Intriga en torno a la desaparición de tres hermanas adolescentes
Una historia de intriga, pederastia y rebeldía. Una historia de tres adolescentes marcadas por el fanatismo y un padre que tiene los mismos modales que el demonio. Una historia en la que la familia es una trampa y el pueblo –colaboracionista– calla. La primera y más exitosa novela de la escritora y periodista australiana Felicity McLean, que se asemeja mucho en su tono y en la corpulencia de su intriga a la mejor Patricia Highsmith.
“Cuando volví al río después de tantos años, la marea despellejaba las orillas… Y, pese a todo, no apestaba… Aquel Valle llevaba veinte años sin oler mal, como si el sacrificio de las hermanas lo hubiera apaciguado”.
A veces, un solo párrafo es capaz de englobar la excelencia de una novela, de catapultarla a la memoria del lector y hundir su delicada carne. La chicas Van Apfel han desaparecido es una de esas novelas. Y no quiere decir esta afirmación que a esta historia de intriga, fanatismo, pederastia y rebeldía le falte algo; al contrario, es una historia completísima y de una rapidez argumental que te lleva de la mano a un ritmo frenético que no roba el aliento, sino que alimenta la respiración de quien la lee.
McLean sabe lo que cuenta y sabe cómo contarlo, mide el poder de cada imagen, las pausas argumentales, las reflexiones de su narradora, los movimientos de sus muchachas desaparecidas, sus silencios contrarrestando la ferocidad manifiesta de un padre fanático y de aliento y obra farragosa.
McLean se asemeja mucho en su tono y en la corpulencia de su intriga a la mejor Highsmith. Hay una finura extrema en sus atmósferas. Y ese uso novedoso de la “bitriangularidad” (un término que mi memoria inventa para nombrar lo que hace tan singular la composición de esta narración) le concede aún más mérito a este libro. Hannah, Ruth y Cordelia frente a TikKa, el señor Van Apfel y el señor Avery. La memoria de Tikka como hilo conductor, como cable de alta tensión que ilumina la oscuridad que recorre y lame esta historia de adolescentes marcadas por el fanatismo, y algo más, de un padre que tiene los mismos modales que el demonio:
“Lo que todos sabíamos—ya en aquella edad temprana—era que el valle apestaba. Dios, era un olor asqueroso. Olía a úlcera. Como si hubiesen extraído algo malo y hubieran vuelto a coser el cielo; un cielo bajo, magullado y sofocante”.
Las chicas Van Apfel han desaparecido es un baile de Lolitas capaces de escupir contra sus perseguidores, capaces de manifestarse contra la tramposa vanidad con que pretende comprarnos la adolescencia mientras dura.
McLean no se arredra y denuncia el colaboracionismo de todo un pueblo que calla frente a una amenaza recalcitrante y malévola que tendrá un final cargado de mezquindad. Todo un pueblo empujando a una joven a convertirse en fugitiva, a convertirse en un cadáver o en una ráfaga de aire capaz de helar el porvenir de sus contemporáneas.
Leer este libro te exaspera, te hace sumergirte en esa ciénaga que es a veces la familia, te deja ciego, te convierte a ratos en un pez abisal que ha perdido la orientación y, sin embargo, te atrapa desde la primera hasta la última página.
Las chicas Van Apfel han desaparecido es un páramo extenso y grandilocuente en el que la maldad ha construido una poderosa casa. Es un desierto que esconde ecos capaces de devorar a tres adolescentes, como si en lugar de ser fenómenos acústicos fuesen buitres entrenados para jugar al escondite con su intrínseca inocencia.
Nada es aleatorio en esta narración rotunda e hipnótica en la que el paisaje es una herida abierta, una declaración de intenciones, una quisicosa que en una contradicción poderosa y pragmática extiende sin pudor cada escena del vía crucis de sus pequeñas protagonistas.
No dejen de leerla porque es un enigma enérgico y constante, ese tendón que late dentro de la mano cuando el filo de un cuchillo nos separa la carne.
‘Las chicas Van Apfel han desaparecido’. Felicity McLean. Siruela. Traducción de Daniel de la Rubia. 279 páginas.
No hay comentarios