Instrucciones para el desmontaje de un (muy, muy famoso) urinario

‘Fuente’, Marcel Duchamp.

Pretendo aquí poner en solfa una de las obras de arte más importantes del siglo XX, creada por uno de los artistas más influyentes del arte universal, aunque dicha paternidad sea cuestionada y posiblemente pueda transmutarse en maternidad. Me estoy refiriendo a Fuente (1917), del artista franco-norteamericano Marcel Duchamp. Una obra-urinario que veo sobrevalorada, confusa y timorata. Y no sé si trato de convencerles, pero al menos sí de explicarlo en el que se considera el día más fiestero del calendario español.

Si alguien está leyendo este artículo tal día como hoy –estadísticamente el día del año en el que se venden menos diarios– es debido a que mi capacidad de persuasión y convicción supera ampliamente a mi calidad como articulista.

Digo esto porque he conseguido convencer al editor de este medio para que me publicase un artículo –que más allá que de opinión podríamos calificar como de tesis– sin que medie acontecimiento, exposición o aniversario que justifique su oportunidad periodística o lo ampare la más rabiosa actualidad.

En el mismo, pretendo –no soy lo suficientemente pretencioso como para decir que lo consiga– poner en solfa una de las obras de arte más importantes del siglo XX, creada por uno de los artistas más influyentes del arte universal, aunque dicha paternidad sea cuestionada y posiblemente pueda transmutarse en maternidad, como veremos más adelante.

Me estoy refiriendo a Fuente (1917), que el artista franco-norteamericano Marcel Duchamp presentó de forma anónima para participar en el Salón de los Independientes de Nueva York, que él mismo organizaba y que se celebraría en el vestíbulo de Grand Central Station, sin que finalmente la obra fuese seleccionada.

Lo que quiero dejar claro es que mi análisis crítico de esta pieza no pretende ser, obviamente, un cuestionamiento iconoclasta de su autor, o, ampliando el campo de batalla, una causa general de movimientos artísticos como el dadaísmo o el surrealismo, o de forma más generalizada el arte conceptual o moderno.

Se trata más bien de un divertimento intelectual con el que he llenado unas cuantas horas de canícula veraniega y que me gustaría que llenase unos minutos del asueto del lector o lectora con la brisa de una escritura ligera, sin pretender con ello socavar los cimientos de la inmovilista historia del arte occidental del siglo XX, y que viene suscitado, más bien, por el especial interés que como diseñador de producto y creador de poemas objeto en el estudio del que formo parte junto a mi hermano, tengo hacia las corrientes, estilos y movimientos que tienen en el objeto cotidiano, principalmente el producido industrial y masivamente, el origen y centro de su creación.

Antes de comenzar la exposición objetiva subjetiva de los aspectos que me llevan a cuestionar la posición privilegiada de esta obra, tengo que aclarar que alrededor de la misma circula la hipótesis –a día de hoy ampliamente difundida y en parte asumida y consensuada, y que por ejemplo recoge la escritora Siri Hustvedt en su libro Recuerdos del futuro– en relación a su planteamiento conceptual; a partir de la misma, se señala a la artista plástica y poeta alemana Elsa von Freytad-Loringhoven, que como Duchamp formó parte del grupo dadaísta, como la verdadera autora intelectual de la idea original de la Fuente y cuyo reconocimiento ha quedado eclipsado en parte por la polémica que circula alrededor de la creación de la obra que nos incumbe, ejemplo claro del sesgo patriarcal que ha dominado la historia del arte hasta nuestros días; esperemos que el movimiento de recuperación del trabajo de las mujeres en cualquier campo permita colocar en el puesto que se merece la trayectoria de Elsa, tal como ponen de manifiesto Joana Masó y Eric Fassin en su libro Elsa von Freytad-Loringhoven. La artista que dio cuerpo a la vanguardia.

