Godard, el lento deterioro del amor y del arte
Un nuevo ‘Viernes de Cine’ y una nueva lección magistral en esta pantalla distinta que es ‘El Asombrario’. Hoy a cargo de Jean-Luc Godard en ‘El desprecio’ (1963). El director francés conecta el devenir cinematográfico y las relaciones personales; la pérdida artística inclinada inevitablemente hacia la industria y el puro negocio, olvidando cualquier atisbo de poesía, y el ser humano, que para alcanzar el éxito económico contempla incrédulo cómo se desmorona su vida sentimental, su relación, su amor.
«¿Y si Ulises hubiera tardado tanto en regresar a Ítaca porque ya no amaba a Penélope?». Esto se pregunta Paul ante su bella esposa Camille, puede que para herirla o quizás para encontrar esa respuesta de su parte, tantas veces solicitada. Pero, ¿no podría ser a su vez que el marino dilatase su vuelta a propósito, sabedor del desdén que su paciente esposa ha comenzado a sentir por él?
Paul Javal (Michel Piccoli) es un guionista que recibe el encargo del productor de cine estadounidense Jeremy Prokosch (Jack Palance) para reescribir el guión de una nueva adaptación de la Odisea de Homero. El actual director, Fritz Lang (interpretado por él mismo), no parece estar a la altura de las expectativas de Prokosch, y quiere un nuevo guión. Mientras tanto, la relación de Paul con su bella esposa, Camille (Brigitte Bardot), se ha deteriorado por razones que no puede explicar. Cuando Paul intenta desentrañar los misterios de su repentino desprecio por él, se encontrará atrapado en medio de una lucha entre Lang y Prokosch, entre el dinero y el arte.
Ésta es a grandes rasgos la historia de El Desprecio (Le Mépris), película rodada en 1963 por uno de los padres de la nouvelle vague francesa, Jean-Luc Godard, basada en la novela del mismo nombre del italiano Alberto Moravia, editada diez años antes.
La crisis del amor y del cine en danza, entrelazados íntimamente en este drama psicológico, junto al mar y bajo el sol del Mediterráneo, cuna de la cultura occidental.
Siendo quizás la más ortodoxa -si eso es posible- de las películas del realizador, compone Godard en El desprecio su desilusión ante la crisis que ha provocado el enfrentamiento entre la cinematografía americana y la europea, la decadencia insalvable y el lento deterioro del arte. Para ello se sirve de la novela de Moravia, indagando a la vez en una de sus principales obsesiones: la observación minuciosa de las relaciones personales y el doloroso y ácido análisis del tedio, de la demoledora rutina que llega a alcanzar la ordinaria existencia de la sociedad burguesa. Relaciones que, como el cine, se encuentran abocadas a una trágica batalla fratricida, la del cine entre el arte y el comercio, y la comunicación interpersonal entre la fidelidad a la conciencia, a los sentimientos y el dinero.
Son muchos en esta hermosa película los homenajes explícitos a las diversas fuentes y reverencias de Godard por el celuloide; desde el personaje de Fritz Lang, el director alemán afincado en USA, exponente privilegiado del expresionismo cinematográfico, pasando por el maestro Rossellini, con ese paseo al calor de las paredes de una Cinecittà asolada por la decadencia y casi engullida por la naturaleza, casi unas ruinas modernas, muestras de la lenta caída de una civilización y de su pensamiento; y con la que, frente a la salvación ofrecida en la obra maestra del italiano, Godard no muestra indulgencia.
Contiene también homenaje y admiración por muchos de los clásicos del cine, los atrapados sobre las paredes de Cinecittà en forma de carteles, antaño soberbios hoy descoloridos, o la influencia del más puro Antonioni y sus disecciones psicológicas cargadas de diálogos en escenarios detenidos, por más que los primeros planos de El Desprecio sean escasos.
Porque esta épica odisea, disfrazada de convencionalismo formal, que se aleja del blanco y negro tan característico del autor y se zambulle en el color y su simbología, no deja de mostrar una impresionante audacia, exponiendo en fracciones de segundo, como si de una clase magistral sobre el plano y la luz se tratase, todo lo que un fotograma es capaz de mostrar o esconder.
