Gin, llámame Gin, como la perra
“Ella llamaba a Gin, pero ésta no le hacía caso. Corrió hasta alcanzarlos, en un claro del camino, y entonces vio que su juego había cambiado, Gin se había quedado muy quieta, y el perro, como abrazándola por detrás, se agitaba acompasadamente”. Nueva entrega de los Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Con perros y gatos como inspiración. Hoy recordamos a la perra Gin.
Por ASCEN CARRASCO
Mira alrededor desolada. Es otro hotel, con su cuadro anodino de media pared, multitud de puntos de luz, y colores indefinidos. No se quiere fijar, porque no quiere que nada de ello se grabe en su memoria, ni siquiera el número de la habitación.
Deja su mochila en la silla, se va al aseo a refrescarse y entonces repara en que hay un balcón, y le parece buena idea salir a respirar. Es al estilo antiguo, de doble hoja, que abre de par en par. Apaga el interruptor de la estancia para no ser vista, y saca una silla. Desde su posición privilegiada ve cómo el atardecer transforma las calles, proyecta la sombra de los viandantes, y cómo la luz se va encogiendo, para dejar paso a la de los escaparates de las tiendas, los semáforos y los apartamentos de enfrente, que se convierten en improvisados teatrillos.
Él le ha avisado en el último minuto, cuando ella ya estaba en camino, de que llegaría con retraso. Al registrarse en el mostrador, se ha sentido contrariada. El tipo que la ha atendido la ha mirado con suspicacia, ¿así que su compañero llegará más tarde?, le ha dicho mientras le devolvía el pasaporte, como si ese detalle fuera de por sí una inmoralidad. Abatida, apoya su cabeza en el antebrazo, parece que todos los prejuicios del mundo pesan sobre sus espaldas, esos mismos que una mano invisible parece escribir repetidamente en las paredes de la habitación, dibujando el mapa de una ciudad infinita, en cuyo callejero se siente perdida.
Absorta en sus pensamientos, sus ojos reparan en el ventanal de uno de los apartamentos. En el interior, hay una niña jugando con un perro, que le recuerda a Gin.
La perra fue su compañera ocasional de juegos. De eso hacía mucho ya, cuando ella era pequeña y vivía en el campo. Pertenecía a una finca en la que su padre realizaba pequeños trabajos los fines de semana, y adonde ella le acompañaba. Cuando llegaban en el coche, Gin ya la estaba esperando en la puerta de la casona, alertada por el ruido del motor. No hacía aspavientos, pero la delataba su cola, que agitaba con excitación.
Tenían una amistad de vagabundas, una extraña hermandad. Se iban por los caminos y nunca se alejaban del ronroneo del tractor, que resonaba en todo el valle. Se entretenían jugando con insectos, lagartijas y ranas, o siguiendo los caminos del agua. A veces, ella se tumbaba en una piedra caliente, o sobre la hierba fresca y conversaban.
Gin, ¿te gustan las nubes?, ¿te gustaría vivir en otro lugar? Y así le formulaba cuestiones que quedaban flotando en el aire, preguntas que quizás se hacía a ella misma, atosigándose por desvelar su futuro de niña de pueblo. Mientras ella miraba al cielo, la perra, a su lado, la miraba a ella, extasiada en el momento. Cuando terminaba el día, y oían que el tractor emprendía el camino de regreso hacia la casa, corrían detrás de él, entre carcajadas y ladridos de excitación. Ella subía al coche y no se despedían, se miraban de reojo y cada una volvía a lo suyo.
Pero un día pasó algo inesperado. Aún estaban cerca de la casa cuando les alcanzó otro perro, más o menos de la misma talla, y en seguida empezaron a brincar y a olisquearse. Parecía que se perseguían, y se adelantaron un trecho. Ella llamaba a Gin, pero ésta no le hacía caso. Corrió hasta alcanzarlos, en un claro del camino, y entonces vio que su juego había cambiado, Gin se había quedado muy quieta, y el perro, como abrazándola por detrás, se agitaba acompasadamente.
Sintió que no debía estar mirando, así que volvió sobre sus pasos, y se sentó en un tronco caído en el margen, a pensar. ¿Tenía que decirle algo a su padre de lo que había visto? Aún estaba reflexionando sobre ello cuando vio que los dos perros volvían. Ya no jugaban, y Gin se acercó a ella como si nada, mientras su fugaz compañero continuó, hasta que desapareció en una curva. Las dos pasaron el resto de la tarde como era habitual, y ella decidió no mencionar nada a nadie.
Sumida en sus recuerdos, se da cuenta de que ya se ha hecho de noche y la temperatura ha bajado. Tiene un escalofrío, así que entra y cierra el balcón. Justo en ese momento le llega un mensaje de él, ya está en la recepción y pronto subirá. Por un instante toma conciencia y ve la escena a la manera de una película de los años 50.
Él llama a la puerta y ella le abre con una sonrisa. Ya se están besando y abrazando. Casi sin mediar palabra, él apaga el interruptor, dejando entrar una luz de ensueño a través de los cristales del balcón. Al mirarle, ella siente una ola de atracción, él huele a árbol y a hierba fresca, y se siente transportada a aquel lugar, al claro del camino. Se abrazan y se olisquean. Ella, primero se arrodilla, como si fuera en la misma tierra, para desabrochar el botón, mientras se sacian de besos y caricias. Luego, intencionadamente, se pone a cuatro patas, arqueando la espalda. Desea las manos de él en sus caderas.
Ahora reposan en la cama, han encendido la lámpara de la mesita. Los ojos de ella curiosean las paredes de la habitación, que ahora le parecen calmas, como un gran campo de trigo. Incluso se distingue el esbozo de una flor en un cuadro. Él tiene una ocurrencia que le hace reír, y pregunta:
-¿Cómo te gustaría que te llamara, cariño?
A lo que ella, acariciándole, despreocupada, responde:
-Gin, quiero que me llames Gin.
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