Historias entre la pandemia 1: Ebrima, de Gambia, duerme en la calle
La pandemia, los encierros, los cierres, la presión hospitalaria, las muertes, los síntomas persistentes, las secuelas físicas, las psicológicas, la incertidumbre, la incredulidad, el miedo, el olvido… Mezclados con todos estos ingredientes se esconden historias, historias de personas azotadas por una amenaza global además de por la vida. Como Ebrima, de Gambia, que duerme en la calle en Madrid. Tras sus retratos a personajes como Antonio Gala y Francisco Umbral, la reportera gráfica Victoria Iglesias inicia aquí una serie de ‘Victografías’ con personajes anónimos, historias de gente en medio de la pandemia. La intrahistoria de unos tiempos difíciles.
Doblo la esquina sucia oscurecida con el rastro de pis de perro y giro a la derecha donde amanece la luz en la avenida. Piso sin querer una colilla agonizante y avanzo hacia una valla metálica que suelta el reflejo del sol entre sus alambres. Detrás, un portal ciego enladrillado a la altura del semáforo que ahora está en rojo. Mientras espero a que se ponga verde, juego sin querer con el vapor de mi boca que recoge la mascarilla y humedece mi nariz. La cuerda estira de un arnés y el arnés de una mujer que dobla su tacón con el impulso. El perro escapa hacia otro perro. Los motores arrancan antes de tiempo. Hay gente esperando en la cola de la oficina de Atención al Ciudadano. Evito la bocanada de humo de un hombre que se deshace en ojeras. Me paro delante de una moto que sale propulsada de un garaje. El gran Sex Shop ha sido sustituido por un DIA y han dejado su versión reducida delante del quiosco. En el escaparate destaca un succionador de clítoris que dicen que fue el rescatador del confinamiento.
La persiana de Humana está todavía cerrada. Apenas se siente el aire frío. Desde que estamos a este lado del mundo siento de otra manera. Veo peor y oigo peor, aunque sin el calor del verano se lleva mejor tener cubiertas la nariz y la boca. Y yo que me reía de los turistas asiáticos en la Puerta del Sol…
Una ligera tela, o un casi transparente papel, nos esconde ahora en la trinchera donde a veces se asiste en silencio a lo que ocurre alrededor, y otras sólo nos dedicamos a buscar por dentro en nuestro propio laberinto. Pero, sin duda, esta mascarilla me coloca a esa distancia que hace que observe peor las cosas. Y desde que he vuelto al barrio creo que he tardado, más de lo normal, en ver ese hueco.
Está claro que debe medir 190 centímetros, pues el colchón encaja perfectamente a lo largo aunque en la parte inferior no llega a tocar el suelo ya que lo han colocado entre una rampa y un amplio escalón.
La cama está muy bien hecha, con una colcha sin arrugas. No es siempre la misma.
Con una pared que lo separara de la acera, ya no sería un umbral abierto al frío y al ruido. Sus paredes están alicatadas hasta el techo, involuntariamente personalizadas con Lola Índigo, Pastora Soler y unas palabras desgarradas en rojo: Fortuna.
Hay un interruptor en el cabecero y un agujero en el techo de este vestíbulo donde antes iba la luz artificial. No recuerdo qué negocio ha cerrado aquí. Pero por fin, después de unos días fijándome cada vez que paso por la acera, he descubierto al morador.
Me llamo Ebrima, soy de Gambia.
Ebrima está sentado mientras se calza unas zapatillas que parecen buenas. Viste bien. Ropa moderna y limpia. La imagen que tenía de él tumbado ha cambiado ahora que estamos hablando. No sabía que estaba tan delgado. Si la mañana está despejada, su rostro, muy negro, tiene reflejos dorados entre el edredón blanco y las telas de colores. Una mezcla que convierte esta habitación abierta en una imagen poderosa, pero que no puedo profanar. A veces parece, todo ello, una balsa que nada en sueños entre el ruido de la calle transitada. No siempre veo su cara. Algunas mañanas, cuando él está allí, es solo un bulto.
Esta noche Ebrima está enfadado.
“¿Sabes qué te digo? Que yo sigo vivo. Y que estoy aquí, pero sigo vivo. El otro día me trajeron un bocadillo que sabía malo, y lo tiré.
¿Sabes? Prefiero comprarme mi comida yo mismo. Pero cuando traigas algo puedes esconderlo debajo del colchón, pues algunas veces si dejan algo encima me lo roban. Me han robado la otra manta”.
(Deja de hablarme y mira hacia la acera de enfrente. Cruza la calle y me dice que lo espere.
