‘Hollywoodgate’: dentro del infierno talibán

Asistentes a un desfile militar, en una imagen de ‘Hollywoodgate’
Casi desaparecido de los medios de comunicación, Afganistán regresa a veces para recordarnos el fracaso de una guerra y el triunfo de un régimen religioso represivo. El documental ‘Hollywoodgate’, estrenado recientemente en Filmin, traspasa el muro opaco del mundo talibán durante el proceso de transición del país tras la marcha del Ejército estadounidense en 2021. Este artículo, al dar amplia noticia de la película, vuelve a recordar la condición de un territorio donde se niega humanidad a la mayor parte de sus habitantes, fundamentalmente a las mujeres. Mañana, 8M, se celebra el Día Internacional de la Mujer y en ‘El Asombrario’ no nos olvidamos de un país donde hasta se ha prohibido el sonido en público de la voz femenina.
La guerra ha terminado. Aún quedan reductos de “infiltrados”, como los llaman los talibanes; pero Afganistán ha vuelto a manos religiosas tras la salida precipitada de los estadounidenses. Es 31 de agosto de 2021. Comienza la transición. Nada evoca en Afganistán lo que este sustantivo representa para España. Pero es difícil contarlo con exactitud. Los periódicos van retirando a sus corresponsales, las agencias de noticias se van mudando al siguiente frente de batalla y renuncian al presente continuo de un país arrasado por décadas de conflagración. Los talibanes querrían testigos ciegos. El periodista egipcio Ibrahim Nash’at ha decidido hacerse pasar por uno de ellos. Solo cuenta con su habilidad para filmar como documentalista más allá de lo permisible, de lo visible. Vive en Berlín y ha trabajado en medios europeos y árabes. Escudriña su agenda. Hace llamadas. Insiste. Logra, por fin, que los talibanes le permitan rodar una película sobre ese tiempo de incertidumbre. Pero solo podrán salir ellos, le advierten. Nash’at acepta, como hacen los periodistas de guerra acompañando a un Ejército en contienda, empotrarse en el territorio talibán, rodearse de ellos, convivir con ellos.
A lo largo de un año viajará en cinco ocasiones a Afganistán para el rodaje. En total, permanecerá allí siete meses, según contó Nash’at en una entrevista a The Guardian el pasado verano. Durante ese periodo caminará junto al jefe de la fuerza aérea, Mansour Mawlawi, y el comandante Mukhtar. Allí donde vayan ellos, donde hablen, con quienes se relacionen podrá filmarles, salvo aviso contrario. Algunos de los que de repente se encuentran frente a su cámara se sorprenden. Preguntan al militar qué hace ese hombre. ¿Por qué les filma? ¿Por qué le dan permiso? La cámara sigue rodando y el sonido recoge la respuesta: “Si sus intenciones son malas, morirá”. “Diablillo”, llama otro a Nash’at. “Espero que no nos traiga vergüenza”, dice. Impávido, el documentalista mantiene la cámara firme. Un jefe le protege.
La vida propia de Nash’at durante esos meses (la vida que asoma en las imágenes de Hollywoodgate) es casi invisible. La cámara son sus ojos y, a excepción de algún momento en que enfoca a un espejo o a un cristal que le devuelve su imagen, él queda al fondo para documentar cotidianamente situaciones extraordinarias, como la reparación de aviones y helicópteros estadounidenses que los americanos abandonaron en el gigantesco complejo militar Hollywood Gate, levantado en las afueras de Kabul, y que constituirán la base de la nueva fuerza aérea del país. Filma una reunión con aspirantes a pilotar los aparatos y las dudas de los dirigentes sobre la fidelidad de esos hombres; asiste a un rezo en una mezquita, se embosca en una misión para capturar infiltrados durante una noche, aunque no le permiten llegar hasta el frente de combate y aguarda a oscuras en un villorrio fantasma el regreso de la expedición, toma imágenes de su protector Mansour caminando sobre una cinta de correr de un enorme gimnasio que instalaron los americanos. “Usemos este gimnasio para entrenar a nuestros soldados”, dice a su séquito.
