Tras las huellas y genes de la ‘cabra invisible’ de los Pirineos, el bucardo
En nuestras ‘Lecturas de Verano’, hoy os queremos acercar un libro tan original e interesante como bien escrito: ‘Lagarta. Cómo ser un animal salvaje en España’, de Gabi Martínez, publicado por GeoPlaneta. ‘Liternatura’ (un término acuñado por este autor para referirse a la literatura de naturaleza) en estado puro. Un homenaje a la fauna salvaje española –desde el urogallo y el lince ibérico al lagarto gigante de El Hierro y el bucardo– y a las personas que dedican su vida a proteger a las especies más amenazadas. Precisamente nos quedamos con el arranque del capítulo dedicado al bucardo, ‘la cabra invisible’ de los Pirineos.
Si Heráclito dijo que nadie se baña dos veces en el mismo río, en 1996 un grupo de científicos desmintió al griego proclamando que había llegado el momento de revelar otra Humanidad, y presentaron a Dolly, la oveja que inauguró la era del clon. A partir de entonces, los laboratorios se entregaron a perfeccionar las técnicas de «doblaje» con el objetivo de aumentar la cabaña replicante, y no solo ovina. Durante los siguientes cuatro años, genetistas de todo el mundo experimentaron con especies animales que se podían encontrar en la Tierra. Hasta que el bucardo abrió una posibilidad inexplorada.
La noche del 5 al 6 de enero del 2000, la nieve partió un tronco de abeto que al desplomarse aplastó la cabeza de una bucarda anciana aquejada con varias patologías. Al ser la última de su especie, se convirtió en el primer animal extinguido en el siglo XXI. Unos la llamaban Laña y otros Celia. Ocurrió en el Parque Nacional de Ordesa (Huesca). La desaparición se divulgó en todo el planeta, porque era la primera del milenio y porque advertía sobre las muchas extinciones inminentes que iban a producirse si la relación entre los humanos, los animales y en general el medio ambiente no viraba de un modo drástico.
Previendo su extinción, un grupo de científicos españoles había recolectado y congelado células de la bucarda, sin imaginar que la fecha de su muerte iba a proporcionarles una cobertura mediática tan colosal. La oportunidad resultaba incomparable, y si era cierto que España iba a figurar para siempre como el país donde se había volatilizado el primer animal de todo un milenio, el país también podía situarse a la vanguardia científica demostrando que la Nueva Humanidad era capaz de dar la vuelta a la tragedia devolviendo la vida a una muerta. Convertir el fracaso natural en un triunfo de la ciencia es la última gran tentación humana, y ejecutar una resurrección confirmaría el papel semidivino que desde hace más o menos un siglo y medio algunos humanos han empezado a asumir sin complejos.
Sobre esto no hay datos, porque se trata de un intangible, pero basta observar cómo reaccionaron los medios de comunicación y la ignorancia colectiva actual sobre aquel suceso histórico para deducir que la mayoría de españoles encajaron con indiferencia la derrota de ver cómo un animal propio se esfumaba para siempre. Algunos debieron de experimentar un sentimiento más cercano a la molestia humillante que al dolor y solo un puñado —diminuto— lo lamentó en serio. En cualquier caso, el triunfo que podía obtenerse a cambio de aquella extinción estaba aureolado de gloria, así que los políticos lo vieron claro e invirtieron para conseguir un clon.
La historia del bucardo proponía un viaje literal al fondo de la vida y la muerte, además de una invitación a reflexionar sobre el futuro, sobre todo de nuestra especie. Menudeaban las alusiones a la capacidad humana para exterminar al resto de animales ateniéndose a cálculos que revelaban, por ejemplo, que la tasa de extinción de especies había aumentado mil veces desde nuestra aparición en la Tierra. Y eso había generado un neovocabulario que incluía pala- bras como Eremoceno, que significa Era de la Soledad. Aunque suena bien como eslogan para alertar a la población sobre un escenario en el que el ser humano pueda quedarse solo en la Tierra tras haber exterminado al resto de seres vivos, también subraya la arrogancia de una especie que se cree capaz de liquidar la vida alrededor, como si, por ejemplo, las plantas no llevaran cuatro mil millones de años sobreviviendo a plagas, glaciaciones, terremotos y todas las catástrofes que podamos imaginar.
