Hacemos tan buena pareja que todos se mueren de envidia
¿Cuántas veces hemos aguantado a alguien insoportable en la intimidad, porque su simple presencia nos hacía quedar bien delante de los demás? ‘Trofeos’ hemos tenido las mujeres y los hombres, e insatisfacciones asociadas también, en dosis proporcionales. Seguimos funcionando casi en automático con ese criterio que incluye el regodeo por la envidia ajena. ¿Qué hay de la corrección política en materia de deseo y relaciones? ¿Qué nos criticarán si estamos con una persona negra, un bizco, una gorda o un gordo? Es el amor ‘que da vergüenza’. Otra entrega de esta sección quincenal a dos voces, a cargo de Analía Iglesias y Lionel S. Delgado, abordando un mismo asunto: el amor o su imposibilidad en tiempos de turbocapitalismo.
El amor siempre es ridículo, siempre nos avergüenza. Nos desnuda, desviste nuestras expectativas, le da contornos externos a la ilusión íntima que preferimos retacear a los demás y, en lugar de volvernos escasos (deseadas y demandados), en el proceso de enamoradas nos ponemos abundantes. Tener sentimientos por alguien es el eufemismo que se suele usar en algunos idiomas para no mostrar excesiva frialdad y, a la vez, evitar el pudor de quedarse amando, desnudos.
Sin embargo, hay maneras de que el amor dé menos vergüenza y es haciéndolo encajar en la corrección para que quepa en las “políticas de la deseabilidad” socialmente aceptadas. Para decirlo concretamente, ¿quién no se ha descubierto, alguna vez, diciendo algo tan banal como “este fulano no le pega nada a tal” o, su versión positiva, “hacéis una pareja perfecta”? Así, como si pudiéramos saber lo que pasa por detrás de la simetría de una imagen, como si las relaciones afectivas tuvieran que dotarse del tacto plano de una imagen sin relieves ni desbordes. Y esto que tan certeramente aplicamos a los demás, nos lo propinamos, sin piedad, a nosotros mismos: ¿cuánto pesa la mirada social en nuestras elecciones? O, ¿cuán incorporada la tenemos como filtro propio?
Sí, con Lionel hemos pensado que ha llegado la hora de hablar de la corrección política en materia de afectividad y cuerpos, tal como lo explicita –eludiendo cualquier decoro– la performer y activista Sonia Renée Taylor, en su plataforma web The body is not an apology (El cuerpo no es una disculpa, en formato libro, acaba de aparecer en español en Melusina). Nos asomamos a un rincón incómodo que destapó el movimiento queer y que hoy cultivan feministas muy jóvenes; un lugar velado que hasta ahora apenas nos habíamos animado a entrever unos y otras, que participábamos en el juego de gustar sin cuestionar casi ninguna regla, porque quizá eso hubiese significado indagar en nuestras desgracias autoinfligidas.
Derrotas
¿Cuántas veces hemos aguantado a un petulante, más insoportable, si cabe, en la intimidad, porque su simple presencia nos hacía quedar bien delante de los demás? Trofeos hemos tenido las mujeres y los hombres, e insatisfacciones asociadas, también, en dosis proporcionales. Hoy resulta casposa la simple mención de la palabra “trofeo”, para referirse a una persona mostrable, follable, deseada mayoritariamente por guapa, tersa o exitosa en algún plano público. Y, no obstante, funcionamos casi en automático con ese criterio incorporado, que incluyen el regodeo por la envidia ajena (¿os acordáis del viejo chiste del tipo que estaba con Claudia Schiffer en una isla desierta pero se sentía desgraciado porque no iba a tener a quién contárselo?) o la supuesta derrota de irse con un feo/una fea (a lo que alude el burdo dicho de “estar de rebajas” en la discoteca, a la madrugada). Un buen ejercicio sería reconocer, en silencio, esas anécdotas miserables que delatan el efímero poder que en alguna ocasión creímos detentar por lucirnos junto a alguien ‘codiciado’ que, puertas adentro, nos provocaba ira, aburrimiento, rechazo o, simplemente, nada.
Del otro lado, seguro que alguna vez hemos sufrido por no caber en el molde imaginario que el otro se ha hecho de su objeto amoroso o erótico. Comprobamos que la espontaneidad tiene unas fronteras precisas, que pueden estar hechas de lo que se espera como rol de género, opción sexual, Dios o Darwin, edad exigida, talla o color de piel, tamaño de los genitales, barrio y los gestos del barrio, léxico, acento, bizquera, tipo de mordida (y podéis seguir haciendo una lista con la materia de vuestros lindes). La doctrina del linaje cultural del que venimos (incluso nuestro particular vínculo con eso que heredamos) nos pone a todos en una encrucijada: la disciplina nos hará desdichados y desobedecer nos da vergüenza, o miedo.
