Hiperconectados: tan pendientes de lo lejano, tan fríos con lo cercano
La necesidad de conocer es inherente al ser humano. Pero la globalización es arma de doble y cortante filo. ¿No estamos abusando de estar tan pendientes de todo lo que ocurre en cualquier punto del planeta mientras olvidamos el valor de las vivencias propias y cercanas, como la honestidad de dos manos estrechándose, la suavidad de un beso, el amparo de un abrazo, el desahogo de un paseo o el énfasis del gesto en la conversación? Quizá hasta sea una estrategia para convencernos de que nada podemos hacer por cambiar el mundo, cuando sí hay muchas cosas que podemos transformar, pero, claro, el ‘problema’ es que las tenemos muy a mano. Es la perspectiva inversa.
En La primera palabra a través del océano, Stefan Zweig desarrolló el trascendental acontecimiento que constituyó la conexión telegráfica entre Europa y América. Durante miles de años, la humanidad había estrechado las distancias a ritmo de paso, cabalgada, surco de navío o vuelo de paloma. Pero este marco sufrió una profunda transformación en apenas unas décadas a principios del siglo XIX. Si los medios de locomoción evolucionaron significativamente gracias a la propulsión a vapor y el telégrafo logró que la experiencia humana llegara a ser simultánea, el cable transoceánico, culminado en 1858, supuso, en palabras de Zweig, el primer paso hacia una conciencia común en el mundo.
El escritor austriaco no iba desencaminado con su predicción. La hiperconexión tecnológica conforma, hoy, una realidad global irrefutable. Establecer una comunicación en cualquier momento y lugar, con independencia de dónde se encuentre tu interlocutor, es una opción tan accesible y frecuente que incluso está distorsionando la perspectiva cotidiana de las personas: cuanto más se contrae el mundo más nos alejamos, paradójicamente, de lo que sucede en nuestra proximidad. Lo más cercano queda relegado con frecuencia a un papel secundario, pendientes de aquello que no sucede en nuestro radio de acción, bajo el influjo de una pantalla de móvil, tableta, ordenador o televisor.
La imagen de un peatón abducido por su celular, mientras avanza sin mirar al frente, nos resulta tan familiar como la expresión obnubilada de los pasajeros de un vagón tecleando sus respectivas conversaciones o la de un cliente consultando una red social mientras espera en la cola del supermercado. Encontrar pareja a través de la red es ya una circunstancia tan habitual como hacerlo presencialmente. Compramos productos de cualquier clase sin necesidad de acudir a un establecimiento. Nos entretenemos consultando el navegador del coche con tal de no bajar la ventanilla para preguntar a un transeúnte. Algunos espectadores renuncian a una mejor visión en un concierto para poder grabarlo y posteriormente colgarlo en Internet. Lo cercano ha perdido la centralidad de nuestro foco en favor de la lejanía. En definitiva, deambulamos aislados en nuestra propia burbuja, ajenos a lo que sucede alrededor.
Obviamente, la capacidad de alcanzar donde antaño ni llegábamos a vislumbrar en el horizonte es un progreso indudable del que cabe extraer un sinfín de ventajas. La necesidad de conocer es inherente al ser humano. Pero el ser humano es, ante todo, producto de su propia experiencia y esta se manifiesta a través de vivencias, como la honestidad de dos manos estrechándose, la suavidad de un beso, el amparo de un abrazo, la calidez de una sonrisa, el desahogo de un paseo, el énfasis del gesto en la conversación, la complicidad de la risa entre amigos, la confianza de la compra en el barrio, el orgullo del cántico en la manifestación o el deleite de la contemplación artística. Si estamos dotados de sentidos es para la conquista de nuestro propio territorio. Y la lejanía -ese nuevo hogar- ni se huele, ni se toca, ni se ve, ni se escucha.
En la actualidad, la perspectiva se ha invertido poniendo en jaque nuestra capacidad perceptiva. Imaginemos que el cuadro de Las meninas de Velázquez careciese de aquellas referencias que le dotan de profundidad. Al juego de luces laterales y del punto de fuga, provocado por el haz de luz de la puerta abierta en el fondo, suprimamos, también, la proporcionalidad de la proyección y del tamaño de los cuadros y ventanales de la derecha y, sobre todo, la combinación de miradas del conjunto que amplía la escena hacia lo observado, fuera del marco de la pintura. El primer plano, de la infanta Margarita y sus sirvientas, junto al ilustre pintor, aparecería difuminado y en cambio las figuras distantes de Felipe IV y su esposa Mariana de Austria, ambos reflejados en el espejo, se mostrarían con sumo detalle. Dicha composición no solo carecería de una lógica espacial sino que alteraría la percepción de aquello que constituye la verdadera esencia de la obra en su plenitud: la espontaneidad del momento.
Del mismo modo, cuando retiramos nuestra atención a lo inmediato invertimos el equilibrio entre distancias. La persistente necesidad, no ya de mantenernos comunicados telemáticamente sino, también, de estar informados de cuanto suceda en cualquier parte en tiempo real, falsea nuestras coordenadas y por tanto, la visión del conjunto. En ocasiones contactamos con lo remoto tratando de olvidar una cotidianidad que nos resulta insoportable. Históricamente, esta función evasiva corrió a cargo de la narración oral y posteriormente del relato escrito que nos transportaban, por medio de la imaginación. Pero mientras que la literatura nos ofrece la coartada de la ficción, la noticia nos somete a la crudeza de unos hechos reales que, desde la distancia, además, no podemos modificar.
El exceso desorbitado de atención en la lejanía nos pone al corriente del mundo sin el mundo, con la agravante de privarnos de nuestro mundo que es el único territorio con potencial transformador. Pese a que lo lejano nos afecta, más que nunca, continúa siendo inaprensible. Solo desde la cercanía podemos incidir en la realidad, esta y aquella. Basta con observar con detenimiento tu propio entorno para tener constancia de la desigualdad, la desesperación y el desamparo que asola a muchas realidades ajenas. “No se puede cambiar el mundo” nos transmiten. Pero sí se puede. Cabría preguntarse si la inercia de mantenernos alejados de lo cercano no responde precisamente a la voluntad de algunos de desconectarnos de la verdadera posibilidad de cambio.
Comentarios
Por Eva1314, el 19 abril 2017
Creo q la clave está en encontrar el equilibrio entre ambas cosas, lo lejano y lo cercano.