En el autocar rumbo a Huesca, leí varias palabras y frases en la misma línea soberbia pero bienintencionada, porque las lecturas que viajaban conmigo apostaban por un mundo menos tecnologizado y con más apego por lo elemental. Es lo que tienen las afinidade selectivas… y la saturación de artificios y de realidades codificadas, que a algunos nos anima a seguir buscando libros de papel y mundos sin tanto número ni tanta máquina. Sin tanto intermediario, también. Vale, mis inclinaciones y prejuicios me inducían a sondear una literatura reacia a los clones, pero creo que eso no me impedía detectar cuándo una opinión de mi cuerda se pasaba de demagógica, reactiva o utópica, ni tampoco reconocer una idea brillante entre los paladines de la tecnología.
La cuestión es que entre las teorías de estos últimos no hallaba demasiados argumentos sostenibles, todo sonaba a pasajero, a obsolescencia más o menos inminente. No soy un tecnófobo. Me beneficio de innumerables adelantos científicos como el que más, desde el automóvil a ciertos fármacos, pero hacía años que había empezado a trazar límites en la relación con algunas innovaciones que podían alterar mi moral de un modo inquietante o crearme adicciones que ni siquiera había visto venir.
La deshumanización que supone matar con drones me alejó de los juegos de guerra mucho más que cualquier película bélica que me hubiera trastornado en la infancia, porque al menos en las películas veía a la gente morir un poco más «cerca», intuyendo o absorbiendo algo de su sufrimiento y destrucción, mientras que los drones eliminaban cualquier empatía hacia manchas lejanas sin rostro que, de repente, se volatilizaban en silencio, entre llamas o nubes de polvo y humo. Algunas redes sociales me arrastraban a agujeros de tiempo incierto de los que salía aturdido y en tensión. Cuando decidí comprar productos que no estuvieran envueltos en plástico, me di cuenta de la enorme dificultad que supone ese acto que debiera ser sencillo.
Sí, ciertos paladines de la Ciencia y las empresas se empeñaban en crear un futuro a la medida de sus intereses, persuadiendo a millones de individuos para que cambiaran sus deseos históricamente naturales por necesidades y objetos sofisticados. La emblemática historia del bucardo podía ayudar a exponer esa especie de batalla moderna entre los tecnófobos y los que Paul Kingsnorth había definido como «tecnosoberbios». Pero para ese viaje iba a necesitar guías. Y el único que se ofreció fue Kees Woutersen, un holandés.
Kees se instaló en Huesca hace más de treinta años. Llegó en 1979 desde Alkmaar en Interrail para ver aves con amigos y, aunque le impresionó «mucho encontrar animales disecados en los bares, en los restaurantes, y no solo toros o ciervos, no, entonces también había grullas, ginetas, tejones…», la naturaleza española lo conquistó. Al año siguiente se subió a una furgoneta con ocho amigos y condujeron hasta Ordesa. Plantaron tiendas en la nieve, alguna vez durmieron dentro de edificios en obras a las puertas de algún bosque, y durante el tercer viaje se enamoró de Pilar, que hoy es su esposa. Tardó unos años en mudarse a España, pero cuando el 1 de enero de 1986 el país entró en la Comunidad Económica Europea, Kees ya estaba aquí para atestiguar cómo «de un día para otro, un montón de establecimientos empezaron a quitar cabezas disecadas de las paredes».
Cuando subí a su coche rumbo a Broto, yo guardaba en la mochila El bucardo de los Pirineos, uno de sus dos libros sobre la cabra extinta. En él, Kees había recogido la historia del animal, su evolución en las montañas pirenaicas, el encajonamiento en Ordesa, las diversas polémicas abiertas… El libro emana intención informativa y una gracia literaria que lo aleja del volumen de consulta. Se nota que Kees deseaba comunicar al margen de los patrones naturalistas y científicos habituales, recurriendo a las aportaciones de ambos pero permitiéndose las licencias del escritor silvestre.
