Hablamos con Mónica Ojeda de sus ‘chamanes eléctricos’

La escritora Mónica Ojeda. Foto: Ariana Montenegro.

Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (Random House) es una bomba de relojería literaria que aúna narrativa y poesía en un viaje iniciático alrededor de la música, de la amistad, de los territorios en su sentido más físico, y de ese lugar, a veces resbaladizo, siempre enigmático, que es la familia. Hemos charlado con su autora, Mónica Ojeda.

POR MIGUEL GARRIDO DE VEGA Puedes seguir a Miguel Garrido de Vega, en su cuenta de X.

Mónica Ojeda (Ecuador, 1988) es autora de las novelas La desfiguración Silva (Premio Alba Narrativa, 2014), Nefando (2016) y Mandíbula (2018), de los poemarios El ciclo de las piedras (2015) e Historia de la leche (2020), y del volumen de relatos Las voladoras (2020). Ha sido seleccionada como una de las voces literarias más relevantes de Latinoamérica por el Hay Festival –en la lista Bogotá39-2017– y premiada con el Next Generation Prize 2019 del Prince Claus Fund por su trayectoria literaria. En 2021 fue seleccionada por Granta como una de las 25 mejores narradoras en español de menos de 35 años. El Asombrario ha charlado con esta buscadora de la autenticidad en la literatura, y en esa charla todo ha tenido cabida: el poder transformador de la música, la forma en la que nos construimos a partir de nuestros orígenes o el modo en que tejemos redes de afecto fuera de la consanguinidad, entre otros muchos temas.

La música –sobre todo, como experiencia íntima, ritual y transformadora– juega un papel indispensable en ‘Chamanes eléctricos en la fiesta del sol’. ¿Puede realmente una buena canción redimirnos de nosotros mismos? ¿Por qué crees que la música es capaz de avivar nuestros afectos y modificar o intensificar nuestro estado de ánimo? ¿Qué importancia tiene la música en la vida de Mónica Ojeda?

La música despierta un lenguaje sin palabras, o que no las necesita: un lenguaje del cuerpo y del movimiento. En ese sentido, agita el pensamiento a través de una puesta en crisis. Por eso es tan importante en nuestros rituales, en nuestras fiestas y celebraciones y en nuestra vida en general: porque vivifica. Pero la música también tiene un lado nocturno y oscuro, porque ese lenguaje físico y sensorial que despierta puede llevarnos al fondo de nuestras pesadillas. Es lo que ocurre cuando nuestros cuerpos están hipersensibilizados: que todo puede y nos va a pasar. No creo que una buena canción nos pueda redimir, pero sí puede levantar ese lenguaje del cuerpo, ese otro movimiento que no sabe decirse en palabras y que no las necesita.

Los hábitos de consumo capitalista han impuesto un debate que afecta a campos como el arte o el cine, y al que la escena musical no parece ajena: vivimos entre la idealización del vehículo físico –y la nueva ritualidad asociada, por ejemplo, al acto de comprar un vinilo o encender un radiocasete– y una suerte de ferviente posthumanismo –defensor de la digitalización absoluta y la disponibilidad ilimitada de la música, ya sea por razones de practicidad o ecologismo, entre otras–. ¿Cuánto de cierto y de impostado hay en esta disyuntiva? Tanto en la música, como en la literatura, ¿necesitamos al formato y sus limitaciones o la esencia reside en el acto de consumo con independencia del cómo?

Los formatos no son solo formatos: son experiencias. No es lo mismo escuchar música en Spotify que en un concierto o en un vinilo. En un vinilo, por ejemplo, necesitas estar presente. En algún momento tienes que darle la vuelta al vinilo. Te exige más atención en la escucha. Además, suena diferente. Todos los formatos te ofrecen una experiencia particular y única.

El Ruido Solar, el misterioso macrofestival que sucede a los pies de un volcán andino y que sirve de marco global a la novela, se revela como un lugar de encuentro, pero también como una vivencia catártica que potencia virtudes y expone vergüenzas. En un contexto donde proliferan mastodónticas maquinarias de ingresos para los promotores en las que la música no parece más que una excusa en forma de bandas a las que ver desde lejos…, ¿qué buscamos hoy en los festivales? ¿Qué queda del espíritu contracultural de Woodstock del 69 o las primeras ediciones del Burning Man?