Juega así el director con sus propias obsesiones, hasta llevar a cabo esta historia sutil entre la conexión del devenir cinematográfico y las relaciones personales; entre la pérdida artística inclinada inevitablemente hacia la industria económica, olvidando sin remedio cualquier atisbo de poesía, y el hombre que para alcanzar el éxito económico contempla incrédulo cómo se desmorona su vida sentimental, su amor, su matrimonio.
La inseguridad que crean en los hombres los juegos, caprichos y engaños de los dioses, unos dioses que, como dice Lang en su personaje, «no han sido los que han creado al hombre, sino éste el que los creó a ellos».
Ambigua y delicadamente perversa; innovadora, de la que bebieron muchos artistas y directores tras un estreno controvertido, El Desprecio, como la obra de Moravia, navega a ras del agua por las olas de Homero, manipulando sin piedad dicha Odisea, bajo el son interno de la soledad creadora, del malestar amoroso, de la tormenta dentro de la calma. La interpretación personal del rechazo, de la indiferencia, de lo que es aun peor, la pérdida de la belleza que te regala la naturaleza –encarnada, y nunca mejor dicho, en Bardot– la carne y el Mediterráneo, la armonía que se escapa sin darnos cuenta.
Es además, y sobre todo, un homenaje al cine, tan claro en toda la filmografía de Godard, que ha encontrado en él séptimo arte el vehículo perfecto para declarar todo aquello que le preocupa o le arrastra. Tanto es así que podríamos sin pudor denominarla como el prólogo preciso para que otro de los grandes, Truffaut, construya su maravillosa Noche americana.
Imposible no verse atraído y disfrutar de esta película en cualquiera y cada uno de sus muchos logros. De su nostálgica visión de los orígenes del cine, de la hermosa planificación en un cinemascope nunca visto hasta entonces en la filmografía de Godard, atravesando imágenes que se funden en hondura con el alma de quienes las transitan. Del sufrimiento que poco a poco va haciendo mella tras la pérdida de la confianza y el desdén. De la belleza insondable de su protagonista femenina (Bardot) tocada por esos dioses inventados. De la nostálgica y arrebatadora música que empuja y detiene la historia (una más que deliciosa partitura compuesta por Georges Delerue), o el paisaje, un paisaje interior y exterior donde los personajes componen sus cuerpos y sus sentimientos.
Y, por encima de todos ellos, el mar. El mar como símbolo absoluto de la grandeza de la naturaleza, recordando quizás lo que le deben la poesía y la expansión civilizadora de la belleza.
No podría asegurar que todos puedan ver la misma obra; seguramente para cada uno de ustedes sea una película distinta y única, incluso absolutamente diferente, pero sí puedo creer sin miedo a equivocarme que, si la ven, pasará a formar parte de su mochila, aunque su poder y belleza se originen a través de la percepción de dolor y la pérdida, pues, como el personaje de Piccoli recuerda en un verso de Dante, «la noche vio brillar todas las estrellas, pero nuestro gozo se trocó demasiado pronto en llanto, hasta que el mar volvió a unirse sobre nosotros». Eso tiene que ser así, el mar volverá a unirnos.
Comentarios
Por Pilar García, el 30 octubre 2015
Magnífica película, como siempre bien recomendada con este artículo. Buen retrato de lo difíciles que se hacen las cosas cuando el éxito y la ambición se interponen en una relación amorosa. Gran artículo.
Por Carlos, el 30 octubre 2015
Y esa magnífica Brigitte Bardot que realiza una estupenda interpretación, en uno de sus papeles más serios. Gracias por recordarnosla. Estupenda oferta. Gran exposición de sus entresijos en este artículo.
Por Fernando C., el 31 octubre 2015
Inolvidable! Toda la belleza y el dolor de la mano del genial Godad, cómo olvidar esos paseos por Capri y la angustia del protagonista ante la belleza de Brigitte Bardot.
Por juliopenas, el 02 noviembre 2015
«Y, por encima de todos ellos, el mar. El mar como símbolo absoluto de la grandeza de la naturaleza, recordando quizás lo que le deben la poesía y la expansión civilizadora de la belleza»… Pero ese mar solo puede ser un mar. El mar Mediterráneo.