Establecida esta aclaración quisiera pasar ya al análisis de los, a mi parecer, puntos fallidos que deslegitiman e invalidan su posición preeminente en el olimpo del arte del siglo pasado, independientemente de que la mente que la idease fuese masculina o femenina o de que el cuerpo que la adquiriese en un establecimiento de artículos sanitarios, la firmase y la presentase al comité de selección fuese el de un hombre o una mujer.

Comencemos por fijarnos en el lugar de exposición.

En sintonía con el carácter transgresor y polemista que en principio parece motivar el utilizar no ya un simple ‘objeto encontrado’ –un ready made o objet trouvé [mecanismo creativo utilizado ampliamente por surrealistas y dadaístas]–, sino un objeto con un marcado carácter excrementicio y ligado a espacios reservados, marginales y vetados, como lo son, de hecho, los aseos públicos, ¿no hubiese sido realmente rupturista designar a uno de los mingitorios ubicados en los servicios del Grand Central Station –lugar donde debería celebrarse la exposición– colocando a su lado una cartela que lo significase, por la intersección del señalamiento de su creador o creadora, como obra de arte?

Esta acción –siendo este, el acto, la esencia del arte conceptual, más allá, y por encima, de la propia materialización del objeto artístico–, debidamente publicitada y orquestada periodísticamente, seguramente hubiese podido alcanzar unas cotas de polémica mucho mayores que las que pudo alcanzar en su momento con su no selección, con el agravante de estar vetada su contemplación al público femenino con el consiguiente escándalo motivado por la censura por motivos de género.

Dicha desubicación del espacio expositivo hubiese sido además una manera de adelantarse 60 años a la formulación que del concepto de ‘escultura en el campo expandido’ hizo la crítica de arte Rosalind Krauss para referirse a los nuevos espacios que la obra escultórica comenzaba a colonizar a mediados del siglo XX, más allá del ámbito habitual de las salas de exposiciones de galerías o museos.

¿No me digan que no hubiese sido rompedor haber señalado los aseos públicos de una estación de ferrocarril como espacio para la contemplación del arte, eso sí, a comienzos del pasado siglo, no lo olvidemos?

Pasemos ahora a analizar un movimiento, un simple gesto.

Al colocar tumbado y no en su posición vertical natural y lógica de uso el citado urinario, además de sobre un elemento expositor exento y no, por ejemplo, colgado en una de las paredes de la sala de exposición, se desvirtúa la –a estas alturas, supuesta– intencionalidad transgresora de la pieza; da la sensación de que su creador/a intentase camuflar –en un acto que me atrevo de calificar de pusilánime– su propia idea, como si no se hubiese atrevido a llevar hasta sus últimas consecuencias su acto subversivo al mostrar a un público generalizado un elemento restringido habitualmente a la visión del público masculino y únicamente en espacios reservados.

En esa misma línea de arrepentimiento o de acto fallido que no dejo de advertir cada vez que observo esta pieza –por no calificarlo de cobardía, o, peor aún, de autocensura que creo anida en la misma– es la acción de titularla con el eufemístico, almibarado, pero sobre todo bonito, muy bonito título de Fuente; su creador o creadora no tuvo la valentía de designarla ni siquiera con un aséptico y poco comprometedor Sin título, que dejase en manos –o mejor dicho, en la mente– de quien la contemplase su total y libérrima interpretación.

Pasemos ahora al asunto de la firma.

La pieza está signada con el pseudónimo de R. MUTT –abierto a múltiples e imaginativas teorías explicativas– y fechada con un 1917, con rotundas pinceladas de pintura negra sobre la límpida blancura de la porcelana.

Tal vez se me pudiese acusar, habida cuenta de mi condición de diseñador de producto, de corporativista, pero firmar de una forma tan rotunda y significativa un producto industrial, y por lo tanto no creado por uno mismo, me parece desmesurado.

