Hay muchas formas de pagar por sexo (y no hablamos solo de prostitución)

Daniel Craig en la película ‘Queer’.
Alguien recibe un billete arrugado o un ascenso imposible, una mansión con hijos o un apellido con nuevas posibilidades. Cobranza de cariño o alquiler de cuerpos, las mil y una formas del intercambio… No es solo la prostitución, hay muchas variantes –aceptadas en distintos grados– de ‘pagar por sexo’. Detrás de todos los medios de pago, sin embargo, permanece la pregunta íntima: la necesidad de afecto de las personas que se vinculan.
“Habrás ido provocando”, me espetó una mujer de unos 55 años en las cañas de Año Nuevo entre compañeros de la Escuela de Idiomas, mientras hablábamos de situaciones en las que chicos bastante jóvenes ofrecen sexo a las señoras, al paso. Sexo pago, se sobreentiende, o se intuye, cuando esto ocurre en la calle céntrica de una gran ciudad, de madrugada. Contabilizo algunos de esos encontronazos por la noche, tarde, en callejuelas oscuras alrededor de la Gran Vía, en Madrid, o en la plaza de Djema El Fnaa, en Marrakech. Aunque estoy segura de que ocurre a menudo, en muchas (o todas) ciudades del mundo.
Huelga decir que no es necesaria ninguna provocación para ser el (o la) depositaria de este tipo de ofertas, que pueden tomarse con humor o perplejidad, pero que existen; negarlas no nos hace más valioses, valiosas, valiosos. Sí nos pueden llevar a la reflexión acerca de lo que significa íntimamente la idea de pagar por sexo… ¿Quién no recuerda aquella impactante película llamada Paraíso Amor, sobre el turismo sexual de las europeas, según el austríaco Ulrich Seidl?
Por lo demás, ¿hasta dónde podría extenderse la noción de la prostitución (o sexo pago), si también puede asociarse con ambiciones diversas y con ciertos matrimonios de aparente conveniencia? En esta dimensión tan poco nítida pueden mencionarse los pagos por cuerpos (y caricias) que no necesariamente se efectúan en metálico, sino en facilidades de acceso a posiciones de poder, en un ascenso o la supervivencia en un trabajo, en una pertenencia a ciertos escalafones sociales inaccesibles de otro modo…
Más allá de los debates sobre la prostitución, su dimensión relativa a la dignidad humana y la faceta política (abolicionismo, sí o no), sus condiciones laborales (si es que puede considerarse un trabajo), su validez como recurso de supervivencia, la lacra de la explotación o el engranaje industrial ligado a la carne humana, más allá de todos esos ángulos, está la pregunta íntima por la necesidad de afecto de las personas que se vinculan.
Por esta ansia de amor o cariño nos preguntamos, una y otra vez, haya o no desequilibrio de poder, clase o dinero. Y aquí podrían entrar también el becario de Nicole Kidman (en Babygirl, de Halina Reijn) y el deseo de esta super-ejecutiva (con el plus de ardor que podemos intuir las que conocemos el torbellino que suele arrastrarnos en los últimos años de fertilidad o ante su inminente pérdida). Hay en esta ineludible película una mirada claramente femenina sobre el aburrimiento matrimonial y las fantasías, pero también habla de la eterna necesidad humana de un abrazo verdadero, cuando el juego se aplaca. Y entonces los amantes se vuelven niños inermes, cada uno a su turno.
Otra cinta reciente, otro caso, y cambiamos el género del protagonista para seguir dándole vueltas a la pregunta: Hablamos de Queer, de Luca Guadagnino, con un magnífico (y repugnante) Daniel Craig que hace absolutamente creíble el personaje que es un alter ego de William Burroghs, autor de la novela que inspira el filme.
De Burroughs –autor de El almuerzo desnudo– se sabe que cultivó como pocos las prácticas de la blanca bohemia colonial (incluidas las de los poetas beatnik). Nos referimos, en particular, a aquello que concierne a la satisfacción de su deseo sexual en sitios exóticos –y pobrísimos– con chicos jovencísimos (en Tánger, por ejemplo, aún pervive su pésima reputación, ligada al abuso de menores) y el absoluto desdén que demostraban estos trotamundos de trajes arrugados por la población local.
Burroughs se paseó por la ciudad marroquí a menudo, entre 1953 y 1961, y sobre su vida en ella confesó: “Allí puedes hacer exactamente lo que quieras”. Algo similar habrá sentido en México y en Ecuador, escenarios en los que se mueve el personaje central de Queer, siempre de impecable lino blanco, bebiendo hasta inflamarse en rojo-sol-y-bourbon (como buen guiri rubio) y pendiente de las pieles tersas que puedan comprarse de camino a la barra del siguiente bar.
Es el guiri que no para de intentarlo con todos los chicos lindos a su paso –sean locales o expatriados– y que llega a convertirse en un pesado cuya lascivia ahuyenta incluso a los parroquianos de su propio entorno. Así descrito, Craig provoca un rechazo indescriptible, ¿no?
En efecto, nos causa mala impresión, lo vemos tambalearse y fumar y beber, no lo queremos cerca. Aunque hay algo de virtuoso en Guadagnino –en el tratamiento de la imagen y en la dirección de actores– que hace que el asco primero vaya tornando en compasión. Esa exasperación por el afecto que tan bien transmite la película atraviesa los billetes maltrechos que extiende el señor a sus partners. A veces, sus cavilaciones le hacen devolverlos a la billetera: no sabe si ofrecer dinero, porque nunca se relaciona con alguien con la sensación de estar gustándole, en igualdad de condiciones.
Ese miedo a no poder despertar jamás el cariño del otro, eso conmueve. Y entonces llegamos a olvidar las venas inflamadas de absenta y trópico. Y en el norteamericano colonizando su patio trasero latinoamericano vemos apenas a un niño grande desesperado por una caricia.
Es el niño que intenta tocar a alguien, pero teme al rechazo. Y en él nos reconocemos.
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