ya me la quité. Vengo a pedirles a ustedes que se la quiten.
¿Que los cerdos son sucios y viven en chiqueros? ¡Claro, porque ahí los encierran! Enciérrenme en la Capilla Sixtina a los 110 cardenales que con la inspiración del Espíritu Santo acaban de elegir papa al argentino Bergoglio, y me les cierran las puertas de los inodoros para que no puedan usarlos a ver en qué la dejan. En el chiquero más asqueroso del planeta Tierra, que no lo limpia ni con sus lenguas de fuego el Espíritu Santo.
¿Y para qué está esta entelequia alada, a ver? ¿Para iluminar a los purpurados? ¿Entonces por qué se necesitan varias votaciones para elegir a un papa, que se prologan por días, semanas, meses y hasta años, como el cónclave de 1294 que estuvo trabado dos años y tres meses porque los doce cardenales electores no se lograban poner de acuerdo, divididos como estaban en dos bandos por intereses mundanos y lealtades familiares: seis con la famila de los Orsini y seis con la de los Colona. ¿Y el Espíritu Santo qué hacía en tanto? ¿Se fue de vacaciones, o qué? Si el Espíritu Santo es el que ilumina a los cardenales, entonces éstos deberían elegir al nuevo papa por unanimidad y sin necesidad siquiera de votaciones: se levantan todos a una y a mano alzada aclaman al que les sople en los oídos el Paráclito.
Y de los 266 papas que enumera el Anuario Pontificio contando al de ahora, diez reinaron menos de 33 días, que es lo que alcanzó a reinar nuestro reciente Albino Luciani o Juan Pablo I, quien se fue al Más Allá en sus pañales pontificios tras un ataque al corazón: con un hipotensor se lo pararon. Pero el que tiene el récord de papa breve es Giambattista Castagna o Urbano VII, que no alcanzó a llegar a la coronación: saliendo del cónclave enfermó y a los doce días lo llamó el Altísimo a rendir cuentas. Cuentas por la fortunita que amasó como Inquisidor General del Santo Oficio quedándose con los bienes de sus víctimas. ¿No se les hace un despropósito elegir un papa para doce días? ¿No será que a la paloma del Espíritu Santo se le enloqueció la brújula? La nave de la Iglesia va al garete. Le voy a abrir su buen boquete para que se hunda.
¿Y por qué tiene que tener Dios un Hijo, a ver? Yavé, el Dios judío, no lo tiene. Y Alá, el Dios mahometano, tampoco. Por eso el judaísmo y el mahometismo son religiones monoteístas, palabra que significa que tienen un solo Dios. El cristianismo dice que él también, pero tiene tres: la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Tres en uno como el detergente. El cristianismo es un triteísmo monoestúpido.
Y Cristo, ¿existió, o no existió? ¿Cuál de todos, si yo sé de diecisiete? Aquí les van: el Cristo de los ebionitas, el Cristo de los elkesaítas, el Cristo de los ofitas, el Cristo de los adopcionistas, el Cristo de los docetistas, el Cristo de los gnósticos, el Cristo de los judaizantes, el Cristo de los simonianos, el Cristo de los valentinianos, el Cristo de los harpocracianos, el Cristo de Basílides, el de Cristo de Cerinto, el Cristo de Carpócrtates, el Cristo de Marción. Y los tres Cristos de la secta que se llamó entonces “católica”, que en griego significa universal, nombre que ha guardado para designarse a sí misma hasta hoy la Iglesia de Roma: el Cristo de los evangelios sinópticos de Marcos, Mateo y Lucas; el Cristo del evangelio de Juan; y el Cristo el de las epístolas de Pablo. Diecisiete. Éstos eran los que había en el año 180 cuando el filósofo pagano Celso escribió su libro contra el cristianismo “La palabra verdadera”, Aletes Logos en griego. El libro lo destruyó la secta católica no bien se tomó el poder, pero de él han quedado los pasajes que citó el padre de la Iglesia Orígenes en su pretendida refutación de Celso escrita 70 años después. De lo que cita Orígenes voy recordar dos cosas: una, que en el año 180 el cristianismo no era homogéneo sino que lo