Guadalupe Nettel: Duros retratos de gente a través de animales

Foto: María Antonia Sánchez Vallejo.

Foto: María Antonia Sánchez Vallejo.

Foto: María Antonia Sánchez Vallejo.

Termina agosto. A punto de comenzar un ajetreado nuevo curso con dos convocatorias cruciales de elecciones. Pero desde esta ‘Ventana Verde’ os queremos seguir proponiendo sosiego y naturalidad. Y hoy una lectura: ‘El matrimonio de los peces rojos’, de la mexicana Guadalupe Nettel; cinco relatos que conforman un extraordinario cruce de caminos entre el mundo animal y el universo humano.

La crisis ecológica planetaria es evidente, pero, aun así, cuesta verla reflejada en la literatura que se escribe. Uno se acerca a repasar las novedades de ficción por las librerías, y apenas ve reflejo alguno de nuestra complicada relación con el planeta en las tramas novelescas. Pero, de repente, encuentro una joyita: El matrimonio de los peces rojos, de Guadalupe Nettel, editado por Páginas de Espuma.

Guardo en la memoria el impacto de otros relatos que retratan la vida de la gente a través de su interacción con los animales. En mi altar particular, adoro los relatos de dos autores. Uno es Patricia Highsmith con La tortuga, cuya acción doméstica me persigue como una pesadilla desde hace muchos años; cada vez que lo releo me sigue provocando varios nudos en el estómago:

«-¡Eh, mamá, mamá! -gritó Víctor, apoyado contra la puerta del baño-. ¿Me trajiste una tortuga?

-¿Una qué? -había cesado el ruido de la ducha.

-¡Una tortuga! ¡En la cocina! -Víctor saltaba mientras pronunció esta s palabras. De pronto se detuvo.

Su madre había dudado, también. La ducha volvió a oírse. Su madre gritó con voz chillona: «¡Es una tortuga de agua! ¡Para un guiso!».

El otro es John Berger y la desolación rural del volumen Puerca Tierra:

«El hijo empuja un pesado alambre por el agujero perforado en el cráneo, hasta el cerebro. Entra unos veinte centímetros. Lo mueve para asegurarse de que todos los músculos del animal se distienden, y lo saca. La madre sujeta con las dos manos la pata delantera en primer plano, a la altura del menudillo. El hijo corta por la garganta y un raudal de sangre inunda el suelo. Durante un momento toma la forma de una enorme falda de terciopelo, cuya minúscula cintura sería el labio de la herida. Luego sigue manando y no se parece a nada (…)

Una vez cortada, la lengua será dispuesta al lado de la cabeza y el hígado. Todas las cabezas, las lenguas y los hígados se cuelgan juntos en una hilera. Las quijadas totalmente abiertas, sin lengua, y las dentaduras circulares manchadas con algo de sangre, como si el drama hubiera comenzado con un animal, que no era carnívoro, comiendo carne. Bajo los hígados, en el suelo de cemento, hay unas gotas de sangre bermellón brillante, el color de las amapolas cuando acaban de florecer, antes de que se oscurezcan y se vuelvan púrpura.

En protesta por el doble abandono de su sangre y su cerebro, el cuerpo de la vaca se quiebra violentamente y las patas traseras embisten al aire. Sorprende que un animal grande muera con la misma rapidez que uno pequeño».

Y ahora me satisface haberme topado -y os lo recomiendo- con El matrimonio de los peces rojos, que, como explica la contraportada, «nos propone un cruce de caminos entre el mundo animal y el universo humano para hablar de temas tan naturales como la ferocidad de la vida en pareja, la maternidad, las crisis existenciales de la adolescencia o los lazos inimaginables que pueden establecerse entre dos enamorados».

Recientemente publicábamos una entrevista con Guadalupe Nettel a través del blog de El Buen Salvaje; en ella, la escritora declaraba su pasión por el cuento: «Creo que yo soy más cuentista que novelista, escribo cuentos con mayor facilidad porque es el género que más he practicado. Tres novelas son tres novelas, pero cuatro libros de cuentos son muchos cuentos. Mi intención es ir alternando ambos géneros, por mucho que el cuento no tenga en general mucho auge en las editoriales. Pensemos que hay en América Latina una tradición de cuento incuestionable y autores que han practicado ambos géneros como algo normal: Borges, Cortázar, Bioy Casares, Rulfo, García Márquez o Vargas Llosa». Y daba claves sobre su actitud ante la aspereza de lo que escribe: «Hasta la mitad de la vida, la gente se la pasa imaginando el ideal al que debería de acercarse, y en la otra mitad se da cuenta de que ese ideal era intrascendente y vano. Si es que llegamos un día a descubrir quiénes somos en realidad, seremos más transparentes y esa naturalidad recién adquirida generará empatía en los demás».

Peces rojos y amarillos. Foto: Manuel Cuéllar.

Peces rojos y amarillos. Foto: Manuel Cuéllar.

