Gonzalo Hidalgo Bayal: “Ahora la gente exhibe su ignorancia”
Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, Cáceres, 1950) no es alguien que se prodigue en entrevistas. No es que las rehúya, pero tampoco las busca. De los escritores que conozco, quizá sea uno de los que menos va detrás de esa gloria fatua del mundo literario que tanto anhelan otros. Cuando pasó de publicar en pequeñas editoriales a hacerlo en Tusquets, un periodista que lo leyó entonces dijo de él que era un autor escondido, como un Salinger extremeño, algo que el propio Gonzalo Hidalgo Bayal desmintió, pues siempre ha estado ahí. Algunos lectores fieles, entre los que se encuentran Luis Landero o el difunto Rafael Conte, hemos visto en sus libros una de las prosas más exquisitas de la literatura actual en castellano. Hemos hablado con él.
Aunque reside en Plasencia, donde ejerció la docencia en un instituto, quedamos en un bar de la Plaza del Conde de Barajas, en Madrid, muy cerca de donde se ambienta uno de los relatos incluidos en Hervaciana (Tusquets), su último libro. Han pasado los años y un antiguo alumno del Real Colegio Hervaciano, en Cáceres, evoca algunos episodios y personajes que habitaron ese tiempo. Aunque es un libro de cuentos, el hecho de tener un mismo narrador y de que todas las historias ocurran en un mismo lugar y tiempo, sitúan a esta obra en una zona de frontera próxima a la novela. En estas historias de formación y aprendizaje de la vida, Gonzalo Hidalgo Bayal nos trae uno de sus libros más intimistas.
Tanto por el tema como por el tono del libro, ‘Hervaciana’ me recuerda a ‘Campo de Amapolas Blancas’.
Juan Ramón Santos decía que Hervaciana era Campo de amapolas dos. Tengo libros que son más del tipo divertido y luego otros que son más serios, por decirlo así, aunque contengan sentido del humor. Voy descansando de uno u otro como en un péndulo. Este entraría en la parte seria, con Campo de amapolas, con Nemo.
Mencionas ‘Nemo’, una de mis novelas preferidas, que yo la veo más cerca de ‘Paradoja del interventor’.
Sí, sí, pero ambos son serios. No sé si el término de serio es el apropiado. Podemos decir que tengo libros que están en una dirección, como Paradoja del interventor, Campo de amapolas, Nemo o Hervaciana. Y otros que son más juguetones, como La sed de sal o Amad a la dama. En realidad no es que sean divertidos, pero son una variación sobre un tema de Cervantes, son menos míos en cierto modo. Luego esta El espíritu áspero, que contiene ambas vertientes.
Alguna vez has dicho que ‘El espíritu áspero’ es tu libro más ambicioso.
Sí, sin duda. Estuve mucho tiempo con él y es con el que mejor me lo he pasado. Lo empecé justo al terminar Mísera fue, señora, la osadía, mi primera novela. Puede que lo empezara en el año 1985 o así. De modo que estuve más de 20 años. Entre medias surgían otros proyectos. Recuerdo que con el Aula de Literatura, en Plasencia, oí a José María Merino decir que las novelas que se dejan mucho tiempo se pudrían. Eso me animó a ponerme más en serio.
Creo que es Gonçalo M. Tavares quien dice que deja reposar mucho tiempo sus libros, incluso años, y que al cabo de ese tiempo vuelve a leerlos para ver si siguen funcionando.
Sí, pero una cosa es dejar los escritos en un cajón y otra es no terminarlos. Todos dejamos los libros en cuarentena un cierto tiempo. Desde que termino un libro y se lo envío a Tusquets puede pasar un año o año y medio o más. Cuando ya va a salir, lo único que le digo a Juan Cerezo, el director de la editorial, es que me avise para que le envíe la copia definitiva. Antes de hacerlo, siempre se me ocurren cambios.
Es como lo que decía Borges, ¿no?, que publicaba para no seguir corrigiendo.
Si sigues mareando la perdiz, se te siguen ocurriendo cosas. A veces, incluso con el libro ya publicado se me ocurren nuevas ideas que le añadiría o pondría.
En el caso de ‘Hervaciana’, ¿cómo fue el proceso?