En mi caso, me sigue retumbando aquella frase: “No estoy enamorado de ti”, dicha por teléfono, antes de algunos de los muchos encuentros amorosos que mantuvimos durante unos largos años. Juro que me reía. Yo no se lo había preguntado, ni se lo preguntaría jamás, pero él necesitaba poner ese “no” antes de decir una palabra tan fuerte como “enamorado”. Esa era la palabra que él había elegido poner en su boca, nadie se la había sugerido; yo misma jamás la pronunciaba. Pero él sentía que tenía que protegerse, mientras lo que hacía era desnudarse todavía más. Él había decidido que había una imposibilidad basal en nuestra relación y, por lo tanto, nos amábamos pero poniendo un “no” delante de una frase, dicha como trámite, por teléfono. En persona, nos decíamos sentidos “te amo”.
¿Hemos escondido al amado? De esto está hecha la tragedia de amor por antonomasia, Romeo y Julieta, de Shakespeare, que se actualiza en cada nueva barrera familiar o deber social. Y aunque el modo de vivir el amor inconveniente no contenga declamaciones ante los balcones ni suicidios por falta de un teléfono para avisar que llegamos tarde, seguimos sometiéndonos a la losa de la imposibilidad antes que al espontáneo arte de dejarnos sentir. En algunas regiones del mundo sigue muy presente el maleficio del qué-dirán y los imperativos de moralidad, descendencia, género y clase social.
Tú que suspiras en la noche
deja que escuche tu voz
si no temiese las habladurías
iría hacia ti y apagaría tu deseo
Estas líneas pertenecen a un darmi, que es un canto popular iraquí, generalmente recitado por las mujeres: “Los poemas darmi brotan de un sector iletrado de la comunidad. Si son poemas sencillos, frágiles y hermosos como las flores silvestres de los campos es debido a que nacen sin sementeras ordenadas ni protección, de forma natural”, explica su traductor y autor de la antología No son versos los que escribo (Editorial Olifante), Abdul Hadi Sadoun. Tanto el canto iraquí como las líneas de su traductor nos hablan con dulzura de lo que suelen padecer los enamorados en el mundo árabo-musulmán, donde los romances prohibidos y las intrigas shakespeareanas siguen dominando la escena del presente. Hay sensualidad y sufrimiento. Porque también es cierto que en lo prohibido crece la voluptuosidad. Y la poesía.
Tener una hija gorda
Nuestro rabioso momento neoliberal no es época ni lugar para el compromiso amoroso que implica aquel deseo del que hablamos. En cambio, es un tiempo histórico para que el deseo se exprese en el bajo vientre, porque el mercado lo ha liberalizado en todas esas posibles conjugaciones sin alma. También es un excelente momento para repetir que “el amor es otra cosa”, y pasar a otra cosa (más productiva para el mercado).
En Occidente, hoy rendido a las delicias del individuo autosuficiente y emprendedor, las losas de la deseabilidad incorrecta están adaptadas a dogmas más mundanos que la fe en Dios. Sostenían, sin ir más lejos, la dibujante de cómic Klari Moreno y las activistas Marina Concejero y Maltita, en la librería Traficantes de sueños, la semana pasada, que lo peor que le puede pasar a una familia en un pueblo de España es tener una hija gorda. Aunque suele suceder que el juicio más temido sea el de los desconocidos, quizá porque prescinden de las explicaciones. O porque es imposible adivinar el punto en el que harán blanco.
Los sistemas de opresión prosperan por nuestra incapacidad para reconciliarnos con la diferencia, se decía en la presentación del libro El cuerpo no es una disculpa.
Efectivamente, en Europa, también hay “habladurías”, aunque se sofistiquen. En cambio, las legitimaciones parecen mantenerse inalterables. Por ejemplo, no tiene el mismo valor lo ‘mixto’ de un hombre occidental con una mujer asiática (si atendemos a la fantasía mainstream de la geisha muda y servicial) que una mujer occidental con un hombre asiático (del que se ha difundido la idea de que no está bien dotado a nivel sexual). Tampoco parece equilibrado el juicio social frente a los binomios hombre blanco-mujer negra y hombre negro-mujer blanca (las chicas africanas suelen manifestar con cierta ironía que, en la diáspora, sus hermanos siempre prefieren una rubia). Como tampoco es un obstáculo que el hombre sea mayor que su pareja (incluso en el caso de parejas gays masculinas), pero todavía se tejen especulaciones si una mujer está con un hombre más joven, a pesar de que abundan vínculos históricos y actuales que se enriquecen por lo que aportan justamente las perspectivas (sus cruces) y las distancias (con sus tensiones de ver de lejos y poder acercarse).
La distancia es la condición del deseo. Y solo la alteridad (lo otro, lo diferente) permite el amor. Porque quizá el amor no sea un fin sino “un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra”, como escribió John Williams en la novela Stoner. Ocurre que ese proceso tan natural aparece interrumpido en la sociedad actual de sujetos liberalizados pero sometidos a la fe en lo igual, y temerosos de hacer el ridículo. Por eso, nuestro penúltimo acto de desobediencia civil es el compromiso humano. No perdamos la posibilidad del deseo con mayúsculas, seamos ridículos. Y demos vergüenza: inventemos el amor.
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