“Pensamiento conservador y mágico están estrechamente ligados”
La comemadre (Fulgencio Pimentel, 2023) es una de las obras más inclasificables que se han publicado en los últimos tiempos: dos historias separadas por cien años de diferencia y conectadas por lazos temáticos y argumentales a base de sanatorios con milagrosas curas para el cáncer, perversos y alocados experimentos pseudocientíficos que involucran cabezas cortadas, ridículas revelaciones amorosas, trauma intergeneracional y juguetes rotos encumbrados a la categoría de artistas. Charlamos en persona con su autor, Roque Larraquy, con motivo de su reciente visita a España para participar en diversos eventos literarios y presentar en librerías tanto esta obra como La telepatía nacional.
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Roque Larraquy nació en Buenos Aires en 1975. Su primera novela, La comemadre (2010), es la única escrita en español seleccionada por el National Book Award for Translated Literature, y ha sido publicada en una veintena de países. En colaboración con el ilustrador Diego Ontivero, Larraquy publicó después Informe sobre ectoplasma animal (2014), al que le siguió La telepatía nacional (2020), su última novela hasta la fecha, seleccionada por The New York Times entre los diez mejores libros escritos en español en 2020. Desde 2016, es director de la Licenciatura en Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes, en Buenos Aires. El Asombrario ha charlado con este audaz diseccionador de lo grotesco, lo irracional y lo civilizatorio acerca de las fronteras de la ciencia, el pensamiento mágico, el mercado del arte, la sátira como herramienta narrativa o las perspectivas creativas frente a herramientas tecnológicas como la inteligencia artificial, entre otros muchos temas.
El Sanatorio Temperley es, sin duda, el epicentro geográfico del libro: un lugar supuestamente destinado a los pacientes de cáncer a principios del siglo XX que termina convirtiéndose en un alocado carrusel del horror en nombre de la ciencia. Al leerte, imposible no acordarse de aberraciones como las de Josef Mengele en los campos de concentración nazis, de Cesare Lombroso y su descripción genética y fisiológica del delincuente, o de disciplinas pseudocientíficas como la frenología. Ya hace tiempo que se viene diciendo que la ciencia no es algo neutro y que, en más casos de los que creemos, se ha utilizado para confirmar nuestros sesgos y prejuicios, pero, aún desde el falsacionismo del filósofo Karl Popper, ¿cómo se explica que, en el siglo de la hiperinformación, exista el terraplanismo, el pensamiento conspiranoico antivacunas o la negación del cambio climático? ¿Vemos lo que queremos ver?
Bueno, en principio creo que es una pregunta más para un filósofo que para un escritor. No sé si tengo una hipótesis cerrada en torno a eso. Sí creo que, al menos en lo que escribo, trato de reflejar algo que advierto que se repite una y otra vez en diferentes lugares del mundo y en diferentes momentos de la historia: la relación muy, muy estrecha entre pensamiento conservador y pensamiento mágico. Y en ese punto, cuando el pensamiento conservador y el pensamiento mágico están además del lado del poder, y del lado del dinero, y del lado de la acumulación de capital, muchas veces eso deriva en la búsqueda de filosofías o disciplinas o incluso sistemas que buscan ser científicos para poder explicarse de alguna manera el mundo. A mí no me sorprende que exista aún hoy el terraplanismo. Por supuesto que lo deploro, me angustia y me genera todo tipo de oscuridad. Pero son flujos y reflujos de un pensamiento racional que todavía no logra instalarse del todo como una opción y un pensamiento mágico que parece ser demasiado seductor para mucha gente como para ser abandonado.
Otro de los aspectos más controvertidos del libro es la idea de que, en ciertos casos, el azar, el entretenimiento (por ejemplo, la guillotina como espectáculo para las masas), el morbo, la mera curiosidad, los impulsos irracionales (por ejemplo, el ‘amor’ mal entendido del doctor Quintana hacia la enfermera Menéndez) o la mera ritualidad son la fuerza motora de la experimentación; a veces no hay postulado racional detrás, ni tan siquiera la búsqueda de una aplicación práctica para solucionar un problema concreto. ¿Debería darnos miedo esta ‘aleatoriedad’ o que ‘no haya nadie al volante’, o se trata más bien de aceptar que, en el fondo, somos monos detrás de una bata y unos anteojos?
