Horror y muerte en las maternidades infantiles de la Iglesia católica

Vista de la fosa común en el Hogar St Mary de las Hermanas del Buen Socorro en Tuam, en el oeste de Irlanda. En ese sitio fueron enterrados unos 800 niños y niñas nacidos en ese tipo de instituciones entre 1925 y 1961. (Foto: Auguste Blanqui / Wikimedia Commons)
En Tuam, a 35 kilómetros al norte de Galway, Irlanda, siempre se había conocido la existencia de una fosa común. En los años 70, unos niños hallaron pequeños huesos en los alrededores del Hogar de Madres y Bebés del Buen Socorro, un conocido centro religioso para madres solteras, pero no fue hasta el año 2012, con la publicación de un artículo de la historiadora Catherine Corless, cuando se abrió una investigación al respecto. La académica afirmaba haber encontrado certificados de defunción de 800 niños, pero solo un par de registros de enterramiento. En 2017 se confirmaron sus pesquisas con el hallazgo macabro de una fosa séptica en la que se encontraron restos de fetos, bebés y niños de hasta tres años de edad. Ahora la periodista Caelainn Hogan (Dublín, 1988) publica en español ‘La república de la vergüenza’ (Errata Naturae), un demoledor ensayo sobre los abusos de la Iglesia católica a las mujeres irlandesas. Y el terrible chantaje con el que estos centros religiosos trataron a tantas mujeres: “Estás aquí, porque no te quiere nadie”.
Ese mismo año, Caelainn Hogan acababa de volver a su Irlanda natal tras haber trabajado como periodista en zonas de conflicto. “Cuando empecé a escribir este ensayo, Irlanda se encontraba en pleno debate sobre el significado de la familia” afirma Hogan en conversación con El Asombrario.“Hacía tan solo un par de años que se había aprobado el matrimonio igualitario, y todo el mundo tenía en mente el futuro referéndum sobre el aborto. La opinión pública se dividía entre los sectores más reaccionarios, aquellos que defendían el concepto de familia tradicional, y los que luchaban por una idea más amplia de familia, muchos de ellos criados por abuelos o por madres solteras”.
Así fue como Hogan empezó a investigar los antiguos hogares materno-infantiles de Irlanda gestionados por la Iglesia católica. El más grande, San Patricio, se encontraba en Dublín y se encargaba de acoger bebés nacidos fuera del matrimonio a cambio de una suma de dinero para su manutención por parte de las familias. Aunque en un comienzo fue gestionado por un particular y por donaciones privadas, en los años 40 fue adquirido por la Orden de las Hermanas de la Caridad.
Centros de humillación y “penitencia”
Antes de esto ya sorprendía la elevada mortalidad infantil en este centro, que quintuplicaba la media normal de la época. Entre 1924 y 1930 se tienen registros de 662 muertes (una media cinco veces más alta que la de la época). “Sus vidas no valían nada ni para la Iglesia ni para el Estado. Irlanda se estaba convirtiendo en una teocracia de facto. De hecho, nuestra Constitución, ratificada en 1930, había sido enviada al Papa para contar con su aprobación” comenta la autora. “La existencia de esos niños era la prueba física de que las mujeres estaban teniendo sexo fuera del matrimonio, y eso era interpretado como un desafío al poder eclesiástico y al nuevo Estado irlandés. Tanto las madres como sus bebés tenían que desaparecer”.
En 1929, la Orden creó el Hospital infantil de San Patricio (Temple Hill), lugar al que las mujeres solteras iban a dar a luz y los bebés esperaban a ser adoptados. Según su promotora, esta institución tenía preferencia por mujeres de clase media-alta (“primeras infractoras”), a las que había que mantener separadas de la mala influencia de las “segundas infractoras”, que solían ser mujeres de bajos recursos. Para asumir los costes se crearon las “lavanderías de la Magdalena”, donde las mujeres eran obligadas a realizar tareas extenuantes en avanzado estado de gestación, recibiendo nula o poca remuneración económica, ya que la Iglesia las consideraba “penitentes”.
Los niños se quedaban en los hogares hasta que eran adoptados por familias que debían ser obligatoriamente católicas o hasta que cumplían los 16 años, y bajo ningún concepto se permitía la adopción por parte de sus propias madres, pues estarían señalados por el “estigma de la vergüenza». Algunas de ellas intentaban huir con sus bebés, pero casi siempre eran interceptadas y devueltas a los centros.
Durante su estancia allí, los pequeños eran enviados a escuelas industriales propiedad de la Orden donde, a pesar de compartir aula con niños ajenos a la institución, eran considerados de “menor categoría”. Entre sus obligaciones estaba la de llegar diez minutos antes que el resto, para que nadie los viera, o soportar tratos vejatorios por sus orígenes. En el ensayo de Hogan se narra, entre otras barbaridades, la llegada de un bebé a Temple Hill al que le habían pintado en la piel su nombre y la fecha de nacimiento con un rotulador rojo. Varios supervivientes cuentan, en primera persona, cómo algunos curas animaban a las familias adoptantes a “devolver a los niños” a la institución en caso de tener algún tipo de discapacidad, o los abusos a los que eran sometidos por parte de miembros del clero.
Para las niñas, la permanencia en los hogares conllevaba a menudo revivir la misma historia que sus madres: embarazos adolescentes que debían esconderse y que, en muchos casos, eran consecuencia de agresiones sexuales. Según se narra en el libro, las víctimas eran enviadas a trabajar a las mismas lavanderías de la Magdalena, lo que aumentaba aún más el estigma social y la dificultad de encontrar un trabajo fuera de los muros de la institución.
Después del hogar de San Patricio llegaron los de Tuam, Bessborough o The Castle, que abrió sus puertas en los años 80 y en cuyos registros se encuentran datos de años tan recientes como 2001 y 2005, en los que hubo diez y cuatro admisiones, respectivamente. Al preguntarle por este último centro, Hogan comenta: “The Castle fue abierto como institución laica, pero sus lazos con la Iglesia estaban ahí. Las diócesis no querían bajo ningún concepto que las chicas tuvieran acceso a información sobre métodos anticonceptivos o salud reproductiva, su principal cometido era tratar de evitar que las embarazadas viajaran fuera de Irlanda para interrumpir sus embarazos. Solo cerraron porque el edificio estaba en malas condiciones”.
Un trauma intergeneracional (e internacional)
A día de hoy, miles de supervivientes siguen buscando a sus familiares. No solo 9.000 niños murieron dentro de los centros, sino también muchas madres en 1993 se encontró una fosa común con restos de 155 mujeres en unos terrenos propiedad de la Iglesia de Irlanda. Otra fosa común destinada a los huesos de aquellas que no se consideraban “dignas” de ser enterradas en ningún cementerio, y que es probable que no sea la única.
Las órdenes, por su parte, cuentan con un sinfín de denuncias por imposibilitar el acceso a sus registros aunque, como afirma Hogan, algunas entidades sí que se han mostrado proclives a colaborar. Las que sí están contribuyendo, además, pueden llegar a donar millones de euros en efectivo. Es necesario que exista una responsabilidad internacional por el sufrimiento que estas órdenes religiosas infringieron a tantas familias” Y no solo en Irlanda; en España también están los bebés robados durante la dictadura de Franco y en Canadá y Australia, los internados para niños indígenas. Son crímenes, atentados contra los derechos humanos ante los que se debe rendir cuentas”.
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