Gilles Fumey: “Dejemos de comprar comida industrial en el súper”

El geógrafo francés Gilles Fumey, autor del libro ‘Geopolítica de la alimentación’.

El geógrafo francés Gilles Fumey, autor del reciente ensayo ‘Geopolítica de la alimentación’, alienta el contacto directo con los agricultores como manera de ahorrar, evitar el despilfarro y tomar conciencia de que no todos los alimentos deben estar disponibles en cualquier época del año. Su cruzada contra la comida industrial también es una defensa de los trabajadores de los países del Sur global y por la preservación de la biodiversidad en el planeta. “Alimentarse es una de las relaciones más íntimas con el mundo”, afirma.

Algunas de las imágenes con las que nos deja Gilles Fumey tras la entrevista son inquietantes, y muy incómodas… Como cuando evoca el documental La pesadilla de Darwin (Hubert Sauper, 2004) para resumir la relación Europa-África en aquellos aviones que vuelven con sus bodegas llenas de pescado, tras vaciarlas allí del cargamento de ida: armas para azuzar guerras en aquel continente. Por eso, dice, cuando ve que un mango viene de África desiste de comprarlo, porque siente que se lo está quitando a una persona africana y que, además, junto con esa pieza de fruta, aquellas naciones hacen una transferencia de recursos naturales, como el agua, a un país rico. Tampoco compra rosas baratas de Kenia, porque las condiciones de quienes las cultivan no son justas, pero, ante todo, evita a toda costa entrar a un supermercado.

De Fumey (Francia, 1957) –profesor de geografía cultural en la Universidad París-Sorbona e investigador del CNRS– la editorial Herder acaba de publicar en español Geopolítica de la alimentación (con traducción de María Pons Irazazábal). Para el autor, la geopolítica mundial pasa hoy, en gran medida, por la hegemonía de la alimentación industrial, que es una cadena en la que, como consumidores, somos eslabones con responsabilidad.

Para empezar, deja constancia en su libro de que los europeos comen “el doble de las proteínas necesarias para su equilibrio nutricional”. Sin embargo, según apunta en el diálogo, si consumiéramos menos carne, los grandes productores dejarían de comprar tantos animales y, por lo tanto, no haría falta que en Brasil sigan plantando soja para engordar nuestro ganado, a costa de deforestar la Amazonía y el monte sudamericano. Y, por si fuera poco, se trata de animales terrestres y de peces que se convierten en “alimentos que han sufrido”.

“Cada región del mundo se identifica con unas plantas integradas a las culturas locales”, explica el investigador en el libro, algo incompatible con la especulación de la industria agroalimentaria –que comenzó a forjarse con la idea de progreso de la Ilustración–  y que ha cambiado nuestro modelo de nutrición. Así, la nueva escala de la política productivista ha arrasado unos paisajes alimentarios que un día fueron diversos y hoy pone en riesgo la seguridad alimentaria, sugiere.

“Tras un largo periodo de retroceso, el hambre ha aumentado de nuevo en el mundo desde 2017. Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, FAO, el número de personas subalimentadas ha superado los 800 millones”, leemos en la introducción a Geopolítica… . En esas primeras páginas, Fumey cita al filósofo Nicolas Berdiaev, cuando escribe que “mi pan es una cuestión material, pero el pan de mi vecino es una cuestión espiritual”. Y asegura que “las hambrunas siempre han estado relacionadas con la retirada o ausencia de políticas públicas”. La otra certeza es que aumentar la producción no es suficiente, porque hay alternativas al productivismo agrícola.

En tiempos de apología del libertarismo, el geógrafo intenta, pues, abordar este asunto material y ético desde diferentes ángulos, sin perder de vista la convicción de que “alimentarse es una de las relaciones más íntimas con el mundo”, a la vez que un acto político con consecuencias.

¿Cómo podemos frenar esta “sed desmesurada de consumo de ricos”, como usted plantea?

Podemos darnos cuenta de que la comida industrial nos llega por los supermercados, por lo cual tenemos que dejar de comprar comida en los supermercados e ir a los mercados, ponernos en contacto con los agricultores para comprarles a ellos directamente o a través de asociaciones. Podemos alimentarnos bien, con una huella de carbono muy baja, y por muy poco dinero.

¿Es posible actuar desde los hábitos individuales o hay que hacerlo cooperativamente?

Cuando dejamos de ir al supermercado, dejamos de sostener la alimentación industrial y, a veces, esas grandes superficies tienen que cerrar, como ha ocurrido en mi barrio en París. Y es que el supermercado da la impresión de que todo es fácil y que todo está disponible siempre. No está bien comer cerezas en Navidad, ni naranjas en junio, porque estas han tenido que viajar cientos de kilómetros. Hemos calculado que si compramos en un supermercado, nuestra comida ha hecho al menos 5.500 kilómetros antes de llegar a nuestra casa, con el consiguiente gasto de energía y fertilizantes.

En España, tienes la industria agrícola de Andalucía, donde el agua de Sierra Nevada va a la huerta, para que luego esos tomates hagan miles de kilómetros para ser consumidos en Alemania. Eso no es normal.

Hay ayudas a los agricultores europeos y a veces van a parar a cultivos que no están adecuados a los suelos ni a los climas de cada región…

A nuestro nivel como consumidores, lo mejor que podemos hacer es no comprar esos productos. Políticamente hablando, el problema en Europa es que está liderada por la derecha liberal. El norte de Europa está al mando de la política continental y muchos de sus dirigentes defienden la agricultura industrial. Contra esto, solo el voto (votar por una dieta campesina) puede hacer algo.