«Me sorprendió que nadie hubiera escrito de ese modo sobre el bucardo —dijo conduciendo entre valles de imponentes bosques repoblados—. Para entender ese vacío, hay que conocer la historia de España —añadió, descorchando un tema que yo creía haber explorado pero él iba a sintetizar los próximos días de manera clarividente.»
Por entonces, yo había pensado y trabajado a fondo para divulgar la necesidad de escribir y propagar la literatura sobre naturaleza. Llamaba mucho la atención que la lengua española, con cuatrocientos millones de hablantes, acudiera sistemáticamente a la expresión nature writing cada vez que aludía al género de la literatura sobre naturaleza. Tener que recurrir a otra lengua para unir estos dos mundos sugería la descomunal distancia que se había abierto entre los hablantes de español y los espacios donde crecían infinidad de seres vivos al margen de nuestra especie. Por eso, junto a un grupo de personas que compartían mis intenciones e incredulidades, había empezado a propagar la palabra liternatura, y el rescate no solo de un vocabulario sino también de una forma de mirar al exterior que se detuviera en lo vivo más allá de lo humano.
Las palabras que usamos definen nuestro pensamiento y, por lo tanto, quiénes somos. Los jinetes de la estepa rusa disponen de un extenso abanico de colores que los ayuda a distinguir unos caballos de otros, y los esquimales llaman a la nieve con sesenta nombres distintos. La filosofía de un pueblo se construye a partir de lo que piensa, sea real o imaginado, y las ideas resultantes toman forma de palabras que se anclan en las personas definiendo a la comunidad. Si a partir de las palabras que utilizas puedes reconstruir tu historia y discernir un poco mejor quién eres, la España del 2021 era un país que se limitaba a balbucear los sustantivos más naturales y le faltaban términos para describir el interior de una marisma o un bosque. La pregunta era por qué los españoles se habían distanciado así de su paisaje, uno de los más diversos y, aún, salvajes de Europa. ¿Qué había ocurrido en el siglo XX para que la naturaleza se contara tan poco, tan mal?
Kees había entrevistado tanto a guardas forestales como a historiadores, cazadores o taxistas que aparcaban sus todoterrenos en la falda de las inmensas murallas verticales que albergaron a la gran cabra pirenaica, y, aunque solo pretendía presentar al bucardo en sociedad, la reciente historia natural de España se desplegó ante él.
El relato lo inician los cazadores ingleses que describieron sus incursiones cinegéticas con ánimo naturalista, deslizando consejos prácticos para abordar montañas del tipo: «Agárrate bien a tu mulo y tu mulo se agarrará a la roca; más seguridad no puede haber». Victor Alexander Brooke, el que más cazó al bucardo, escribió su perfil literario en Sportsman and Naturalist, de 1894, después de haber organizado partidas en busca del animal con hasta trece porteadores, ojeadores de Torla y perros de caza de Broto. Tardó cuatro cacerías en derribar a uno, un bucardo viejo y cojo al que disparó en el pecho cuando el animal estaba encajonado en una repisa de un metro de ancho. El bucardo rodó por la ladera más de ciento cincuenta metros y los golpes contra las rocas le rompieron los cuernos, cuyos anillos revelaron que tenía once años de edad. Sus sesenta y cuatro kilos fueron en buena parte ingeridos durante la cena. «Su carne era la más seca y dura que he comido en mi vida —escribió Brooke—. Esa noche hubo mucho jolgorio en la cabaña, y el alcalde realizó sus bailes más imponentes.»
Edward North Buxton también se explayó sobre los ojeadores de Torla, y señaló que muchos de los perros de presa caían por los precipicios durante las adrenalínicas persecuciones que se producían en los filos de cortados rocosos, mientras que Thomas Littleton Powys, barón de Lilford, cazador pero también cetrero, ornitólogo y coleccionista de animales vivos, plasmó la violencia de las batidas de una manera distinta: «Aunque vimos varios bucardos, nadie disparó. Dormí en una cabaña de pastores, en una cama de paja, y des- cansé bien. Este amable pastor había perdido el día anterior a dos de sus hijos por un oso».
