Fui su musa, su amante, su concubina, su criada

Foto: Pixabay

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Una relación que se lleva por delante una vida. “Escenas de celos, llantos, gritos, y al final siempre el deseo, el deseo y la pasión lo taparon todo, durante un tiempo. Empecé siendo su amante y su musa, después su esclava, su concubina. Y al final, supongo que su criada”. Es el deseo, el que vertebra nuestros ‘Relatos de Agosto’ de este año en colaboración con el Taller de escritura de Clara Obligado.

Por MIGUEL A. DEL HIERRO

Todo se debió a mi juventud. Creía ser libre, rebelde y atrevida, pero sólo era una ingenua. Vivía en mi pequeño mundo burgués: cómodo, seguro y discreto, creyendo que eso era la vida. Y así, aquel verano, apareció él. Estábamos todos en la playa, esperando el anochecer, sentados en… no recuerdo bien los nombres. No quiero recordar, pero a veces es necesario. Lo llamaré El Bergantín. Estábamos todos en El Bergantín cuando lo vi la primera vez. No perderé el tiempo describiéndole. Que cada una piense en su ideal, y así era él. Sí me detendré en sus ojos. Eran unos ojos que no he vuelto a ver. Grises, del color del mar en invierno.

Entró a comprar tabaco. Al salir nos miró a todos, me miró a mí dos segundos que fueron dos siglos y me pidió las cerillas.

Volví a verle al día siguiente. Yo estaba sola, leyendo, en El Bergantín. Señaló las cerillas, y cuando las estaba cogiendo me agarró la mano y me miró fijamente.

—Necesito una musa —me dijo sonriendo.

Bastó aquella mirada para que esa misma noche me entregase a él. Yo era muy joven, ya lo he dicho.

Vivía en París. Pintaba, era un artista, o eso pretendía. Una madre viuda y rica, me contó, le hacía llegar dinero desde algún lugar de Italia.

Es difícil expresar lo que fue vivir a su lado: el cielo y el infierno, la luz y la oscuridad, el odio y el amor. todo al mismo tiempo. Con él no existían el pasado, ni el futuro, únicamente el ahora. Me envolvió en el laberinto de su vida y cuando desapareció sólo quedó el vacío. Así fue durante demasiado tiempo.

Con él recorrí todos los mundos posibles. También los terrenales: Túnez, las islas griegas, Tailandia, el Caribe… Buscaba colores. El Color, decía, como si sólo hubiera uno. El Caribe me pareció maravilloso. Quizá porque allí fui feliz con él por última vez.

Regresamos a París. Amigos, fiestas, alcohol, drogas y mujeres, claro. Hubiese sido absurdo que no las hubiera. Escenas de celos, llantos, gritos, y al final siempre el deseo, el deseo y la pasión lo taparon todo, durante un tiempo. Empecé siendo su amante y su musa, después su esclava, su concubina. Y al final, supongo que su criada.

¿Por qué no le dejé? Buena pregunta. Yo me la he hecho mil veces y aún no sé la respuesta.

Vivíamos en la buhardilla que había alquilado. Una tarde de tantas en soledad, llamaron a la puerta. Era una mujer, una mujer mayor. Preguntó por él. Elegante, rubia, soberbia y atractiva. Entró mirando la buhardilla como si la quisiera comprar y yo fuese la empleada de la inmobiliaria. Le pregunté quién era. Me observó unos instantes y, con una falsa sonrisa, respondió irónica que era la casera. Le pregunté si era su madre. Respondió con una carcajada, moviendo la cabeza, como si le hubiesen contado algo muy gracioso. Me preguntó de dónde era y cómo me llamaba. Se lo dije. Me tocó la cara con dos dedos, en un amago de caricia y me miró con lástima, como se mira a un perro moribundo. Al salir me ordenó que le dijera que había venido a verle, sólo eso. Y eso hice.

Desapareció. Durante cuatro o cinco días no supe de él y cuando regresó todo ocurrió muy rápido.

Una noche, ya de madrugada, entró gritando y maldiciendo. La palabra puta salió de su boca al menos treinta veces. Recogía sus cosas y las echaba en un petate, con rabia, de cualquier manera, mientras repetía insultos y reproches. No a mí, por supuesto. Yo ya no merecía tanta dedicación. Dijo que se iba, que se quedara con su puta casa. Estaba claro que se refería a la casera rubia, a la madre no madre. Miró alrededor, para ver si se dejaba algo. Entonces reparó en mí, que le miraba absorta.

—Tú también deberías irte —me dijo y se fue dando un portazo.

Supongo que hay quien acumula desencanto poco a poco y al final todo termina en una despedida más o menos dolorosa. Lo nuestro también fue así. En eso no fuimos nada originales.

No dormí allí esa noche. Recogí mis cosas y salí de París con dos maletas.

Quisiera creer que se arrepintió, que volvió a la buhardilla, no para llevarse el resto de sus cosas, sino por mí. De todas formas, ya no importa. Fue hace mucho tiempo.