No creo que deba darnos miedo esa aleatoriedad que vos señalás. Y tampoco creo que seamos del todo (o todo el tiempo) monos con una bata y anteojos. Hay algo que me resulta fascinante de la ciencia, en realidad. Porque desde ya te aclaro que, en mi perspectiva personal, no soy una persona que tenga un discurso anticientífico. Yo creo que sí: la ciencia, como cualquier producción humana, siempre está atravesada por miradas de época, por restricciones de esa mirada de época, por prejuicios… pero a la larga, el modo en el cual la ciencia encontró la manera de hacerse preguntas una y otra vez es lo que tarde o temprano la va modificando, la va salvando. Digo: hay algo dinámico y plástico en la ciencia, que es todo lo contrario al pensamiento mágico. El pensamiento mágico suele ser tradicional, cristalizado, dogmático, etc. La ciencia, en cambio, por suerte, tiene toda una serie de recursos para estar en una circunstancia plástica.
Dicho eso, una cosa que siempre me llamó la atención, justamente como material narrativo, es el universo de las pseudociencias. Porque son como el registro arqueológico de un tipo de discurso que buscó dar una impresión convincente de la realidad y no lo consiguió. Estoy pensando en el espiritismo, la medicina electro-galvánica, la frenología, etc… Cuando uno lee esos materiales con un siglo o un siglo y medio de distancia se encuentra con textos claramente literarios, llenos de argumentaciones, de terminología específica, que intentan convencer sobre esa verdad. Y, en cierta medida, me resultan muy conmovedores, quizás en un sentido estético. Busco llevar a mis libros algo de eso.
“¿Una cabeza cercenada sigue siendo Juan o Luis Pérez o es la cabeza de Juan o Luis Pérez?”, pregunta uno de los personajes en un momento dado. Y, hablando de separar, ‘La comemadre’ está separada en dos partes, dos historias con cien años de diferencia, pero más similitudes de las que a priori nos gustaría reconocer entre una época (1907) que hoy creemos muy atrasada y otra (2009) que suponemos ‘civilizada’ por su cercanía a nuestro momento actual. Como en la paradoja del barco de Teseo, ¿dirías que, a medida que hemos ido ‘perdiendo la inocencia’ (a base de secularizaciones, guerras, crisis económicas, etc…), nos hemos dado cuenta de que solo somos piezas sustituibles? ¿O, más bien al contrario, seguimos anhelando dotar a nuestras vidas de un significado superior?
Yo creo que perfectamente ambas cosas pueden convivir un poco eléctricamente en lo contemporáneo. Probablemente sí nos podemos percibir como piezas sustituibles. También estamos en busca de un sentido, y todo eso se hace, de alguna manera, cada vez más líquido, más inasible. Es muy difícil pensarse hoy en día. De hecho, por la llegada de las nuevas maneras del fascismo, hay algo que… [duda] se termina imponiendo, que es la idea de una discontinuidad con el otro, en lugar de la continuidad con el otro, una separación del otro, en lugar de una continuidad. De una red con el otro.
Y en ese punto lo que sí creo aparece no tanto como una novedad, pero sí como un foco particular de interés, ya desde hace varias décadas; es el modo en el cual el cuerpo es el espacio donde se libran nuestras batallas. Eso no significa renunciar a la posibilidad de una mirada, si querés, cósmica. No es una renuncia, sino que es una incorporación, que, por supuesto viene de Nietzsche en adelante. No es ninguna novedad, pero, en este momento, con la mayor visibilidad de las diversidades físicas, de géneros, sexuales, entre muchas otras, además de las diversidades étnicas y culturales, en todo ese marco de la diversidad que considero absolutamente saludable, el cuerpo hoy termina siendo uno de los ejes a través de los cuales uno puede pensarse.
El artista que protagoniza la segunda parte de la novela no termina de tener claro si busca la aceptación universal (que todos le quieran) o la inmortalidad (aunque sea ‘por partes’ y en diferido), y quizás ese sea el eterno dilema del arte. ¿Por qué le damos tanta importancia a la Gioconda o un Picasso si, de aterrizar un alienígena en nuestro planeta, puede que no viese en ellos más que un pegote de pintura sobre una tabla? A ti en particular, ¿qué es lo que más te interesa del arte como vehículo narrativo?
El arte siempre fue un foco hipnótico de atención para mí, y lo fue de un modo bastante desjerarquizado: desde el arte más convencional e institucional hasta los arrabales del arte. Esa mirada fascinada que tengo hacia él como… [duda] excedente innecesario de la cultura, como algo que se produce sin una instrumentalidad inmediata, como un artefacto que permite pensarse por fuera de la experiencia más cercana… esos son los elementos del arte que me fascinan. Por supuesto, hay aristas del arte, como puede ser, en particular, el mercado del arte, que es de lo cual habla la segunda parte de La comemadre, porque no creo que se hable de arte en ella.