constituían un montón de sectas peleadas las unas con las otras, como hoy siguen peleados en Irlanda del Norte los católicos con los protestantes, en una guerra a muerte que se arrastra desde hace siglos. Y dos, que el cristianismo no era sino una mitología más, sin originalidad, copiada de las de Grecia y el Oriente. Y así es. En el siglo II, o sea después del año 100, el cristianismo era un conjunto heterogéneo de sectas teosóficas y ascéticas surgidas de los cultos y hechicerías del mundo antiguo, y cada una con su Cristo. ¿Y antes del año 100? Antes del año 100 no hay Cristos ni cristianismo. Ni hoy hay quien pueda probar que los hubo. Lo que entendemos hoy por Cristo o por Jesús es un engendro del siglo II fraguado por Roma, centro del imperio y del mundo helenizado, juntando rasgos de los muchos dioses y redentores del género humano que circulaban entonces en la cuenca del Mediterráneo: Atis de Frigia, Dionisos de Grecia, Osiris y Horus de Egipto, Zoroastro y Mitra de Persia, Krishna de la India, Buda de Nepal… Pero Cristo encarnado nunca hubo, no hay ningún Jesús histórico, ésta es la patraña más descarada que yo conozca, y conozco muchas: de la política, de la literatura, de la ciencia…
En el año 310 una de las sectas cristianas, la católica, se montó al carro del triunfo del emperador Constantino, un genocida, y se convirtió en la religión del Imperio. En poco tiempo exterminó a las otras sectas cristianas y a todos los cultos o misterios que venían del pasado, quedando sola e imponiendo de paso, como si de uno solo se tratara, a sus tres Cristos. La novedad del Cristo triple de la secta triunfante es que ésta pretendía que era histórico: que había nacido bajo el reinado del emperador Augusto y predicado y muerto en la cruz en el reinado del emperador Tiberio. Y para darle un toque de verdad a la mentira, los evangelistas –san Marcos, san Mateo, san Lucas y san Juan– citaban unos cuantos personajes históricos tomados de las Antigüedades judías del historiador Flavio Josefo: los sumos sacerdotes Anás y Caifás, por ejemplo; Herodes Antipas y su hermano Arquelao; el procurador romano Poncio Pilatos… Pero el libro de Flavio Josefo, que fue escrito hacia el año 90, menciona cientos de nombres. De la historia de Judea en el siglo I los evangelistas sólo saben lo que tomaron de ese historiador judío que escribió en griego, y de su geografía nada, no la conocen, la tienen toda equivocada porque no eran de ahí. Es que san Marcos no existió, ni san Mateo, ni san Lucas, ni san Juan, y los Evangelios atribuidos a ellos los escribieron muchos, muchos autores anónimos, no sabemos cuántos ni dónde ni cuándo exactamente, como pasa, por lo demás, con los restantes textos del Nuevo Testamento y todos los del Antiguo. La Biblia entera es apócrifa. Así que vamos quitándoles lo de santo a esos cuatro inexistentes varones, inventados como Cristo y su madre María y su padre putativo José por el Espíritu de la Mentira. Que dizque el Espíritu Santo descendió sobre María y la cubrió con su sombra… Las sombras no preñan: oscurecen.
Y ya metidos en gastos vamos suprimiendo el santoral, esa caterva de reprimidos sexuales y de asesinos como san Carlos Borromeo, que quemó vivos a ocho en Val Mesolina; o como san Roberto Belarmino, que mandó a la hoguera a Giordano Bruno y por poco no quema también a Galileo; o como San Pío V (Antonio Ghislieri, su nombre de soltero antes de ser esposa del Señor), gran perseguidor de los judíos. Con el título cardenalicio de San Roberto Belarmino, Karol Wojtyla, el papa polaco, hizo cardenal al actual, a Jorge Mario Bergoglio. Ahora éste canoniza a Wojtyla para pagarle el favor. Nunca le recen, muchachos, a san Juan Pablito II porque pierden el tiempo: está en los infiernos. Y santo que está en los infiernos no es santo: es un condenado.
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