Grandes bandas, grandes directores: la fértil alianza entre cine y música
‘The Beatles: Get Back’ es la incursión más reciente de un gran director, Peter Jackson, en una gran banda de música. Desde la década de los 60, la del despegue y apogeo de legendarios grupos de rock y pop, cineastas como Godard, Scorsese o Jonathan Demme han intentado captar la ‘belleza convulsa’ de ese territorio, mayoritariamente a través del documental. En este compendio de películas significativas de la simbiosis entre la música ‘moderna’ y el cine, de la más remota a la más reciente, sobresale la devoción duradera por los Beatles y los Rolling Stones.
‘A hard day’s night’, 1964. Los Beatles y Richard Lester
Richard Lester rodó en la década de los 60 dos comedias con los Beatles. La más interesante es A hard day’s night (Qué noche la de aquel día), realizada cuando el grupo flotaba en el mullido y a la vez incómodo colchón de la celebridad. Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Ringo Starr hacen de los Beatles mientras Lester los sigue de Liverpool a Londres, donde los han convocado para cantar en un programa de televisión. A medio camino entre el documental y la ficción, la película es una parodia de la fama, aunque en la propia realidad de esa fama, que los músicos estaban viviendo entonces, asoman los rasgos de la parodia. No hay fingimiento en el nerviosismo que exhiben las fans apiñadas en la larga cola formada a la entrada del teatro donde va a grabarse el programa de televisión, o cuando persiguen a los cantantes por las calles de Londres, o en sus desbordados llantos, en sus extáticos gritos de respuesta a la canción She loves you, que los Beatles interpretan en el escenario. Lester filma la plantilla canónica de la repercusión pública del éxito, aparentemente sin límites, del más exitoso grupo de música. La trama es lineal, las situaciones simples, con algunos apuntes surrealistas; todo consiste en el juego que juegan los cuatro de Liverpool por escapar al control de su representante para entretenerse camuflados, en la medida de lo posible, entre gente que se divierte.
https://www.youtube.com/watch?v=hq5SMRudfYs
‘Sympathy for the devil’, 1968. Los Rolling Stones y Jean Luc Godard
Durante su época militantemente maoísta, de finales de los 60 a principios de los 70, Jean Luc Godard viajó a Estados Unidos para rodar la grabación de Sympathy for the devil, la canción de apertura de Beggars Banquet, séptimo álbum de estudio de la banda británica. A las imágenes tomadas en el estudio les sumó una serie de capítulos entre la ficción y el ensayo en los que abordaba algunos de los asuntos que estaban definiendo esa época: la revolución, el imperialismo, la lucha de la población negra en Estados Unidos, el concepto de intelectual y de cultura, la guerra de Vietnam… El hilo que cose ambos bloques es la letra de la canción compuesta por Mick Jagger y Keith Richards y que da título a la película. Su protagonista es el diablo, “un hombre rico y de buen gusto”, que se narra a sí mismo a lo largo de la historia: desde los tiempos de Jesucristo a la caída de los zares o el asesinato de Kennedy.
La película va y viene del estudio a las calles, donde las causas políticas saltan disparadas, como en un melting pot, en imágenes y textos leídos por los personajes: políticos del gobierno estadounidense que conspiran para expandir un virus contra el comunismo; black panthers machistas (“doy diez mujeres negras por una blanca”) y violentos (“justificamos exterminar al hombre blanco”), activistas que grafitean en paredes y puertas (“cinemarxismo”, “US=nazismo”), jóvenes “comprometidos”… Consideradas hoy, esas imágenes y textos se entienden como una jerga de aquel tiempo, de modo que su efectividad pública se ha volatilizado. El cine como manifiesto político resulta aquí irrelevante. Y los Rolling Stones, una cita más de ese manifiesto.
‘Stop making sense’, 1984. Talking Heads y Jonathan Demme
Tú, que entre Bach y Morente no has dejado casi aire en tu vida al rock y al pop, desconoces por qué extraña razón en los años 80 decidiste que Talking Heads era una buena banda, la gran banda de esa época. Escuchando hoy, de nuevo, sus canciones en Stop making sense, el extraño motivo de entonces mantiene su tozuda insistencia. La película la dirigió Jonathan Demme, al que se le recuerda más por El silencio de los corderos que por cualquier otra de sus casi 30 películas. Demme rueda en el escenario del teatro Pantages de Hollywood, durante una gira de la banda, como hará Martin Scorsese con los Rolling Stones más de 20 años después en Shine a light, pero en Nueva York. Y también de Demme copiará la forma del contenido de la película, unos “grandes éxitos” del grupo.
Este es el octavo largometraje de Demme, sí, y Stop making sense comienza con un detalle de dirección: la cámara captura unos pies (los de David Byrne, líder de Talking Heads), que avanzan desde el fondo del escenario hasta el centro; pero los títulos de crédito del principio ya advierten que la planificación del concierto que filma el cineasta, la concepción visual (los colores cambiantes de las pantallas del fondo del escenario, las imágenes, las frases, los eslóganes que se proyectan en ellas, la disposición de los músicos, los movimientos de la maquinaria escénica), se debe más a Byrne que al propio director: es su energía, su talento, el sorprendente y gigantesco traje de anchísimos hombros y desmesuradas perneras que viste a mitad del concierto, su interpretación extática y paradójicamente controlada, los que crean, sobre todo lo demás, la película.