¿Hay que encontrar el modo de hacer valer nuestra voz y, también, otra manera de comer?

Tenemos que sacar la agricultura del mercado y a eso dedico un capítulo en el libro… Porque los productos agrícolas no han estado siempre en el mercado como actualmente. Hace 70 años, tu abuela comía productos locales. Ahora todo está globalizado hasta el punto de que el 50% de las manzanas que se consumen en el mundo vienen de China, que produce verduras y frutas a precios muy bajos porque cuentan con mano de obra de gente encarcelada en campos, que trabaja sin cesar.

Nosotros hemos globalizado la distribución: son las grandes superficies en Europa las que compran lo más barato del mercado mundial. En Francia, por ejemplo, el 85% de los alimentos son comercializados por cuatro marcas (Carrefour, Auchan, Leclerc e Intermarché). Hay que parar.

Si quieres luchar contra este tipo de políticas, puedes hacerlo a través de compras personales, de campañas y de boicots. Y las protestas que tienen que ver con la alimentación son incluso más fáciles de ampliar que las asistenciales o sanitarias, porque todos comemos.

Por ejemplo, hay un queso en mi región, la del Jura, cuya producción conlleva la contaminación de los ríos. Hemos hecho campañas y ahora su consumo está bajando. A los productores llevamos 10 años explicándoles que están contaminando el agua.

¿Defiende la comida vegetariana?

Sugiero que progresivamente comamos menos carne. En este momento, consumimos tres veces más carne que las generaciones anteriores, porque hay un sistema de mercado que nos ha obligado a comer carne, ya que en los restaurantes no tenemos la opción. Lo más fácil para el dueño de un establecimiento es comprar carne, mantenerla en la nevera, ponerla al fuego y que esté lista. Mientras que las legumbres hay que recogerlas y conservarlas, luego prepararlas y todo eso resulta demasiado caro.

Hay que dar ayudas a todos los que producen alimentos que no son buenos para el medio ambiente para que puedan cambiar su modelo.

¿Entonces, no ir al supermercado es un acto ético?

Mis alumnos que han ido a la escuela de negocios me explican que los tres años que pasan de estudio les enseñan técnicas para quedarse con el dinero del consumidor. Verás, cuando vas a un supermercado, el objetivo del propietario es que te lleves en tu carrito un 30% más de cosas de las que tenías previsto comprar.

Y por encima de este mercado está el gran negocio, incluso más peligroso y poderoso, que es el de las semillas, porque implica la privatización de los recursos naturales…

Es un poco perverso porque estas semillas están patentadas y se mejoran genéticamente para que no puedan reproducirse. En otras palabras, si cosechas trigo, no puedes volver a sembrarlo y tienes que pagar de nuevo para obtener semillas certificadas. Los gobiernos han hecho obligatoria la compra de granos certificados, por lo que el agricultor ha perdido su autonomía. Lo llamamos biopiratería. Empieza en el Amazonas y se extiende a todas las regiones donde hay plantas autóctonas de valor. Encima, hay que comprar plantas que necesitan pesticidas. En este caso, también hay asociaciones de agricultores que venden semillas libres.

En cuanto a las políticas de exportación que arrinconan al Sur global, citaba casos de países condenados al monocultivo (por ejemplo, Senegal, con el cacahuete), que priorizan el comercio exterior en detrimento de los cultivos de subsistencia, y que, a veces, terminan por importar sus alimentos diarios.

El mercado mundial se basa en un sistema colonial, en el que los pobres producen para los ricos. Hay que establecer el etiquetado ambiental y el social de los productos. Por ejemplo, si solo se consigna en la etiqueta que los tomates vienen de Andalucía, se esconde el hecho de que, en muchas ocasiones, son cultivados por personas africanas, esclavizadas.

En su libro cuenta que, en la Grecia clásica, ser invitado a un banquete equivalía a la ciudadanía. En la actualidad, si uno va a Costa de Marfil ve que la población no puede permitirse tomar café, cuando ese país es de los primeros productores de café del mundo, ¿De verdad han cambiado las cosas desde la Antigüedad griega?

Por eso hablo de neocolonialismo. También los dirigentes africanos tienen responsabilidad, porque en lugar de ponerse del lado de su población, contribuyen a los intereses de los países desarrollados. Y en ese juego entra Francia, entre otros, obrando a favor de gobiernos corruptos, en provecho de las multinacionales locales.

¿Qué es la guerra del gusto?

Es una guerra del azúcar y la sal. Para obligarnos a comer cada vez más, los industriales ponen azúcar en todos los alimentos, incluso en las pizzas o en el pan, y el azúcar es un aditivo que provoca adicción.

La guerra del gusto de la industria es por conseguir un gusto sin punto de referencia geográfico.

En Francia, hay una ofensiva para ofrecer desayunos en la escuela, e incluso hay empresas que ofrecen una bandeja con comida industrial para que tus hijos merienden a la salida del colegio.

Frente a esta embestida, ¿habrá algo que nos convenza de cambiar estos hábitos?

Si no modificamos nuestras costumbres lo suficientemente rápido, vamos a tener que cambiar pronto bajo coacción.

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