Con su novela El Huésped, Nettel ganó en 2014 el Premio Herralde; a raíz de la publicación de esa novela,Carlos Zanón escribió en su crítica en el suplemento Babelia, de El País: «Sigan a esta escritora. Produce una inquietante y aterradora compañía leerla, casi como pasear un día de lluvia por un cementerio». «De su trabajo y su dolor, de la luz amarillenta de desesperanza y fe en nada, en seguir, en no dejarse caer porque a nadie importa que te caigas. Cuando lo consigues, cuando asumes que todos los muertos los llevarás dentro de ti días, meses, uno quiere leer más de Guadalupe Nettel».

Permitidme que os tiente con retazos del párrafo con que se abre El matrimonio de los peces rojos: «Ayer por la tarde murió Oblomov, nuestro último pez rojo. Lo intuí hace varios días en los que apenas lo vi moverse dentro de su pecera redonda (….) Parecía víctima de una depresión o el equivalente en su vida de pez en cautiverio. Llegué a saber muy pocas cosas acerca de este animal. Muy pocas veces me asomé al cristal de su pecera y lo miré a los ojos y, cuando eso sucedió, no me quedé mucho tiempo. Me daba pena verlo ahí, solo, en su recipiente de vidrio. Dudo mucho que haya sido feliz  (…) Él, en cambio, tuvo más tiempo, más serenidad, para observarnos a Vincent y a mí. Y estoy segura de que, a su manera, también sintió pena por nosotros. En general, se aprende mucho de los animales con los que convivimos, incluidos los peces. Son como un espejo que refleja emociones o comportamientos subterráneos que no nos atrevemos a ver». Planeando sobre los cinco relatos, una cita de Plinio el Viejo con que se abre el libro: «Todos los animales saben lo que necesitan, excepto el ser humano».

A partir de ahí, una catarata de emociones y heridas, siempre con una prosa limpia y clara, que nos coloca llana y cruelmente un espejo delante de lo que somos. El libro ganó el III Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, que contó con un jurado de prestigio: Cristina Grande, Ignacio Martínez de Pisón, Samanta Schweblin, Marcos Giralt Torrente y, como presidente, Enrique Vila-Matas. El fallo del jurado borda lo que el libro nos transmite: «Alta calidad de su prosa, impecable tensión narrativa y unas atmósferas turbadoras en las que lo anómalo se aposenta en lo cotidiano».

En el tercer relato, Felina, los coprotagonistas son dos gatos (a ellos les hemos dedicado la imagen que abre este artículo): «La presencia de los gatos palió considerablemente esa necesidad de afecto. Los tres éramos un equipo. Yo aportaba una energía pausada y maternal, Greta la agilidad y la coquetería y Milton la fortaleza masculina. Era tan agradable el equilibrio instaurado entre nosotros que lo pensé mucho antes de seleccionar un compañero de piso con quien compartir los gastos del departamento. Seguí haciendo entrevistas cada vez que aparecía un nuevo candidato, pero no acepté a ninguno por miedo a que el intruso cambiara el ambiente que había dentro de la casa. Los gatos tampoco veían con buenos ojos la presencia de una cuarta persona. Conscientes de mis intenciones, vaya a saber cómo, se comportaban con hostilidad visible hacia ellos».

Como muestra de esas atmósferas turbadoras a las que se refería el jurado, os dejo con unas líneas que -advertimos- a algunos puede herir su sensibilidad: «El enemigo, en cambio, no parecía amedrentado por nuestros ataques. Las cucarachas caminaban por la casa con una desfachatez que rayaba en la arrogancia, tal vez porque, al menos en número, eran superiores a nosotros o quizás porque, a diferencia de los seres humanos, no les importaba la muerte. Era esta característica y no el color de sus caparazones ni la fealdad de sus patas nerviosas lo que más me atemorizaba. De algo estaba seguro: si no las desterrábamos, ellas lo harían con nosotros». «Un sábado por la mañana, Isabel y yo nos sentamos a platicar en la cocina. Habíamos puesto pan a descongelar en el microondas. Mientras la mujer me explicaba los beneficios del nuevo insecticida, escuchamos unas crepitaciones inusuales dentro del aparato. Cuando abrimos la puerta, descubrimos tres cadáveres de cucaracha sobre las banderillas. Por lo visto, la parte de arriba del microondas -que rara vez encendíamos- era uno de sus principales cuarteles. La escena me dejó horrorizado: ya habíamos probado todo y seguíamos en las mismas».

En fin, que tengáis un buen comienzo de curso. No era mi intención hacer metáforas, de cara a las campañas electorales que nos acechan, sobre las cucarachas que se esconden en el microondas de nuestras existencias, agazapadas entre las rejillas, adivinando la podredumbre, y que en cualquier momento se nos aparecen delante, patas arriba, chamuscadas… Tampoco un acercamiento tan negro a esas interrelaciones animales/humanos (por otro lado, tan tristemente reales). Me salió así…

Lo dicho: feliz retorno a septiembre.

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