 

Regresé, pero no al pasado. Los lugares y los amigos de entonces ya no me servían, ni yo a ellos. Nunca volví a aquella playa.

Un día, hojeando una revista, vi su nombre. Se inauguraba una exposición en una galería de Madrid. Siempre he creído que la vida es una continua casualidad.

Me acerqué. Una buena zona, una galería importante con bastante público. Cogí un catálogo. Se exponían obras de varios artistas. Él no estaba en la lista. Su nombre estaba aparte, debajo de su cargo: comisario artístico. Eso me sorprendió.

He de confesar que estaba muy nerviosa. Después de tantos años… ¡Qué patético!

Cogí una copa de champán y caminé entre la gente. Le vi. Charlaba con alguien cuando se fijó en mí, dudó unos instantes, sonrió y se acercó. Me sentí ridícula dándole la mano. Una mano nueva. Le vi cambiado. Más ancho, menos esbelto, su pelo negro ahora era gris. Aun así, conservaba esa apostura desaliñada que tanto me atraía.

El cambio real estaba en su mirada. Aquella mirada de locura, paralizante y profunda que casi me mata ya no existía. En su lugar había otra. No era una mirada de inquietud, ni de fracaso, ni de miedo, estaba claro que había triunfado. Lo que había en sus ojos era frustración y sobre todo cansancio.

Me cogió del brazo para enseñarme la exposición. Representaba a pintores noveles, jóvenes promesas. Me imaginé que lo de comisario se trataba de un cargo público.

Me describía un cuadro, una marina creo recordar, cuando de repente se volvió y me dijo:

—Volví a buscarte y te habías ido. Eso me destrozó —no le creí.

Iba a contestarle cuando se nos acercó una joven. Pensé que formaba parte del grupo de artistas, pero no era así.

—Te presento a Anne, mi mujer. Anne, está es Sara, una vieja amiga española —la cogió por la cintura y le besó en la sien.

¿Debía sorprenderme que se hubiese casado? En realidad no, pero fue así. Tal vez su juventud, o el detalle de que estaba embarazada. Lo cierto es que me quedé aturdida.

Me saludó con un beso, intentaba ser decidida, estar a la altura, como si su juventud fuese una tara que debiera superar. Me habló en un español comprensible. ¿Por qué iba a hacerlo en francés si yo era una vieja amiga española?

—¿Os conocéis desde hace mucho? Él no me ha hablado de ti —preguntó curiosa.

—¡Oh sí, desde hace mucho! Pero nos movíamos en ambientes distintos. Puede que por eso no me haya mencionado. Ya sabes, París es muy grande y han pasado muchos años —no sentí nada en ese momento; aburrimiento sería la palabra.

La gente se les acercaba. Unos a saludarles y otros a despedirse. Me dirigí a la salida. Ya estaba en la calle cuando él me alcanzó.

—Te marchabas sin despedirte —dijo, con tono de reproche.

—Es una vieja costumbre, ya sabes.

—Me gustaría verte otra vez, vengo a Madrid a menudo —Era una especie de súplica, y me dio pena; por él y por su mujer.

—Dejemos descansar al pasado, es lo mejor —me negué lo mejor que pude, no quería resultar humillante. Se recompuso al instante, se despidió besándome en los labios y cogiendo mi mano con las suyas.

Estaba ya en la puerta de la galería, cuando le llamé.

—Por cierto, ¿qué tal tu madre?

Me miró con extrañeza, después sonrió, me hizo un guiño y respondió:

—Supongo que bien. Descansando en el pasado —se dio la vuelta y entró en la galería.

Volví a casa caminando. No me sentía mal, más bien vacía. Algo en mí había desaparecido y fue entonces cuando me di cuenta de que era libre.

Cambié de vida. Mi trabajo me trajo a esta ciudad del norte. Soy maestra, aunque nunca hubiese ejercido. Me trasladé a este paraíso provinciano junto al mar, seguí una terapia que me ayudó mucho, voy a clases de yoga, cultivo un huerto, encontré a un hombre con el que ahora vivo y escribo este diario.

Se llama Andrés, enseña filosofía en la facultad. Empieza a estar calvo, algo gordo, se ha dejado barba, cocina de maravilla, me quiere y le quiero. Creo que nos amamos y que nos necesitamos. Para mí es suficiente.

En invierno me gusta acurrucarme junto a él, con una copa de vino, mirar el fuego y sentir que soy feliz, apaciblemente feliz.

Aunque a veces, cuando se anuncia tormenta, me acerco al puerto, junto a la barra, donde rompen las olas. Me dejo llevar por el olor del aire húmedo y pienso que estoy lejos, en el Caribe, frente al malecón, escuchando la lluvia y el sonido del viento en las palmeras. Miro al mar, este mar del norte, entre gris y azul, que me recuerda tanto aquella mirada. Después regreso a casa y me repito que soy feliz. Porque, ¿qué otra cosa es la felicidad sino desear lo que ya se posee?

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