De hecho, el protagonista, niño prodigio, es rápidamente ‘vendido’…
Exacto. Y el mercado del arte sí me genera todo tipo de… [duda] rechazo y me lleva a recular. Mirá, hace unos días estuve por Barcelona, y no quisiera sindicar ni acusar a nadie, pero había una muestra emparentada con el mundo del arte que se promocionaba a sí misma. Era una muestra sobre arte prohibido. No le presté demasiada atención tampoco, por lo que voy a hacer un comentario muy superficial, pero promocionaba a sus artistas –que probablemente fueran prohibidos en algún momento, como me ocurrió en Estados Unidos con La telepatía nacional– con fotos suyas imitando la típica foto policial. Y, por supuesto, uno veía a un muchacho con un gorro hipster con la placa policial, y a una señora claramente burguesa, etc… y es ahí donde, en esos desvíos del mercado del arte, en esas trivialidades, ahí me pongo mucho más pedestre, infinitamente más alejado del mundo del arte, y paso a preguntarme cosas que quizás el arte ya no se pregunte: por ejemplo, ¿qué ocurriría si alguien que pasó realmente por esa experiencia estuviera contemplando ese afiche?
Sucede algo parecido con otros mundos, como el del deporte institucionalizado, ¿no? Con el fútbol, sobre todo: una cosa es lo que se practica en la calle o el patio del colegio; otra, sus ligas, federaciones, campañas publicitarias, fichajes millonarios… Hay un agente, el mercado, que quizás lo pervierte en cierto modo…
En gran medida, sí, es como vos decís: hay un enrarecimiento, una perversión, o sea, una versión distinta cuando interviene el mercado en el mundo del deporte o en el mundo del arte. También es cierto que es muy difícil condenar al mercado en algunos de sus modos de circulación. Sin el mercado, muchas veces uno no tendría acceso a…
…cosas muy minoritarias.
Exactamente. Así que sí, entiendo a dónde vas y coincido en gran parte, pero en los últimos años estoy intentando atemperar también mi lectura respecto a cuáles son los modos de circulación dados y posibles en un determinado momento, nos gusten o no.
El aspecto formal de ‘La comemadre’ también es particular, porque no es una novela al uso: está construida a partir de escenas breves y muy visuales (casi como si hubieses ido cosiendo ideas relacionadas), con diálogos que te estallan en la cara y personajes muy característicos, todo en poco más de 170 páginas. Y es un formato al que regresas en ‘La telepatía nacional’. Tanto por el uso de estos recursos como por la propia extensión de tus obras, podría decirse que eres más amante de la elipsis y la brevedad que de los formatos largos. ¿Qué es lo que te atrae de estas estructuras fragmentarias? Para ti, ¿qué convierte en novela a una novela, y cuándo hablamos de relato u otros géneros? ¿Cualquier forma es susceptible de albergar cualquier historia o no siempre?
Yo no sé, a esta altura del partido y siendo profesor de narrativa, qué es exactamente una novela. Sí te podría decir que creo que lo que a mí me interesa que una novela atraiga es la posibilidad de entrever un mundo narrativo. Incluso más allá del modo a través del cual se narra ese mundo narrativo, del recorrido que vos elegís para dar a vislumbrar ese mundo. A mí me gusta la estructura fragmentaria justamente porque, incluso de un modo visual, permite la idea del intersticio, de sentir que lo que se cuenta es menor a lo que existe en ese mundo. Esto le da al lector, si querés, una cierta capacidad emancipatoria respecto a su sobreinterpretación e interpretación de la novela.
A mí me gusta realmente que haya un aroma, que haya, insisto con esta noción, un mundo narrativo que se entrevé, que uno puede espiar, y del que la narración es apenas un punto de entrada. Pero también lo que no se narra me parece muy importante, lo que se calla me parece muy importante, la sensación de inconclusión me parece importantísima. Las tres novelas que escribí, que son La comemadre, La telepatía nacional e Informe sobre ectoplasma Animal –esta última una novela ilustrada, la más fragmentaria y pequeña de las tres– quiebran el orden cronológico, avanzan hasta un cierto momento y luego se les suma un conjunto de otros textos. No son novelas que concluyan la historia, sino que, más bien, lo que hacen es hacer cesar la voz que narra, y se extinguen. Y a mí me gusta esa sensación de inconclusión. Me ha valido no pocos reproches de gente que me dice: “¡Eh, tus novelas no terminan!”. Sobre todo, con La telepatía nacional. Yo no creo que sea así. Creo que no había mucho más por decir. Y aquello que queda después del cese del texto, en todo caso, será composición del lector o no será nada.