Relatos como los de Brooke, Buxton o lord Lilford adornaron el mito de la cabra invisible, aumentando el deseo de los tiradores. Cinco siglos antes, el Libro de la caza de Gaston Phoebus había incluido una ilustración llena de bucardos, por entonces un animal común, pero en 1880 los ejemplares ya escaseaban lo suficiente como para que los ingleses lo auparan al podio de lo esquivo. Los cazadores arrinconaron cada vez más a la población hasta concentrarla en un único núcleo de Ordesa, y eso fue, según Kees, lo que lo condenó.
Incluso en aquella época, todavía muy insensible a las necesidades de las especies y en la que la caza era un hábito aceptado por todos, la simple matemática sugería que, de seguir abatiendo piezas, los bucardos iban a extinguirse pronto, y en 1913 se prohibió cazarlos. Además, a finales del siglo XIX Estados Unidos había declarado el primer parque natural de la historia, estrenando una moda proteccionista a la que España se sumó en 1918 con la inauguración del Parque Nacional de Ordesa, uno de cuyos cometidos principales era salvaguardar al bucardo, del que en Francia ya no quedaba rastro.
Las medidas no sirvieron de mucho, porque se siguieron matando animales a buen ritmo. Los bucardos intentaron zafarse ocupando las zonas de sombra, donde el frío, la humedad y la vegetación tupida complicaban el acceso a los humanos. Kees, que conocía las montañas de memoria, detuvo el coche frente a una de ellas, la Muralla de Duáscaro, que sirvió de refugio a los últimos bucardos. Para contemplarla mejor, subimos por el sendero que remonta la montaña frente a Duáscaro mientras Kees monologaba.
—He buscado información sobre el bucardo por todas partes, pero casi todo lo que he encontrado, aparte de algunas fichas de forestales y unas cuantas estadísticas, viene de periódicos y revistas extranjeras. La conclusión es que en los años veinte había un revuelto total. Se creía que prohibiendo la caza lograrían restablecer la población. Eso había funcionado con el íbice de los Alpes, y pensaron que aquí pasaría lo mismo. Tenían la idea de que proteger el paisaje y a los animales atraería al turismo. En realidad, era la misma idea que ahora. Pero por un lado estalló la Primera Guerra Mundial y dejaron de venir extranjeros, y por otro se siguieron cazando bucardos hasta la Guerra Civil. Después de la guerra, ya nadie pensaba en proteger nada, solo en sobrevivir, así que si se pillaba a un bucardo, se lo comía igual que a una oveja.
La cuestión era saber qué pasó después de la guerra, cuando el animal se esfumó de los informes y relatos públicos durante cuarenta años.
—Cuarenta años de vacío —dijo Kees—. Cuarenta años. ¡En el siglo XX! ¿Sabes lo que representa eso en la historia de un país? Al bucardo lo han escondido.
—¿Por qué?
—Por política —respondió—. Encontré un documento del año 40 sobre el Parque Natural de Ordesa. Con el nuevo gobierno, el Parque Natural se convirtió en todo un tema. Hay unas actas sobre Ordesa donde se habla del bucardo y, a partir de entonces, silencio total. El bucardo era una de las piezas de caza más importantes del mundo. Era un trofeo exclusivo de España, y nadie quiere dejar escapar un producto exclusivo, así que la preocupación por protegerlo existía. Los guardas me contaron que patrullaban todo el tiempo para que no se les llevaran los cabritos.
—Tras el bucardo había una economía brutal —dijo días después un forestal—. Ibas a Rusia y te encontrabas ejemplares disecados.
—Pero nadie registraba nada de manera oficial —continuó Kees—. El conde de Urquijo, dueño del Balneario de Panticosa, intentó informarse sobre el bucardo y no consiguió que nadie le dijera nada. Si a alguien con tanto poder y prestigio en el mundo de la caza nadie le decía nada… era porque estaba prohibido hablar del bucardo.
No hay comentarios