Se pone a ayudar al chico de la pizzería a cargar cajas en una furgoneta. Cruza el semáforo y después continúa la charla).
“Yo busco trabajo. Camino mucho. Yo trabajaba, pero ahora no tengo nada. Llevo dos años en la calle y no tengo ahorros, pero estoy vivo.
Yo tengo hijos, pero ahora no los puedo ver, porque ella no me deja. Me quita a mis hijos, me lo quitó todo. Yo vine con visado, pero me robaron. Mira la denuncia”. (Entonces, saca el documento sellado en la comisaría que lleva en el bolsillo).
“Ahora toda la gente tiene menos dinero, pero el coronavirus nos ha enseñado la vida. La vida enseña a cada uno un camino. Yo estoy vivo. No tengo nada, pero estoy vivo. Estoy vivo gracias a Dios”.
Me interesa saber más acerca de su relación y los niños y le pregunto, de nuevo, pero Ebrima se sienta otra vez en su cama y me mira fijamente. Sus ojos de repente están húmedos y me intenta relatar una escena en su castellano bueno, pero a trompicones, y a veces difícil de entender entre el ruido de la calle.
“Mis dos hijos, uno de 6 y otro de 10. Llamé a la casa y el pequeño me escuchó y me gritó papá. Ella no quiso abrirme la puerta. Ahora no sé dónde están…”.
Intento saber más, pero no quiere seguir hablando. Y llora. Llora mucho.
Ebrima llegó a España desde Francia, en 1995, con un visado que había conseguido en Mali. Las perspectivas de trabajo le llevaron hasta Almería y durante bastante tiempo trabajó como temporero. El nombre que mejor recuerda es Roquetas de Mar…
Pero ese trabajo se acaba y se viene a Madrid, donde ya viven algunos de sus amigos. Trabaja descargando camiones y en una calle del centro limpiando portales.
Conoce a una mujer nigeriana, empleada en una peluquería. Celebran la boda como pueden. Tienen dos hijos. Con el paso de los años comienzan los problemas entre ellos. Se acaba el dinero. Se acaba el trabajo. Se separan. Se apartan. Se queda en la calle.
Esta mañana, Ebrima está de buen humor. Mientras hablamos, le han dado una bolsa con ropa y dinero. Un chico le lleva una manta limpia.
“La gente es buena. Yo sé que ahora tienen menos pero dan. Tengo mucha ropa. Me ducho en la Casa de baños con 50 céntimos. Y camino, camino mucho”.
Le pido que recuerde algo de su infancia y sonríe.
Entonces me cuenta los paseos con el abuelo y me habla de su madre haciendo sopa. Su padre tenía tres mujeres y Ebrima, entonces, muchos hermanos.
“Mi abuelo paseaba conmigo. De los árboles cogíamos trocitos de corteza y me hacía con ellos un limpiador de dientes”. ( Ebrima sonríe y deja ver su amplia dentadura). “Mi casa era de ladrillos africanos (hace el gesto de extenderlos por el suelo) y tenía el techo de chapa… ¿Pero por qué te interesa que te cuente eso? (Vuelve a reír).
En Basse Santa Su, a orillas del río Níger, la tierra es fértil. Contradictoriamente también la pobreza. Este lugar muy apartado de Europa y que a los ojos de un viajero sería exótico es, en realidad, extremo en la vida y en el clima. La temporada de lluvias mina y debilita los caminos haciendo algunos inservibles. Los meses de sequía tuestan la tierra alejada del río. La caótica ciudad más poblada del este de Gambia poco se parece a Madrid. Por su gran mercado corretean los chicos, algún perro desnutrido, y quien puede se llena el cesto de mercancía. Ebrima tenía menos de 17 años cuando cogió aquel autobús con la mirada puesta por la ventanilla rumbo a Mali. Ahora tiene 42.
***
NOTA: Después de varios días le pregunté por la posibilidad de hacerle fotos, mientras dormía, sin que él se enterara. Sin despertarlo. Me dijo que sí. También me agradeció que se lo preguntara. Le hice fotos dos mañanas que lo encontré con la cara fuera del edredón. Después de revisar todas las imágenes he encontrado un rosario colgando en uno de los goznes de las puertas. Sigue siendo una incógnita para mí cada mañana.
Comentarios
Por Esperanza, el 14 diciembre 2020
Nostálgica y trizte historia ..pero estamos vivos …qué buena frase …no nos acostaremos sin aprender algo nuevo cada día …el valor a la vida teniendo en cuenta lo que estamos pasando …