“Hay que matar al niño, María”. Y yo le he dicho que sí
Un niño de 20 meses en muerte cerebral irreversible. Los médicos lo desahucian. El pequeño se aferra a la vida en estado vegetativo. Su padre propone entonces matar al niño, él lo matará. Su madre calla. Resulta muy difícil recomendar una novela como ‘De tres a cinco minutos’, pero resulta aún más difícil no hacerlo, porque en ella todo yace sobre esa belleza sobrenatural que abraza siempre con tanto ahínco el dolor. Reyes Navas Montalvo (Madrid, 1964) ha escrito un libro único, de una veracidad que desarma, un abismo que se abre ya desde el título. Un libro que nace, crece y estalla desde el dolor. Y nos revuelve y descompone. Nos parte en dos.
De tres a cinco minutos es un libro rebosante de palabras duras, desesperadas, a veces vergonzantes para su narradora por el lugar del que emanan, palabras que pelean contra una violencia descomunal, contra un violencia que se autoinflige, contra una violencia que se sufre por persona interpuesta, contra esa violencia que en la mayoría de las ocasiones se adscribe al amor.
“He de cuidar de mi hijo, pero no excederme en los mimos. He de atender a mi hombre, pero no descuidar a mi hijo. He de cuidarme yo, pero no descuidarles a ellos. La cabeza me explota”.
“Y un día exploto porque no lo soporto. Y estallo una copa contra el reloj de la pared. Y el cristal de ambos se hace añicos. Rafael apenas ha conseguido esquivar el golpe agachando la cabeza. La pared se inunda de agua y de cristales. Has sido una niña mala, me dice. Desde ahora llevaremos a todas partes este reloj roto para que no olvides la vergüenza de dejarte llevar por la ira”.
María, la protagonista de esta novela, es una rehén en cualquier lugar en el que haga acto de presencia. Es una rehén en casa de sus padres, de su marido, es una rehén de la maternidad y sobre todo lo es del dolor:
“En el piso cuarto letra A, a solo dos minutos caminando, Rafael está matando a Hugo. Lo estamos matando. Por segunda vez”.
“Hay que matarlo, María, me ha dicho Rafael esta mañana. Déjame a mí.
Y yo le he dicho que sí”.
María sale de casa para no ver morir a su hijo. María anda y recuerda. Le pide perdón a su niño vegetal, a ese árbol inesperado cuyas pequeñas raíces maniatarán para siempre su biografía, mientras el viento acaricia la cara de su hija viva. María no pierde el paso, María no retrocede, es una paria con el corazón deshecho. Es la niña que jugó a ser mujer en los brazos de un maltratador psicológico, es la madre que ha perdido a su hijo, aunque aún ocupe su cuna y su cuerpo esté atravesado por agujas y tubos de plástico. A veces el agua es una prisión de la que no se sale nunca. No hay indulto posible cuando el agua quiere conquistar un territorio:
“Deambulo por las aceras torcidas de esta plaza callada de Madrid. Nada me habla. Nada me escucha. No sé si su boca estará aún caliente cuando Rafael le ponga la mano encima”.
María está sola y su soledad conforma un cántico lleno de palabras cristalinas, un cántico que contradice esa oscuridad que deja la inminente llegada de la muerte. María se aferra al pasado para golpear sin descanso esa máscara fúnebre en que se ha convertido su futuro. Pero enseguida se da cuenta de que ningún tiempo verbal puede borrar la eterna quietud de un hijo:
“Otra madre pasea por las calles que yo recorro una y otra vez hasta la plaza del Carmen. Quizás espero que yo también me acerque a su hijo y que charlemos sobre pañales, sobre noches sin dormir. Pero yo no busco charlas, miradas a hijos, acercamientos, sonrisas. No quiero tocar a otros hijos, no quiero hablar con ninguna otra madre. No quiero saber de ningún presente y de ningún futuro”.
“La diferencia entre el todo y la nada está en el límite del verbo”.
De tres a cinco minutos es un libro pequeño y delgado, pero a veces ¡cuánto cuesta sostenerlo! Sin embargo, el lector no se permite soltarlo, no se plantea abandonar su lectura ni un solo instante.
De tres a cinco minutos es un libro que quema entre las manos, que deja cicatrices profundas, surcos de agua helada entre los pliegues de la piel:
“Hugo ha vivido sus veinte meses de existencia desprotegido, muchas veces en auténtica soledad”.
“La niñez es un espacio de sombras. Los niños deambulan por el mundo expulsados del vientre de su madre. Pasean su desconcierto de crías abandonadas. Llegan al mundo conectados a un hilo de vida que les cortan de un tajo. Quedan desprotegidos al azar de circunstancias, de inconsistencias, de dudas, de exigencias de silencio, de miedos, de principios. Los niños viven de milagros”.
María sabe que ha sido víctima, pero también verdugo, que se ha plegado a las necesidades de un narcisista contumaz en detrimento del porvenir de su propio hijo:
“Hugo reía. Le dimos de todo. Salvo caricias. Repetimos el camino que a cada cual nos habían enseñado como el correcto”.
Y ahora para ella la calle es el cilicio, ese gélido látigo que puesto en marcha hará arder su carne y su memoria.
De tres a cinco minutos es un libro en el que, como digo al principio, la violencia es el personaje protagonista, una violencia que no deja marcas estéticas, pero que es capaz de demoler hasta el cuerpo más titánico:
“Nunca pude amamantar a mi hija, porque la violencia de ese parto me cauterizó”.
Una violencia que en ningún momento se persigue, una violencia que involucra a madres e hijas, una violencia que nos hace reflexionar una vez más sobre la violencia de las mujeres contra las mujeres. Reflexionar contra esas madres-monstruos que jamás se apiadan de los errores de sus hijas:
“Mi madre no tolera las cosas que no puede controlar. Ella solo tolera su propia mierda”.
De tres a cinco minutos es un libro que exhala desconcierto en quien lee, que le lleva a presenciar cómo pesa en la mirada el dolor que una madre debe callarse. Cómo pesa la violencia que la sociedad alienta. La violencia que se perdona si la inflige un triunfador. Cómo pesa la culpa de una madre anulada por un monstruo que hace de ella un animal débil con la columna vertebral partida, de un monstruo que solo recurre a la piedad para matar a su hijo:
“La enfermera me informa de que, a la mañana siguiente, si Hugo no ha muerto, lo bajarán a la planta de los niños normales, esos que solo tienen un brazo roto o una escarlatina”.
De tres a cinco minutos es un libro despiadado con la narradora. Un libro con una estética emocional desnuda y, a la vez, tan profunda como la boca de ese pozo del que todos saben que por más que perforen jamás saldrá agua.
“Hugo sabe lo que es esperar un abrazo y no tenerlo. Sabe lo que es llorar en la oscuridad de un cuarto y no ser callado por nadie».
Un libro cuya brevedad pesa de una forma incontestable.
Un libro que hay que leer sin cautela, porque sus heridas son esas pequeñas oraciones que podrían hacer cambiar la dinámica del mundo.
Un libro que hay que comprar, y regalar, porque en él habitan esas revelaciones que pondrán a Dios contra las cuerdas, esas revelaciones capaces de poner al diablo de parte de todos los niños del mundo.
Un libro que hay que leer, porque cada mirada que lo persiga aliviará la culpa de una madre que debe ser exculpada de todo.
‘De tres a cinco minutos’. Reyes Navas Montalvo. Barbarie Editora. 142 páginas.
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