Si hubiera dios, si no hubiera suegra…
Llegamos al cuarto de nuestros ‘Relatos de Agosto’. Agobiada por las circunstancias de su vida cotidiana, Laura guarda unos cuantos deseos inconfesables, que nos va a revelar desde lo más profundo de ella. Hay cosas que no aguanta… “Recuerda que en el trastero sigue teniendo un cajón que compró cuando se estaba divorciando… Su suegra es menuda y, sí, podría caber allí”.
Por MARGA CANCELA NEGREIRA
Hace algún tiempo que Laura no puede llorar. Y mira que tiene motivos. Motivos para estar realmente furiosa, y lo está. La muerte de su padre y de su madre en un mismo mes. Se siente huérfana de verdad. Huérfana y sin lágrimas reparadoras. ¿Quién le va a llenar ahora las tardes de historias a su hijo enfermo?
Quiere aullar, matar a alguien. También se ha separado, pero ya no padece el síndrome de redención como cuando se casó. Ese fue su primer gran pecado, pensar que ella lo podría cambiar a él. Y el de él, pensar que ella no cambiaría nunca.
Tampoco puede dormir. Señores, les aclaran los médicos, los genes mutados de su hijo son los causantes del insomnio. Y de todo lo demás. Y ahí, créannos, no hay nada que hacer. Uno de los genetistas se atusa el bigote y mira al padre, el otro hace muecas, garabatea en un papel y evita la mirada de Laura. Por lo menos hoy se saben las causas, se justifica.
Pero, si no hay tratamiento, qué le importa a Laura qué priones o qué cromosomas sean los culpables. Esa fue la última vez que su marido la acompañó al médico con el niño. Todo esto lo recuerda con rabia mientras destroza los informes médicos.
Para colmo, ahora tiene azúcar en la sangre. El endocrino levanta los ojos de la analítica y los clava en el hijo que colorea un cuaderno, mira al suelo. Sí, señora, le asegura, la pena y la privación de sueño están vinculadas con la diabetes. Los efectos del insomnio son tan devastadores para el cerebro que pueden producir esquizofrenia, psicosis, alucinaciones… Bueno, piensa Laura, al menos ya tiene atenuantes por si comete alguna barbaridad.
Todo eso bastaría para explicar la tristeza, el nudo en las tripas, pero ¿por qué no puede llorar como todo el mundo? El llanto atascado le atora la garganta como una bola de cemento. Sigue obsesionada con matar a alguien, claro. ¿A quién? Al perro del vecino que no deja de ladrar. Pero ella adora a los perros.
Piensa en la suegra y sus mezquindades: “No sé de que te quejas, Laura, tu marido te ha abandonado, sí, pero te ha dejado una casa preciosa. Créeme, tienes más que mucha gente y, al menos, una hija sana. Mi pobre hijo, no podía soportar ver cómo sufría el niño”. Lo que la gilipollas no quiere reconocer es que la casa nunca fue de él, sino de ella. Y que fue Laura, “la inútil”, quien lo puso de patitas en la calle.
Va a tener que cambiar la cerradura, ya no soporta más los comentarios mil veces repetidos: “Querida, estás malcriando a tus hijos, lo sabes, ¿no?”. Para tortura de todos, visita a sus nietos quince minutos cada día, y seguro, segurísimo, que lo hace como penitencia de confesión. Y debe pecar mucho porque no falta a la cita ni una sola tarde. Pero, ¿echarle una mano?, jamás. Y que los franceses tengan la ironía de llamarle a las suegras belle-mère. Los italianos, menos correctos y menos hipócritas, llaman a las vinagreras, suocera e nuora”.
Recuerda que en el trastero sigue teniendo el cajón de la mierda, aquel que compró cuando se estaba divorciando. Su suegra es menuda y, sí, podría caber allí.
Sin que se lo haya propuesto, su mirada se fija en uno de los macizos de la plaza. Una inmensa jardinera de cactus asiento de suegra. Qué pena que las suegras no estén en peligro de extinción como ese cactus erizo. Un buen tema para una tesis doctoral. Y con la cantidad de metáforas de la sabiduría popular sobre suegras y nueras, no le resultaría difícil. Existen en todas las culturas. De pronto se pone a soñar. Podría embarcarse en el estudio apasionante de la antropología lingüística. Como ya tiene el tema, se ve diseñando un plan. Pero, para eso, antes tendría que poder dormir, llorar, eliminar a la suegra de sus vidas.
Cincuenta y tres no es una mala edad para nuevos retos. Para reinventarse, como le insisten los colegas. Podría empezar con el inglés, eso le resultaría fácil. Sopesa la idea y lo primero que le viene a la mente es la planta mother-in-law´s tongue, la sanseviera. Lengua de suegra, pero no sabe si es porque sus hojas son puntiagudas o porque es indestructible. En todo caso, fascinante. También están los matasuegras que…
Cierra los ojos y sigue fantaseando sobre la tesis. Sueña con fichas bibliográficas, análisis de datos. Un buen tutor. Pero ella sabe lo que hay, lo que tiene en casa, lo irremediable. Lo sabe ella, lo sabe su hija, lo saben sus mejores amigos. Incluso lo sabe su suegra que vuelve y vuelve a la matraca: bastante tienes con lo que tienes, ¿cómo se te ocurre ponerte ahora a investigar? Y a tu edad, Laura. Sí, esa víbora podría caber en la caja del trastero.
Si las cosas se arreglaran, si su hija encontrara un buen trabajo. Si pudiera darle a una palanca y subir su umbral de tolerancia. Si existieran los milagros o se le apareciera la virgen o el genio de Aladino. Si un día alguien le anunciara que existe un artefacto para arreglar el desaguisado genético de su niño. Si hubiera dios. Entonces podría llorar y dormir.
Pero mañana será otro día y ahora tiene que regar las plantas. Se detiene ante la amarilis. Eso tiene que significar algo, no puede ser casualidad que esa planta llamada suegra y nuera aparezca de repente delante de sus narices. Se sienta a contemplar sus dos flores rojas que crecen enfrentadas. Ahí tiene otra buena metáfora. Se emociona. Sonríe. Gira la maceta varias veces y busca la flor más vieja. Desde la pared, los ojos de las tijeras de podar le sugieren algo. Descubre que no le cuesta sacrificarla. Lo hace y la lleva al cajón. Entonces siente cómo la bola de cemento de la garganta empieza a soltarse.
Comentarios
Por Miguel Humberto Hurtado, el 08 agosto 2018
Excelente. Felicitaciones.