La influencia del absurdo en tu obra es notable, acercándote en muchos casos al esperpento o a las pinturas de los expresionistas alemanes tras la Primera Guerra Mundial (como Otto Dix): personajes deformados y situaciones ridículas que, sin embargo, sirven como retratos afiladísimos de aquello en lo que pones el foco. Yo te quiero preguntar: en un contexto social y político como el actual, donde cada día que pasa las redes sociales, los periódicos y la televisión nos sorprenden (para mal), ¿por qué elegir la sátira como herramienta para analizar la realidad? ¿Dirías que, en verdad, ese contexto vertiginoso y grotesco siempre ha existido y siempre existirá?
La sátira tiene un punto clave que es el de la distancia con lo narrado. Con la posibilidad de no estar enceguecido por el amor de lo que se narra. Con la posibilidad de avanzar sobre un mundo narrativo con una voz que siempre está jugando desde una distancia que, bueno… [duda] implica algo de burla y también algo de posibilidad de lectura de lo que ocurre. Mirá: hay algo que pasó con La telepatía nacional que a mí me parece que se aviene mucho a tu pregunta. Cuando La comemadre se publicó traducida al inglés en Estados Unidos, tuvo una muy buena circulación y terminó siendo nominada a los American Book Awards. Con lo que la editorial que en ese momento me había publicado estaba muy entusiasmada por publicar mi nuevo material. Lo recibieron y, cuando lo leyeron, ni siquiera me respondieron a mí. Le mandaron un muy breve correo electrónico a mi agente explicándole que no lo iban a publicar porque consideraban que, en el contexto actual de los Estados Unidos, en ese contexto de tensiones raciales y culturales, de acusaciones recíprocas de apropiacionismo, etc… consideraban que la novela podía ser leída como una novela colonial, en lugar de como una novela no colonial o de la historia. Y que, además, la sátira no siempre se traducía bien. Así que decidieron no publicar la novela.
Por suerte, conseguí rápidamente otra editorial de habla inglesa, de Reino Unido, que sí podía publicarla y donde, a diferencia de lo que sucedía en la editorial estadounidense, evidentemente había algún otro criterio de lectura para entender que la novela es ostensiblemente una sátira. Y que ninguno de los villanos que la habitan son la opinión de la novela en sí, sino más bien al revés.
Uno de tus sospechosos habituales es el respeto reverencial a conceptos ‘sacralizados’ como la medicina, el arte, el progreso, la antropología o incluso la patria (idea esta última que sirve como excusa, sobre todo en ‘La telepatía nacional’, pero también en ‘La comemadre’, de donde sale esta frase: “La mayoría se deja convencer porque intuye un desafío científico argentino de dimensión mundial, y en esta efusión de patriotismo entregan el cuerpo”). Volviendo a Popper y su teoría de los tres mundos, ¿qué ídolos de barro nos quedan hoy por derribar? ¿Siguen vigentes los antiguos? ¿O han sido reemplazados por otros?
[Frunce el ceño, piensa durante unos segundos] No sabría muy bien qué responderte a eso. Tendría que pensarlo mucho más. Sospecho que ídolos de barro tenemos por todas partes. Quizás nosotros mismos nos pensemos como ídolos de barro y proyectamos eso en otros. En última instancia, y acá no deja de aparecer, en todo caso, mi formación ideológica más temprana, hoy en día pareciera que es muy difícil pensar por fuera de la cultura del capital. Y quizás eso es algo que vuelve a necesitar ser releído y criticado desde los márgenes, con herramientas distintas a las que ofreció el marxismo cien años atrás.
Podría decirse que uno de los temas principales de ‘La telepatía nacional’, la segunda de tus obras publicada en España, es qué distingue a la civilización del primitivismo, y para ello tus personajes recurren a todo tipo de explicaciones desde las más peregrinas y disparatadas, hasta las más reaccionarias. A la vista del panorama político actual, ¿se trata de pasado (más o menos) superado o ciclos siempre susceptibles de (fácil) retorno? ¿Tenemos hoy más claro qué es la civilización que hace un siglo?