Me hace gracia que algunos reseñistas hablen como si realmente existiera el Gran Colegio de San Hervacio. El primer relato lo hice por un encargo de Álex Chico para Quimera. Fue Adames, el que abre el libro. Hablamos del año 2012 o así. Es un relato que tiene un fundamento real, el de un chico a quien admiraba y que realmente tenía una gran facilidad para la poesía. El segundo también tiene una base real. Y así fue como me di cuenta de que tirando del hilo podía salir algo interesante. Pensé que podían ser relatos independientes, pero con un narrador uniforme, el que da tono de unidad al libro. La mayoría los terminé durante el confinamiento, los cuatro o seis últimos. Y podía haber seguido. Estaba en racha (ríe). Pero no. Me parecía que iba a ser muy reiterativo. Alguna vez hemos hablado de que el narrador no puede ser el héroe del relato. Si son calamidades, todavía, pero yo quería prescindir de todo lo que fuera en primera persona, que me hubiera pasado a mí. Lo que sí hacía era escribir cosas que podían haberme pasado a mí y adjudicárselas a otro personaje.
En la estructura de los cuentos parece que hay como un esquema previo, una anécdota, un recuerdo.
No lo planeé, pero me pareció conveniente que hubiera una justificación reflexiva, digamos, o intelectual o de pensamiento, para contar la anécdota. Pero también quería que los relatos tuvieran una cierta dimensión, que no fueran de mil palabras, sino que fueran un poco más extensos, de tres o cuatro mil palabras. El motivo de la extensión no recuerdo ahora si fue porque los dos primeros ya eran un poco largos y luego ya encuentras la fórmula, te da la impresión de que funciona y la sigues usando. En las novelas hago eso también. Siempre hay algo que justifica que se cuente lo que se cuenta. Y ese algo en cierto modo no forma parte de la narración, es algo externo.
Comentabas cómo algún crítico pensaba que el Real Colegio de San Hervacio existía. Pero creo que tú juegas un poco a la ambigüedad, ¿no?
Creo que la realidad, los hechos concretos, digamos biográficos o autobiográficos que se encuentran son mínimos. Una cosa es que no lo sean y otra que es que yo prefiera que se considere que lo son. Además, un episodio mínimo se puede magnificar. En general, los puntos de partida digamos que son reales y a veces son míos. Por ejemplo, el relato Pluma 22, por el que siento cierta devoción. A mí ninguna chica me ha dicho que vaya con una máquina de escribir para escribirle textos. Hay cosas mínimas de ese relato que son verdad: sí, yo quedaba con una chica, íbamos al cine a ver películas. Pero no había nada más. Eso pasa en la mayoría.
Algunos relatos surgen del reencuentro con alguien y, otros, de la desaparición de ese personaje, que se va del internado
La gente se iba y no se sabía por qué, empezaba el curso y no regresaba, cosas así, esa indefinición quedaba ahí. Y luego no volvías a saber de ellos. Me gustaba un poco la imagen de ver a algunos que se iban durante el curso. El orden de los relatos lo acomodé un poco, de modo que algo que podía salir en el relato siete u ocho se supiera ya de antemano y que no hubiera que andar repitiendo, que no saliera de pronto alguna novedad al final, cuando podía haberse dicho antes. El orden de un libro de cuentos es importante.
La memoria, no obstante, también puede inventar lo que sucedió en realidad, ¿no?
Sí, claro que la memoria inventa, deformamos un poco el pasado. Alguien ha dicho, no recuerdo quién, que lo que se cuenta no es lo que pasó, es la memoria de lo que pasó y la memoria se va modificando y cambiando.
Los nombres de los personajes tienen un relieve especial.
Creo que los nombres de los personajes, una vez elegidos, condicionan la historia, al menos a mí.
El ambiente en un colegio religioso, la arbitrariedad de los frailes, el estudio de los clásicos, son parte de la atmósfera que envuelve las historias. Aunque la política se aborda de soslayo, hay también de manera colateral un retrato de una época. En el aspecto material, eran tiempos mucho más austeros que los actuales, pero eso obligaba a valorar más las cosas.
Yo situaría las historias en los años 60. Creo que vivimos como si nos hubiéramos hecho ricos, hay una despreocupación absoluta hacia modos de vida que en esa época eran valorados y sentidos, y creo, como dices, que eso se ha perdido, porque nos hemos hecho ricos, hemos entrado en Europa, porque tenemos autovías, hay muchos canales de televisión, internet. Imagino que algunos de los que regresan a los pueblos buscan recuperar un modo de vida más austero, ese ascetismo del que hablaba el historiador Tony Judt. Yo sería partidario de esa austeridad, no en el sentido de la ecología, sino en el sentido de una vida menos dispersa. No tiene que ver exactamente con lo que estamos hablando, pero hace 30 años la gente se podía avergonzar de su ignorancia. Ahora la gente la exhibe, solo hay que ver los comentarios a las noticias de los periódicos.
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