Por supuesto que el planteamiento del ready made consiste en tomar objetos cotidianos –y, por lo tanto, en cuya ideación, fabricación, manufactura o elaboración participan infinidad de operarios– y por obra y gracia de un creador –en realidad un designador– convertirlos en obra artística.

Además, el hecho de que la firma final de un artista prevalezca sobre la de los verdaderos hacedores de una obra viene sucediendo en el mundo del arte por ejemplo desde que en cualquier taller renacentista la signatura del maestro eclipsaba la labor de sus colaboradores.

Pero convertir la firma en un elemento tan destacado de la pieza –otorgándole un valor que va más allá de su simple utilidad mercantil y especulativa a nivel de la autentificación de su autoría– me da la sensación de tratarse de un nuevo recurso de distracción, que, añadido al de la desubicación, el volcado, la colocación sobre un pedestal y el de asignación de un título eufemístico, cuestionan la verdaderas intenciones expresivas y significativas de la obra en cuestión.

Por último, la elección de un objeto de formas sinuosas y suaves, lo que unido al acabado prístino y puro de la porcelana en un gesto que parece buscar la atracción tanto visual como háptica de quien lo contempla, dan al conjunto un carácter de enmascaramiento de lo que realmente se pretendía manifestar.

Todo ello hace que el sumatorio de las circunstancias –mas allá de la polémica de su verdadera autoría y las interpretaciones de su firma– que confluyen y rodean esta obra de arte –la más influyente del siglo XX, según algunos–  me lleve en mi personal y no acreditada opinión a calificarla con una simple interesante, con el agravante de un ‘lo que hubiese podido ser y no fue’.

En mi versión más friqui como articulista –casi se me escapa lo de crítico– puedo ver en la Fuente el objeto protagonista de una gamberrada perpetrada por unos típicos estudiantes de Cambridge narrada a la manera de un Tom Sharpe, o por unos aburridos aristócratas ingleses al estilo humorístico de un P.G. Wodehouse, o de otros estudiantes –estos oxonianos, más selectos y atildados– como lo hubiese hecho Evelyn Waugh.

Opino, en definitiva, que la Fuente ha acaparado una atención inmerecida y que ha eclipsado otras obras –estas sí, de certificada autoría duchampiana– menos ruidosas, pero mucho más sinceras.

Tomemos como ejemplo Rueda de bicicleta, un ready made en el que en 1913 Duchamp toma dos elementos tan banales como son un simple taburete de madera y una rueda metálica y los hace confluir en una pieza de un equilibrio formal y compositivo exquisito y con un planteamiento conceptual ejemplar al unir y confrontar el estatismo propio del primero con el potencial dinamismo del segundo.

Pero fijémonos finalmente en otra pieza, el Botellero, que, tres años antes de la gestación de la dichosa Fuente, refleja y ejemplifica sin efectismos, trucos o falsas intenciones transgresoras la esencia del objet trouvé; en ella podemos observar cómo es la acción de artista la que consigue convertir un sencillo y humilde secador de botellas, escogido y designado por Duchamp –con la mínima intervención de una discreta firma sin posibilidad de sesudas interpretaciones y con la indicación numérica de su seriación, hecho que vincula el mundo artístico con el industrial– en obra artística.

En definitiva, si no te atrevías a exponer un urinario, haciendo ver lo que verdaderamente era, un urinario, y llamarlo como verdaderamente se llamaba, urinario… ¡haber expuesto un paquete de detergente o una lata de sopa!

P.S.: Si este artículo les ha sabido a poco o ha servido para despertar su curiosidad sobre Duchamp, el dadaísmo, los objet trouvé o, en definitiva, sobre ese periodo de comienzos del siglo XX en el que se rompieron tantos esquemas y planteamientos en el mundo del arte, les recomiendo un apasionante libro de Javier Montes, El misterioso caso del asesinato del arte moderno, una novela cuyo intrigante título no funciona como mero recurso publicitario sino como verdadero condensador de los apasionantes acontecimientos que en él se nos narran.

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