El genio matemático de Turing, víctima de la homofobia, se hace teatro
El jueves se estrenó ‘La máquina de Turing’ en los Teatros del Canal de Madrid. Larga vida al teatro: apenas eso es lo que podemos desear con fuerza tras cada representación en este tiempo del todo a medias o la noticia inminente. Época rara en la que Claudio Tolcachir nos acerca la obra de Benoit Solès sobre los sobresaltos existenciales del matemático que calculaba para los ordenadores varias décadas antes de que estos existieran. Turing cumplió un servicio esencial durante la guerra, pero fue derrotado por la intolerancia homófoba. Tras su muerte recibió los honores de un héroe y Apple lo inmortalizó en su logo.
Quizá lo más emocionante de la obra sea el aplauso final, el del reencuentro del público con los artistas, confraternizando bajo la doble espada de Damocles del virus contagioso y de las medidas de restricción de movilidad con las que se especula durante esta segunda ola de la pandemia nuestra de cada día. Quizá ese aplauso que se repite en cada teatro reabierto arranque algunas lágrimas de esperanza detrás del telón y en la platea, entre los técnicos y los acomodadores. Quizá ese aplauso sirva de aliento a los actores y regidores que ansían volver a poner nervio y expectativa, la noche siguiente. Esa fue la sensación, al parecer, compartida entre el público, los intérpretes (Daniel Grao y Carlos Serrano) y Claudio Tolcachir, el director de La máquina de Turing, en su estreno en los Teatros del Canal de Madrid.
La obra es el montaje para España de la pieza del francés Benoit Solès (que ganó el premio Molière al mejor autor y al mejor actor en 2019), inspirada en Breaking the code (Descifrando el código) de Hugh Whitemore, que se representó en Broadway, sobre libro original de Andrew Hodges, Alan Turing: the Enigma.
Lo que casi todos seguramente habíamos oído acerca de Alan Turing, el precursor de la informática, era que Steve Jobs lo homenajeaba en el logotipo de Apple de la manzana mordida. En junio de 1954, unos días antes de cumplir 42 años, el matemático inglés comió una manzana envenenada para poner fin a sus días, inspirado por Blancanieves y acorralado por las acusaciones de indecencia por su condición de homosexual. Pero la manzana de la tentación es apenas la parte trágicamente anecdótica de una vida que pudo ser apacible y se tornó invivible, no solamente por la homofobia reinante, sino también por la madre de todas las mezquindades: la guerra.
Daniel Grao encarna con convicción a un tipo sumamente introvertido que podría haber nacido para vivir abrigado entre cálculos, adorando las manifestaciones del número de Fibonacci en la naturaleza y jugando al ajedrez; sin embargo, le tocó nacer a tiempo para estar obligado a servir en la II Gran Guerra. Como es sabido, las del siglo XX fueron las contiendas marcadas por el espionaje a gran escala y la utilización de sistemas sofisticados de encriptado de mensajes. Descifrar los planes del enemigo era, por tanto, una tarea insoslayable, para la cual resultaban útiles los matemáticos tímidos, incluso si eran gays (una condición pecaminosa y todavía delictiva en el seno de la hipócrita sociedad británica de los años 40 y 50).
El resto de la existencia de estos hombres destinados a los asuntos confidenciales de un Estado en guerra era una tapadera difícil de sostener con cordura. Así es como el camino gris y tranquilo de un cerebrito se bifurca una y otra vez, hasta llenarse de ramificaciones enervantes, en las que cualquiera se iría hundiendo irremediablemente. Y eso nos transmite el personaje de Grao, entre tics y tartamudeos, porque los secretos que nos obligan a tener nos condenan. Allí está la conmoción, el punto neurálgico del descalabro, que llegará hasta la estúpida proclamación póstuma de un héroe.
Entonces, ¿dónde está la salida del secreto no elegido?
La respuesta intenta aflorar, pero se estrella contra las dificultades que cada uno de nosotros encontrará en sus propios muros interiores. Llevar las cosas hasta ese lugar laberíntico es mérito de la dramaturgia, con una coherente puesta en escena de Tolcachir (a quien conocemos como autor de piezas psicologistas de andares profundos como Emilia o La omisión de la familia Coleman). El diseño de escenografía (de Emilio Valenzuela) es otro de los puntos fuertes de la puesta, que nos acompaña sin estridencias a meternos en la espiral de Turing, un tipo que solo descansaba de sus obsesiones cuando se entretenía explicando cómo es que las máquinas podrían llegar a pensar, varias décadas antes de que, efectivamente, unos bichos binarios nos volvieran esclavos de sus parpadeos.
En las antípodas de la adicción a buscar el follow y el like complaciente, lejos de cualquier algoritmo, el teatro son solo seres humanos sobre un escenario, cubriendo más roles que el número de jugadores que monta a escena. Ellos vienen en persona a decir, a sudar, a oler y a celebrar colectivamente el pensamiento que podría redimirnos. Contra la mezquindad.
‘La máquina de Turing’ estará en cartel hasta el 15 de noviembre, en los Teatros del Canal de Madrid.
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