Mansour no rehúye cierta intimidad cuando observa que Nash’at le filma, a distancia, con su hijo, de unos nueve o diez años, vestido de civil o de militar. A pesar de su corta edad, el pequeño talibán ya ha asimilado la retórica bélica de su padre y de quienes le rodean y habla de empuñar un arma y matar.
Desde el coche en el que Nash’at acompaña a los mandos, la ciudad es una sinfonía caótica, donde los vehículos se abren paso, lentos, zizagueantes, sorteándose unos a otros, porque no hay semáforos. Cierta confianza se desliza en la ligereza con que hablan sus ocupantes: recuerdan a los americanos y expresan la felicidad que sentirían si en ese momento aún permanecieran allí y pudieran ellos, los talibanes, arremeter con toda la fuerza de sus armas. Nash’at va captando una mentalidad fundamentalista, conservadora, militarista y, especialmente, represiva con las mujeres. Mansour cuenta, durante una reunión informal con otros compañeros, que tiene médico en casa. Se casó con una mujer a condición de que ella dejara la medicina, como así aceptó. Cuando en otro momento manifiestan la necesidad de disponer de personal femenino en las instalaciones militares, dice que solo podrán hacerlo si se cubren la cara. “Aplicaremos la sharía”, la ley islámica. En otra ocasión se refieren a las reclamaciones occidentales sobre los derechos de la mujer. “Esos que claman, en su día vendieron mujeres como esclavas, incluso las echaban de la casa y las obligaban a dormir en los establos como animales cuando tenían la regla”.
El comandante al que sigue Nash’at emplea una parábola para defender que las mujeres se cubran enteramente: un musulmán le mostró dos bombones a un infiel; desenvolvió uno y lo tiró al suelo. Le dijo al infiel: “Cómetelo”. “No, porque está sucio”, le contestó el infiel. “Nuestras mujeres”, explica el comandante, “son como esos chocolates. Una mujer descubierta es como un chocolate desenvuelto. Cuando un chocolate toca el suelo, se ensucia y está incomestible”. Naturalmente, la cámara no encuentra mujeres a las que pueda filmar sus caras o escuchar sus palabras. Solo en un par de momentos, de nuevo rodando desde el coche, alcanza a captar a un grupo de ellas bajo sus burkas, sentadas en la calle, y a otra solitaria, cubierta, agachada en medio de la vía mientras pasan a su lado coches en ambos sentidos.

El comandante Mukhtar, con turbante blanco, y el jefe de la fuerza aérea, Mansour Mawlawi, con chaleco azul sobre la chilaba, en un fotograma de ‘Hollywoodgate’.
Aunque Nash’at no lo documenta, porque ya no estará en el país, las peores medidas se aplicarán posteriormente. La restricción efectiva de los derechos a las mujeres para recluirlas en sus casas y eliminarlas de la vida pública. A los talibanes, la libertad de las mujeres “les plantea un problema existencial”, declaraba la semana pasada a Le Monde el politólogo y profesor de filosofía Olivier Roy. La represión contra ellas demuestra “el fracaso del islam político”. Las simples imágenes que filma Nash’at bastan para entenderlo: un mar de hombres, con sus vestimentas rurales, sus barbas, su violencia latente o explícita: en una escena en que van a probar los aviones y helicópteros restaurados, alguien se cuela en uno de los aparatos y unos soldados lo sacan a empujones. Mansour se encara con él y le abofetea. Una vez. Otra vez. Otra vez. Nadie le pide a Nash’at que pare o borre las imágenes. El orgullo de la violencia, la exhibición libre de un pensamiento arcaico compartido (como prueban estos días los ciudadanos estadounidenses con sus principales y ostentosos dirigentes) queda registrado como una prueba testifical.
La misión de Nash’at está a punto de acabar: la nueva fuerza aérea ya está lista. Se prepara un gran desfile militar para exhibir el nuevo ejército afgano, al que invitan a embajadores de varios países, entre ellos Rusia, Irán, Pakistán. Ese día rodará las últimas imágenes. El servicio secreto, según contó Nash’at, le pidió que al día siguiente le enseñara lo que había rodado. Rápidamente, reunió todo su material, se marchó al aeropuerto, compró un billete y 45 minutos después abandonó Afganistán.
‘Hollywoodgate’ está disponible en Filmin.
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