Giselle, tan pronto pantera como gata de angora
Seguimos con la serie de Relatos de Agosto en colaboración con el Taller de Escritura Creativa de Clara Obligado. Protagonistas: los perros y gatos. Hoy, en esta sexta entrega, nos detenemos en la gata Giselle: “Tan pronto pantera como gata de angora, Giselle jalaba de mí como de un hilo infinito, de gatatumba en gatatumba sobre la cómoda, en el teclado del piano, asomados al abismo de la pecera. Le ofrecí una casa en el suburbio para evitar el agobio de la ciudad, cercada de hortensias, home sweet home con espacio para recibir nuestra primera remesa de mascotas”.
POR FELI OBREGÓN
“Los estados de la materia son cuatro: Líquido, sólido, gaseoso y gato” (‘Gatos’. Darío Jaramillo Agudelo)
Durmió durante todo el trayecto ovillada en el asiento delantero. Al llegar a la estación se desperezó con un marramiau, se frotó las legañas, sacó las pezuñas esmaltadas de púrpura y se perdió con su bolsa entre el gentío de la 42.
Nos encontramos de nuevo unos días después y entramos a O’Malley’s para tomar un café, olvidarnos del frío de aquella mañana de primavera fallida. La publicidad, las voces de los predicadores ponían una nota kitsch bajo el cielo que amenazaba desplomarse sobre Broadway. Las erres de Ricardo flotaron en mi boca como en un tazón de sopa Campbell:
Giselle, Giselle Boucher, dijo su morro de croissant. Arrugó la nariz, se atusó los bigotes, me habló de su pasión por la danza, de sus estudios en la academia Fred Astaire, su reciente contrato en Cats, del maquillaje de minina que se iba poniendo en el autobús para ganar tiempo antes de llegar a los ensayos. Me invitó a una fiesta ese fin de semana.
La seguí al salón para reunirme con los demás invitados, negros, grises, rayados, astutos y frívolos a la vez, trotamundos, teatreros como ella. Se movía como por una pasarela, el zigzag de tigresa, el dardo en la mirada delataba el influjo de parientes selváticos junto al European flair de ancestros parisinos.
Entre ellos me sentí arrugado, sin el requerido pedigrí. Lamenté no tener más mundo, no haber estado en la ciudad de las luces, mis hazañas de contable se reducían a un cuaderno de inventarios, balances, declaraciones de impuestos.
Mi amor por Giselle fue instantáneo como son los amores verdaderos. Vencí la timidez. Cambié la montura de mis gafas por otra más moderna. Junto a ella aprendí a modular mi voz con acentos de bohemia y la práctica del baile afinó mi espinazo. Me permitió compartir su colección de bigotes, retorcidos de aristócrata, escarpados de revolucionario, medio pelo de funcionario o decadentes Gilded Age.
Tan pronto pantera como gata de angora, Giselle jalaba de mí como de un hilo infinito, de gatatumba en gatatumba sobre la cómoda, en el teclado del piano, asomados al abismo de la pecera. Le ofrecí una casa en el suburbio para evitar el agobio de la ciudad, cercada de hortensias, home sweet home con espacio para recibir nuestra primera remesa de mascotas.
Pero, a medida que se apropiaba de la esencia de su personaje, ninguna otra vida valía la pena para ella si sucedía fuera de un escenario. Aullaba a la luna desde el tejado ardiente para llenarse de luz y derrocharla en la siguiente función. Los días transcurrían en la cuerda floja entre impostura y autenticidad que define al teatro.
Languidecía en su disfraz doméstico. Rascaba las paredes con uñas grisáceas, sin lustre las pupilas, el lomo parcheado de tanto restregarlo por los muebles y terminaba el día acurrucada en el sofá, rebobinando sus memorias de gata feroz.
Antes de deslizarse hacia la noche, Grizabella, diosa del glamour, empinó la cola, formó un diamante con los pies y renació en el vuelo de su famoso pas de chat que tanto le aplaudía el público.
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