La historia de un depredador pedófilo disfrazado de intelectual
Vanessa Springora (París, 1972) narra su propia pesadilla: su relación, cuando tenía solo 13 años, con un escritor 36 años mayor que ella. Una relación perversa. De ahí sale ‘El consentimiento’, un libro duro, de párrafos en apariencia helados por la forma vertiginosamente aséptica en que narra su autora; sin embargo, bajo cada una de sus palabras el dolor hierve. La historia de un depredador disfrazado de intelectual.
“Llevo muchos años dando vueltas en mi jaula, albergando sueños de asesinato y venganza. Hasta el día en que la solución se presenta ante mi ojos como una evidencia: atrapar al cazador en su propia trampa, encerrarlo en un libro”.
Una bonita declaración de intenciones si no fuese porque una víctima de pedofilia jamás podrá ser el verdugo idóneo para acabar con la biografía podrida de su agresor. Ni siquiera en esta historia valiente, clara, sin adornos, ni llantos inútiles, Springora logra su objetivo.
Este libro es una herida de la que renegaría cualquier cicatriz, porque una historia como la que se cuenta en él no debe cerrarse nunca. Se necesita como evidencia del declive más execrable de la sociedad. Su mismo título ya deja marca, y su estómago es una llaga que no deja de supurar pese a la honestidad de su narradora.
Es este diario de humillación y pena un coloso que no deja de dudar. Todo son preguntas que no pueden ser contestadas por una mujer a la que por distintas razones no se le ha permitido ser niña:
“¿Por qué queremos que os devoren tan temprano?
Una mujer que confunde y refunde su porvenir cayendo en una trampa que le susurra que haber amado a un hombre inadecuado significa dejarse amar por el resto de los hombres.
Una niña a la que la soledad le hace entrega de un demonio distorsionado.
El consentimiento es un libro de una dureza extrema, hay pasajes que hielan la sangre, confesiones capaces de volver loco al lector. Maniobras de abuso que nos hacen tiritar, que nos sumergen en la debilidad más absoluta o que nos instigan a convertirnos en bestias que han perdido su capacidad de obediencia:
“Es evidente que la información no fluye demasiado bien entre las diferentes secciones del hospital, y quiero creer que este médico no tiene la menor idea de lo que está haciendo: ayudar al hombre que me mete cada día en su cama a gozar sin impedimentos de todos los orificios de mi cuerpo. No sé si en este caso podemos hablar de violación médica o de un acto de barbarie”.
Springora relata todas las etapas que engloba el consentimiento, no el suyo, sino el que procura la inacción de su madre y de la sociedad francesa con un pulso que parece inverosímil, casi una fantasía perversa de una escritora que se ha propuesto convertirse en una autora de best-sellers ; sin embargo, la lectura avanza y las verdades laceran la memoria de quien lee como lacera el aliento de un borracho la alegría de su hijo.
Springora y su relato hacen que la palabra consentimiento sea una palabra pútrida, un obstáculo sádico en mitad del diccionario. Muestran con detalle que el miedo y el arrepentimiento solo llegan por el tema legal. Que la moral si no hay jueces de por medio no importa, no interesa:
“Mi madre espera con un nudo en el estómago noticias de esa citación. Es consciente de que está en juego su responsabilidad”.
En El consentimiento la falta de sororidad, el caos de algunas mujeres que no saben ser mujeres y atentan contra otras mujeres es un golpe tan bajo que hace que se tambalee el cuerpo de quien se entrega a su lectura:
“Recibimos cientos de cartas al día denunciando a famosos, señor, ya sabe, me ha confirmado la inspectora”. Como siempre G. está convencido de que su irresistible encanto ha funcionado. Y puede que haya sido así”.
También hay que advertir al futuro lector de que algunos pasajes escritos en los numerosos diarios que exhibe con el orgullo el pedófilo, el intelectual laureado, provocan una caída libre hasta el infierno. Hay fragmentos que convierten al lector en un potencial asesino:
“La pornografía de algunos pasajes, apenas disimulada bajo la cultura refinada y el dominio estilístico, me provoca arcadas. Me detengo en un párrafo concreto en el que, durante un viaje a Manila, G. sale a buscar culos frescos’. Los niños de once o doce años que meto en mí aquí en mi cama son una rara guindilla’, escribe un poco más adelante”.
La estructura del libro lo dice todo; consentimiento, arrepentimiento y huella. Un circulo vicioso que comienza con una niña que huye de la soledad dejada por la ausencia del padre, y que acaba con una mujer que se enfrenta a ese mismo sustantivo abstracto cuando toma conciencia de haber participado en la macabra coreografía de un pedófilo:
“Me siento envilecida, y más sola que nunca”.
“Sí, el cuento de hadas ha llegado a su fin, se ha roto el hechizo, y el príncipe azul ha mostrado su verdadero rostro”.
El consentimiento es un libro duro, de párrafos en apariencia helados por la forma desnuda, y vertiginosamente aséptica, en que narra su autora; sin embargo, bajo cada una de sus palabras el dolor hierve de esa forma incontrolable en que hierve la epidermis de alguien que decide quemarse a lo bonzo.
Pero hay que leerlo.
‘El consentimiento’. Vanessa Springora. Traducción de Noemí Sabregués. Lumen. 195 páginas.
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