No soy de ir mucho a festivales, así que no sabría decirte. Lo que sí puedo contar es que ningún concierto es igual a otro y ningún festival es igual al anterior. La experiencia colectiva de la música transformada en capital económico, sin ninguna mirada ni política ni artística, está masificada, pero estoy convencida de que sigue habiendo festivales contraculturales que apuntan a otro tipo de acontecer musical y grupal. Igual no convocan a tanta gente como otros festivales más superficiales, pero ahí están. La música siempre ha sido un territorio de experimentación e innovación, un espacio de insurgencia. Hay que saber a dónde mirar (y, sobre todo, qué escuchar). 

La familia, construirnos desde su existencia, pero también desde su ausencia, es otra de las premisas fundamentales del libro; su protagonista, Noa, a la que siempre vemos a través de los ojos de otros narradores, se reencuentra con su padre, que la abandonó de niña, y de ese reencuentro emergen confesiones tan incómodas como potencialmente liberadoras. ¿Podemos realmente huir de la sangre que llevamos dentro? ¿Cuál es nuestra auténtica responsabilidad hacia quienes vienen y hacia quienes nos preceden?

Marosa di Giorgio dice en uno de sus poemas: “Está en llamas el jardín natal”. Es así: el origen siempre es un incendio. Arde dentro de nosotras, a veces de forma insoportable, a veces como un faro que nos guía. Nadie entiende del todo su origen, hay algo que se escapa y eso es el movimiento incesante de la vida. Noa está marcada por el abandono de su padre, no determinada por él. No puede escapar de su pasado, nadie puede, por eso va a enfrentarlo a su manera, reencontrándose con su padre. Su intención es mirar de frente al abandono y ver si allí puede encontrar señas de su futuro. Todas miramos a nuestros padres como si temiéramos convertirnos en ellos. El origen tiene mucho de oráculo. 

Nicole, la mejor amiga de Noa, se embarca con ella en este viaje iniciático hacia las profundidades del alma, donde ambas conocerán a otros personajes como Pamela, Mario o Pedro, cada uno con sus propias motivaciones y desenlaces, porque en esta historia habita también una exploración de la amistad, sus fronteras y orígenes. ¿Por qué en el siglo XXI seguimos buscando la pertenencia a esa suerte de tribu escogida que son las amigas y amigos? ¿Queda espacio para repensar nuestra relación con los demás en una sociedad que parece cada vez más atomizada e individualista?

Justamente esa vuelta a la colectividad tiene que ver con construir redes de afecto fuera de lo sanguíneo y de lo familiar. Las amigas son ese espacio posible donde crear lazos intergeneracionales, refugios en medio de la tempestad. A mí me interesa mucho la amistad, pero no desde una perspectiva maniquea, sino con todos sus conflictos y desequilibrios. Porque no es que la amistad sea una relación libre de violencias, jerarquías ni dramas. Toda relación humana es compleja, y la literatura está para que pensemos de cerca esas complejidades. Mi novela va también sobre la disolución de una amistad, y está bien que podamos pensar que las amistades pueden terminar. Hoy en día hablamos de cómo las relaciones de pareja pueden disolverse y no pasa nada, las estamos desromantizando y eso está genial, pero cuidado con ponernos ahora a romantizar la amistad.  Así como ciertas amistades se separan, nacen otras. Lo importante es que queremos estar unidos a otros. Necesitamos de los demás. 

La misteriosa figura del Poeta, acompañado de las danzas de los llamados ‘Diablumas’ o diablos de la montaña, simboliza la concepción de la palabra en un sentido casi físico, y el alumbramiento de un espectáculo que lleva al trance a quienes asisten a él. En un mundo dominado por la tiranía de la imagen, el brillo y la inmediatez, ¿qué puede hacer por nosotros el poder evocador de la poesía?

Refundarnos los sentidos. La poesía nos crea unos nuevos ojos, unos nuevos oídos, un nuevo olfato y un nuevo tacto.