No, no creo que lo tengamos mucho más claro. La civilización, si es que se la puede pensar de un modo monolítico, lo cual no creo, ha mejorado en algunos aspectos. Ha construido nuevos actores sociales que antes o no existían o estaban sumergidos. Pero no, todavía el fascismo aparece y reaparece en todas sus formas. Sobre todo, en los contextos de escasez, en los contextos donde la acumulación de poder deja a mucha gente a la intemperie. Y en esa intemperie el fascismo pareciera ser una respuesta para muchos. En particular, que el fascismo esté ingresando con todo espectáculo al gobierno de la Argentina, por supuesto, es algo que me angustia. Y espero que, en todo caso, ese flujo y reflujo encuentre su contracción y su retracción lo más pronto posible. Porque ahora está en un momento de expansión.
Una más personal: ¿de dónde viene tu interés por la experimentación científica y la antropología en la primera mitad del siglo XX?
Un poco lo que te decía antes: hay algo de leer materiales que no son de la literatura como si fueran literarios –en particular, piezas de lo que ahora llamamos pseudociencias– que me atrae mucho. Hay algo también más personal, más biográfico si querés, que tiene que ver con mi fascinación por el mundo de la medicina, cosa que me transmitió mi viejo, que era médico psiquiatra. Y no sólo me la transmitió él, sino que había un entorno muy específico en mi casa de la infancia: la planta baja funcionaba como su consultorio psiquiátrico, y en la planta alta vivíamos nosotros. Por lo que todo ese mundo poblado de gritos, escenas auditivas de violencia, llantos, mi padre subiendo a la casa lastimado a veces… y, sobre todo, porque todo esto que te digo parece muy oscuro, la pasión de mi padre al hablar del cerebro, de los procesos neurofisiológicos y de la psicofarmacología. Su amor por eso a mí se me contagió mucho; no para estudiarlo, que es lo que él hubiera preferido, sino para volcarlo a la literatura. Pero me interesaba.
Hablábamos antes de los límites morales de la ciencia, y es un debate interminable, pero que últimamente vuelve a resonar con especial potencia en el individuo de a pie, con la irrupción de tecnologías como la inteligencia artificial generativa aplicada a trabajos de oficina que se asocian con la actividad intelectual (contabilidad, programación informática, derecho…) y, sobre todo, a oficios creativos (pintura, escritura, música, etc…). ¿Cómo de descolgados estamos, si es que lo estamos, del ‘progreso científico’? Quiero decir, ¿piensas que el ser humano, esta vez sí, ha alumbrado a una bestia alimentada de datos a la que será imposible controlar o crees que, por el contrario, estamos ante otro caso que requerirá mucha adaptación, pero no será la debacle (como con la informatización o internet, si es que puede decirse que ya estamos ‘adaptados’ a estas dos realidades)?
Creo que el tema de la inteligencia artificial todavía está en una etapa muy temprana de debate, y pareciera que lo fácil es percibirla con cierto temor. Hace poco estuve en Logroño, en una exposición sobre inteligencia artificial y literatura; de alguna manera, se planteaba que la llegada de la primera a la segunda era inevitable, y que, en todo caso, conviviríamos con textos escritos por inteligencias artificiales o incluso incorporaríamos sus herramientas a nuestra escritura.
De eso yo tengo una muy breve reflexión, también incipiente: creo que la inteligencia artificial, por un lado, nos va a obligar a redefinir qué es escribir como seres humanos. Y eso va a modificar mucho la literatura, porque, bueno, ¿qué es lo que puede hacer una IA en este momento? Emular, imitar lo mejor que puede un conjunto de fórmulas narrativas que, por lo general, vienen asociadas al género o a las tradiciones de escritura. Todo aquello que, de alguna manera, ha cristalizado y que puede leer y reproducir. Ahora bien: si eso lo puede hacer mejor una inteligencia artificial, lo que queda para nosotros es buscar una manera de hablar que sea más humana. Y es que pensar que la inteligencia artificial va a ser interesante para emular a un ser humano… es muy poco seductor. No sé si compraría una novela policial o una novela romántica escrita así. De hecho, mucho más interesante sería que una inteligencia artificial se constituyese como una verdadera alteridad, y que produjese textos desde ese espacio de la no experiencia física, desde la falta de moral, desde la falta de ética. Ahí sí; si vos me decís: esta inteligencia artificial está escribiendo la filosofía, y la narrativa, y la literatura de las inteligencias artificiales, yo corro a leer ese texto. Pero si va a imitar lo que hace José o lo que hace María a la hora de escribir… no me interesa lo más mínimo. Y tampoco creo que sea demasiado interesante para el público en general.
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