‘The Doors’, 1991. The Doors y Oliver Stone
En los 140 minutos que dura The Doors, Oliver Stone no acierta a explicar el auge y caída de la banda estadounidense, o más precisamente, de su vocalista, Jim Morrison. ¿Sucumbió Morrison a la carencia de amor de sus padres? ¿Le domaron las drogas, el alcohol? ¿Le poseyeron las visiones místicas? ¿Lo destrozó su deslizamiento hacia lo irracional? The Doors es un biopic, un género biográfico que rara vez ha dado grandes películas. Abarca los seis últimos años de la vida de Morrison, entre 1965 y 1971, y puede verse como el largo chute de un proceso de autodestrucción.
Oliver Stone sigue los pasos de un caído, un músico encumbrado en el mismo magma histórico en el que Jean Luc Godard rodó con los Rolling Stones Sympathy for the devil. Pero lo que en Godard era un manifiesto documentado y políticamente definido, en Stone es una mera ilustración: cromos (Vietnam, el hipismo, las mutaciones de la época…) que pasan ante los ojos como en un mal cómic. Poeta, contestatario, incómodo, finalmente nihilista, el Morrison de Stone apenas emerge de ese largo chute. Y es en el estado de trance donde se manifiesta su poder musical. “Yo vivo en el subsconsciente”, llega a decir en un momento de la película. Pero Stone no argumenta bien ni en el guión ni en las imágenes el proceso por el que la autodestrucción de su personaje lo convierte, supuestamente, en un mito. A menos que uno piense que ese mito es un espejismo.
‘Shine a light’, 2008. Los Rolling Stones y Martin Scorsese
“Nunca pensé que duraríamos dos años”, contesta Mick Jagger en una entrevista periodística al poco de despegar la carrera de los Rolling Stones. “¿Te imaginas con 60 años haciendo lo que haces ahora?”, le preguntan en otra entrevista posterior. “Oh, sí, sí”, responde Jagger. En 2006 tiene 63 años y el director Martin Scorsese lo filma, a él y a Charlie Watts, Keith Richards y Ronnie Wood, en el teatro Beacon de Nueva York durante la gira A big band tour. Dos años después se estrena aquella filmación: Shine a light. En ella, los Stones se exhiben pletóricos, exultantes, como si el tiempo contestara por ellos a esas cuestiones inquisitivas acerca del trato que recibirían del futuro y que Scorsese inserta en el documental a modo de contrapunto.
La película es un “grandes éxitos” de los Stones. Y no importa escucharlos una vez más. Las canciones han ido perdiendo la costra del tiempo en el que fueron compuestas, los principios activos que activaron los argumentos que las hicieron resonar como manifiestos o documentos de época: la droga, la desesperación, el nihilismo, el sexo, la política… Empujada por la energía que imprimen los Stones, el ritmo sostenido de su interpretación, la vibración de unos cuerpos aparentemente ilesos, la música ha adquirido la condición de clásica, una paradoja si se piensa en la condición de moderna que la define. Todo ello lo capturan las múltiples cámaras inquietas que Scorsese mueve dentro y fuera del escenario; de una manera, podría decirse, que se acompasa al flujo magnético que desprende la banda. ¿De quién es entonces la película?
‘The Beatles: Get Back’, 2021. Los Beatles y Peter Jackson
Hay en The Beatles: Get Back (al menos) dos enigmas. Uno (Yoko Ono) se mueve por la película como una sombra. Del otro (el origen de la creación) apenas se exhibe su superficie. La importancia del primero cabe atribuírsela a Peter Jackson. La del segundo a Michael Lindsay-Hogg. Como es sabido, Lindsay-Hoog rodó en 1969 unas 60 horas de metraje, que recogen las sesiones que los Beatles dedicaron a la composición del que iba a ser su último álbum (Let it be). Ese material ha permanecido inédito durante más de 50 años hasta que el director de El señor de los anillos ha destilado casi ocho horas que pueden verse como una única película, a pesar de su distribución como serie. Fascinante es un adjetivo que cuadra a este documental. Jackson logra la proeza de dramatizar algo que en bruto carece de hilazón: horas y horas de ensayos, de momentos de vacío y de aburrimiento, de inutilidad, pero también de diversión, de conexión, de complicidad entre los cuatro músicos. Y en esa dramatización sobresale la sombra silenciosa de Yoko Ono junto a Lennon, mientras el grupo discute, ensaya y repite, sin que la intromisión de la menuda figura de la artista a escasos centímetros tensione, en apariencia, las costuras del encuentro.
Jackson define el doble timón del grupo (Lennon y McCartney), la impronta sobresaliente e indiscutida de McCartney (especialmente en el primer gran tramo de la película, rodado en una nave) y el sentimiento de exclusión de Harrison, que decide abandonar provisionalmente el proyecto. La disolución del grupo está próxima. Esta es su última gran reunión. Pero más allá de estos y otros pequeños dramas, sabiamente organizados por Jackson, sobresalen los momentos en que lo que no existe (las canciones) empieza a existir y crecer ante la mirada atónita de quien los contempla. Este enigma (¿de dónde surge la melodía, la conjunción milagrosa de unas notas que, ahormadas al molde de una canción derivan en lo perdurable?) queda sin respuesta en la película. Pero ver cómo sucede resulta una experiencia imborrable.
Comentarios