Con sus volcanes en erupción y su paisaje extremo, en la novela hay una reivindicación de tu tierra, Ecuador, en un sentido casi telúrico, al mismo tiempo que un canto a lo agreste en detrimento de lo urbano; incluso hay sitio para la denuncia social a los contextos de guerra, inseguridad, crimen y pobreza que afectan o han afectado a los países latinoamericanos. Como escritora, ¿qué dirías que aporta esta conexión terrenal a tu obra? ¿Es complementaria o contrapuesta a una literatura donde predomine el componente especulativo?

No sé si hago un canto a lo agreste en detrimento de lo urbano. Sí siento que me interesa pensar el territorio como algo vivo y que no responde siempre a nuestras necesidades. En la novela, las ciudades están tomadas por la violencia, pero tanto el páramo como el volcán son espacios donde resulta difícil estar: a los protagonistas les caen tormentas eléctricas, presencian erupciones volcánicas, los ataca una yeguada, pasan frío, hambre, etc… Lo natural no es un paisaje, es una invención discursiva. Por eso me interesa pensar más desde la idea del territorio, porque uno habita el territorio, no lo mira a la distancia como a un paisaje. El problema es cómo escribir de tal manera que se trate lo más horizontalmente posible el territorio, sin instrumentalizarlo, sin convertirlo en una mera escenografía. Yo no quiero que los territorios que aparecen en mis libros sean solo escenográficos. Quiero que le hagan algo a la escritura y a los personajes.

No son pocos los personajes de la novela que buscan la trascendencia siguiendo caminos lisérgicos, simbólicos o rituales; hay interés en llegar más allá de las barreras que el mundo nos impone, ya sea integrándonos o separándonos del legado animal que compartimos con el resto de los seres que respiran, seres para los que, por cierto, también hay sitio en tus páginas. ¿Podemos, verdaderamente, aspirar a algo más allá de lo que vemos y sentimos? ¿En qué afecta a este deseo de trascender el vertiginoso avance de la tecnología?

La misma ciencia nos está diciendo todo el tiempo que hay más que aquello que podemos mirar y medir. Uno de mis poetas favoritos, Ernesto Cardenal, era sacerdote y gran lector de revistas y libros sobre física cuántica. Sus poemas son una sinergia entre ambos mundos: la visión teológica y la científica. En uno de sus poemas, él escribe: “Hidrógeno seré pero hidrógeno enamorado”. Lo que me interesa no es tanto responder a si hay o no algo más allá, sino esa necesidad humana, esa sed de poesía que no se agota pese a vivir en un mundo hiperpositivista. Yo creo que los personajes de mi novela tienen una herida en forma de pregunta y, como todos los seres que se hacen preguntas hondas, buscan respuestas en aquello que les intensifica la vida: el arte.

Llena de párrafos para enmarcar, ‘Chamanes eléctricos en la fiesta del sol’ se erige en una narración alucinatoria y fragmentaria, como la propia vida, que mantiene la huella temática y estilística de títulos anteriores como ‘Mandíbula’, ‘Nefando’ y ‘Las voladoras’, al mismo tiempo que abre el foco fuera de géneros próximos al terror para adentrarse en terrenos inexplorados. ¿Cuáles dirías que han sido los mayores retos a los que te has enfrentado para alumbrar una obra tan compleja? En este sentido, ¿qué podemos esperar de la futura Mónica Ojeda?

No tengo idea. La verdad es que yo solo quiero una cosa: seguir siendo lúdica con la escritura, seguir explorando formas y temas, seguir asombrándome.

Para cerrar la entrevista, y como he tenido la suerte de comprobar en tus sesiones de firmas, te vamos a pedir una canción –o un disco– y un poema –o un poemario–. Y un par de porqués, claro.

Álbum: La llorona, de Lhasa de Sela (porque su voz es joven y antigua a la vez, y porque sus letras son bellísimas). Poemario: El libro de las preguntas, de Edmond Jàbes. Porque es un libro sagrado, una biblia para los lectores de poesía. Un libro que se abre en el desierto.

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