Historias entre la pandemia 3: Han vacunado a mi madre
Han vacunado a mi madre. Se siente aliviada y agradecida. No sé si entran ganas de aplaudir o de llorar, o ambas sensaciones a la vez. Cuando dentro de doce días reciba la segunda dosis, se cumplirá un año de la muerte de mi padre por covid19 en una residencia de mayores.
Hace muchos años que se pone unas finas horquillas antes de dormir. Sentada en el sofá verde, mirando en un pequeño espejo de mano para ver cómo se enrosca el cabello. De manera meticulosa, se van formando las ondas de la paciencia, que va tejiendo hilvanadas entre hilillos grises y blancos a medida que se ha ido destiñendo el rubio de su pelo, en otra época intenso. Luego, con un botecito, vierte sobre el iris una lágrima que recoge todo un universo desde el que yo aprendí el color azul.
En la otra esquina solía sentarse mi padre que despedía el día dejando el periódico doblado debajo del cojín de una butaca y apagando la tele, pues había poca cosa interesante. Ella, sin embargo, siempre se queda un rato más acompañando al silencio. A veces vuelve a encender la tele, otras relee uno de sus libros de pastas remendadas, y hojas finas, de tanto usarlos, pequeños libros de meditación sobre Jesús o sobre la historia de la Biblia. Siempre, al final, termina quitándose los aparatos de los oídos mientras silban las diminutas pilas ya al descubierto. Luego, cuando se apague la luz de la escalera que lleva a su cuarto, detrás de ella se apagará de verdad el día.
Pero esta noche ya está sola, y la de ayer, y la del día anterior…
Ya no está el compañero que se ponía los zapatos meticulosamente con un calzador sentado en el sofá, que escribía anotaciones en el lateral de un calendario, recortaba sellos, esperaba la llamada de una hija, de viaje en la otra parte del mundo. El sofá verde está ahora casi vacío, esos sofás desde donde juntos hacían el alto en el camino, al final del día, o comenzaban la andadura.
Después de tantos años de recorridos entre senderos que atizaba el viento al lado del mar o entre callejuelas de tierra bajo la noche cerrada, donde el ladrido de un perro se adueñaba de toda la calle árida bajo la luz escasa. Porque fueron emigrantes hacia el norte desde aquel pueblo de pequeños faroles vibrantes que agrupaban las casas bajo las laderas de un monte de granito y las encinas encorvadas que por la noche, como todas las noches del mundo, convierten sus ramas en brazos y sus troncos en presencias que solo en la oscuridad existen.
Y es que así nos hace mirar la propia noche, cuando las presencias se vuelven también para mirarnos o arroparnos entre las sábanas.
Mi madre tiene frío esta noche alejada de esos dos mundos de su pasado donde el sofá tenía entonces otros colores. Reza antes de dormir. Reza a todas las vírgenes que conoce para quedarse dormida sin esfuerzo, para que el calor anide.
La realidad es fría y contundente estos días. Un año de soledad donde los nietos le dejaban la comida caliente en la cocina, donde su hija apenas se sentaba, y lo más alejada posible del sofá verde, en el salón cubierta con dos mascarillas. Y ella se enfadaba porque pensaba que su familia pensaba que el virus estaba en ella y que por eso en ocasiones solo los veía cuando aparcaban el coche debajo de la ventana y bajaban la ventanilla.
“¿Estarán bobos?, pues si yo no tengo ni mocos”…
Mi madre esta tarde se pone la chaqueta y se anuda un pañuelo de seda. Lentamente se incorpora con su bastón y camina hacia el baño. Se perfuma y se arregla el mechón de la frente. Se coloca la mascarilla que lleva en la mano. Después, poco a poco, abre la puerta de la calle y baja las escaleras hacia la acera. Mi hermana la ayuda a meterse en el coche y mi sobrino arranca. Se siente nerviosa, tal vez desconfiada. Ir al médico siempre ha significado para ella casi visitar a Dios. El corto trayecto los lleva hacia la puerta del Centro de Salud. Ella se asombra, una vez más, aunque le han repetido varias veces que no hace falta que salga del coche.
La enfermera está recogiendo las tarjetas sanitarias en la puerta. Alrededor de ella un grupo aguarda a que digan qué tienen que hacer. Llega otra anciana. La enfermera comunica que ya son cinco y que están esperando a la sexta persona, y que sólo cuando llegue empezarán. No se puede desperdiciar nada del suero sagrado.
Después de 15 minutos vuelve a salir. Dice que enseguida los avisa. Mientras, mi madre sigue esperando en el coche sin hablar. Mira por la ventanilla hacia el cielo. Se ajusta el reloj en la muñeca. Suspira. Se empieza a quitar la chaqueta. Se quita la camisa. Mi hermana le dice que no, que todavía no, que hace frío. Es una tarde antes de que empiece la primavera casi a punto de anochecer. ¡¿Cuánto tardan?!, se pregunta, se queja.
Mi hermana y mi sobrino buscan la mejor forma de calmarla. Están expectantes. No es una simple inyección. La enfermera sale por fin por la puerta. Con su melena suelta entre las gafas y su mascarilla avanza decidida hacia al coche. Mi madre corre a quitarse la chaqueta y la camisa, de nuevo. El pelo de la enfermera se mueve con el mismo entusiasmo que sus pasos, y es que lleva el maná en una bandeja. Éstas, de cartón de hospital, ensalzan la palabra bandeja. Transportan la jeringuilla, la fórmula, que la enfermera custodia con su propio cuerpo, con miedo a que aquello caiga, se dañe, desaparezca.
El maná, mamá.
Mi madre tiene preparado el brazo izquierdo, pero le recomienda poner la primera dosis en el derecho. Se mueve con dificultad hacia la ventanilla opuesta. La puerta del coche se abre para hacerlo más fácil. Y por fin el brazo recibe la primera dosis. Todos la rodean cubiertos con mascarillas. Casi aplauden. Se felicita a la madre y a la enfermera. Mi madre se siente aliviada y agradecida. No sé si entran ganas de aplaudir o de llorar, o ambas sensaciones a la vez. Dentro de doce días, cuando reciba la segunda dosis, se cumplirá un año de la muerte de mi padre.
Comentarios
Por Alvaro Guerrero, el 12 abril 2021
Gracias Victoria, por tu entrañable relato de tu madre, que es la madre de todos. estoy conmovido y poco puedo precisar más. El merito de una emoción como esta que has provocado siempre es compartido, entre tú que lo escribes y yo que lo siento en mis adentros.
Por Victoria, el 12 abril 2021
Muchas gracias, Álvaro.
Un abrazo
Por Raul Rodriguez, el 12 abril 2021
Muy interesantes los trabajos de la autora.
Llegan al corazón.
Que siga así.
Por Victoria, el 13 abril 2021
Muchas gracias, Raul.
Un gran abrazo.
Por Cecilio, el 13 abril 2021
Preciosa vivencia…
me has hecho sentir la necesidad de lo que se fue, el frío vacío que ocupa la ausencia, el alivio que llega de quienes te quieren…
Gracias Vicky por hacernos partícipes de tus sentimientos
Por Victoria, el 13 abril 2021
¡¡¡Un abrazo grande!!! ¡¡¡Gracias por el comentario!!!