Hay que exterminar a la juventud
El columnista se enfrenta hoy a la invitación para dar una conferencia, y decide hablar de la juventud. Con un par… Dos operaciones de riesgo en una tacada. Lo tiene claro: hay que exterminar a los jóvenes, porque vienen muy chulitos. Y, por el momento, no se nos está dando nada mal: estamos consiguiendo que sean becarios y precarios durante décadas.
Sería conveniente acabar con los jóvenes. Son megacultos y hacen malabares internéticos, cada vez hablan más pronto como deberían hablar mucho después. Los jóvenes lo van a petar muy fuerte, nos van a barrer porque vienen incluso mejor preparados que nosotros: es que se han preparado ellos mismos mediante tutoriales de YouTube manufacturados en Latinoamérica, rabilando con el iPad desde el minuto uno de su existencia. Yo he entrevistado a adolescentes empresarios que ya llevan tres start ups a sus espaldas antes de ser mayores de edad, a los que les mola fracasar -como a los estadounidenses- y que no quieren ir a la universidad, a la que consideran decimonónica o peor. Ya no tendrán que comerse una crisis, o vivirán en una crisis perpetua, que no es lo mismo y, además, como dijo no sé quién, los jóvenes siempre tienen las de ganar porque siempre juegan con el tiempo de su parte. Porque son jóvenes, claro.
Por el momento, eso de exterminar a la juventud no se nos está dando nada mal: cada vez nacen menos churumbeles en los países desarrollados, les damos una educación y unos cuidados cada vez más deficientes, y la mayoría de los que estudian mucho-mucho-mucho llegan a pobre con doctorado, emigrante laboral o taponado por una gerontocracia inmóvil, que prejubila por arriba y precariza por abajo (de ahí el freelance). En un futuro ideal, si seguimos esforzándonos como hasta ahora, y ayudados de la baja natalidad, estaremos solos los mayores, haciendo nuestras movidas sin que nadie nos perturbe. ¿A qué vienes ahora, juventud?, se preguntaba Gil de Biedma. Que te pires, coño, habría ahora que añadir.
Se me presentan estas reflexiones porque el otro día me invitaron a dar una conferencia sobre lo que me diera la gana y decidí hablar sobre la juventud y sobre el tapón generacional. Yo este año cumpliré 36 años, así que creo que dejaré de ser definitivamente joven, aún aferrándome al concepto más laxo y longevo de juventud. Que hasta ahora mismito lo he sido lo prueba el hecho de que hace nada gané un premio de poesía joven, aunque igual lo que era joven era la poesía y no yo. En cualquier caso, ¿qué es ser joven?
Para la sabihonda Organización Mundial de la Salud (OMS) se es joven de los 10 a los 24 años, pero esto no se lo cree nadie, como aquello que dijeron de la carne procesada. Cuando llegué a Madrid, en octubre de 2001, el abono transporte de tarifa juvenil te lo daban hasta los 21, así que se me acabó en pocos meses el chollo, pero ahora llega hasta los 26; la juventud ahí ha ganado terreno. En el Carrefour de Lavapiés, como siempre, son muchísimo más generosos: la tarjeta joven dura hasta los 30, edad a los que algunos ya peinan canas o lucen calvas. En fin: que tampoco es lo mismo ser un joven narrador de 40 palos que una gimnasta rítmica jubilada a los 25.
Lo que pasa es que el concepto de juventud ya no sirve simplemente para delimitar una franja de edad. Por ejemplo, en otros tiempos eso de la juventud, como periodo idílico para formarse y ser un puto irresponsable, no existía. Uno entraba de aprendiz a los 16 y a los 25 ya estaba casado y con un tropel de vástagos a los que difícilmente podía alimentar. Ni PlayStation ni hostias. La juventud tal y como ahora la conocemos llega con el bienestar, y ahora resulta que el personal quema la consola hasta sexagenaria. Eso de la cultura juvenil debió de nacer en los años 60, con la contracultura, que predicaba que había que ser joven, rebelde, escuchar rock y hacer yoga. La contracultura dicen que perdió la partida, pero ahora es hegemónica: se escucha música moderna hasta bien entrado en años, la rebeldía sirve para hacer anuncios de coches y la reina de España tiene un «compiyogui». Hoy en día se puede ser joven hasta la tumba, aunque, como decía también el poeta, «la triste realidad asoma»: el cuerpo no engaña y no es lo mismo una resaca a los 20 que a los 40.
Yo quedo por Navidad con esas amigas y amigos que tienen hijos hermosos que saltan y corretean y sé que, por mucho que se quejen, y que ‘qué jodido es ser padre’, están en el momento más estelar de sus vidas. Yo creo que nací para tener 18, 20, 25 años e ir a beber kalimotxo a la Plaza del Paragüas (que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde). Sin embargo, había gente entonces que parecía no estar cómoda con la edad, como si este traje raro que es la vida les quedase pequeño o grande. Ahora es al revés, ahora es su turno de molar y ser molado: yo estoy incómodo teniendo 35 años, y los que tendré después, 40, 50, 75, como si estos extraños zapatos que son la vida me empezaran a rozar. Yo nací para ser un joven militante convencido de su propia juventud, pero viene la ventolera gélida del tiempo, y dentro de unos años esos niños hermosos, hijos e hijas de mis amigos y amigas, serán adolescentes y serán swaggers y escucharán trap, si es que tales cosas existen todavía, y por Navidad quedaremos, como hicimos hace unos meses, y me mirarán y yo seré un señor que se niega patéticamente a envejecer y le dirán a mis amigos y amigas: papá, mamá, ¿de dónde coño ha salido este? Los jóvenes son odiosos porque siempre van a vencernos, porque el tiempo les sopla a favor. Lo bueno es que siempre habrá otros jóvenes detrás para joderles bien, y así por los siglos de los siglos, amén.
Pero, cuidado, no nos confiemos: a los chavales les importa una mierda el calendario, vendrán al atardecer y nos quitarán nuestros trabajos, se follarán a nuestras parejas, cometerán atentados terroristas contra nuestras convicciones estéticas (algunos, solo algunos, un escaso 1%, querrán hacernos el amor, pero siempre a cambio de algo), dominarán el mundo, si les dejamos mundo. Así que igual sería conveniente acabar con el planeta, intensificar la finanza y el vertido químico, aplicar políticas de tierra quemada: quemar la Tierra. Que no quede nada aprovechable, ni ningún lugar con wifi. O mejor, mantener un perfil bajo, y esperar a que piensen que triunfan, y luego a que envejezcan y a que mueran, y por fin nos dejen solos, con nuestras pequeñas cosas, en nuestros pequeños sitios.
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