La invasión de los ‘zombies-turistas’ en el corazón de Creta
POR MARTHA ZEIN
Aquella tarde el viento nos había lanzado al corazón de Hania, uno de los puertos más bellos de Creta, y el azar nos había otorgado el amarre más cercano al faro del siglo XVI, que aparece en todas las guías turísticas. De repente, nuestro velero, el GoOn, le daba el toque ‘vintage’ a la instantánea y pasamos a convertirnos en pasto de incontables ‘selfies’. Ya en tierra, nos integramos en una horda de zombies bronceados, de carne salvada de la podredumbre, miradas siderales y comportamientos lisérgicos. El turismo, ay.
El Meltemi nos escupió en el puerto veneciano de Hania a 30 nudos por popa. Era evidente que llegábamos para quedarnos. En el muelle no cabía una aguja, de modo que nos dieron un amarre excepcional al que nos aferramos con los dientes y dos sencillos cabos. Si hay algo que me fascina de la vida a bordo es que casi todos los problemas se resuelven combinando cabos y nudos. El GoOn pesa 13 toneladas, el viento nos separaba del muelle soplando a más de 50 kms por hora, y dos cabos anudados lograban clavarnos en el agua. Me sigue pareciendo un milagro. No me extraña que en este lado del Mediterráneo, cuna de la Antigua Europa, el nudo fuera símbolo de la divinidad, simplificación del laberinto. Ellos siguen impidiendo hoy, cuatro días después, que el viento nos arranque del refugio. Le doy la vuelta al aforismo de Arquímedes (“dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”) y agradezco a estos dos humildes cordones umbilicales que logren que el mundo deje de moverse.
Aquella tarde el viento nos había lanzado al corazón de uno de los puertos más bellos de Creta y el azar nos había otorgado el amarre más cercano al faro del siglo XVI, presente en cualquier guía turística que exista en el mundo relacionada con esta ciudad. Es decir, habíamos amarrado en medio de la foto. Para colmo, nuestro velero con flow le daba el toque vintage a la instantánea. Es como si, por algún fenómeno de transmutación de la materia, abrieras el cuarto de baño de tu casa y aparecieras en medio de la alfombra roja de los Oscar. Con los cabellos aún revueltos por el viento y los movimientos de quien lleva la mar vieja en el cuerpo, empezamos a formar parte de incontables selfies antes de poner pie en tierra.
Después de una larga o intensa travesía los marineros acostumbran a bajar a la cantina del puerto a tomar un trago; a base de sumar días en el velero he concluido que celebran haber ganado un día de vida a la mar. En nuestro caso habíamos logrado dar esquinazo al viento pocos minutos antes de que se asalvajara definitivamente, de modo que estábamos de suficiente enhorabuena como para hacer un brindis, pero en vez de cantina encontramos un sinfín de terrazas de lujo. Me empeñé. El local se llamaba Barbarossa. En el Mediterráneo, a la hostelería de sol y playa le gusta hacer referencia a los dioses y diosas del Olimpo y a los piratas. Es decir, sabía dónde me estaba metiendo. Miré la cuenta. Un vermú, 8 euros.
En Grecia sigue en pie el corralito aunque ya no se hable de él. Los griegos no pueden sacar más de 60 euros por día de su cuenta o 420 de una vez cada semana. Ese vermú era casi el 15% de su presupuesto diario. El cálculo hizo que me planteara un juego: escuchar durante nuestro paseo en qué mesas se hablaba el griego.
Después de un mes de navegar casi en solitario por paisajes mudos te sientes resucitada y con ese estado de ánimo empezamos a caminar. Habíamos oído hablar del entramado de calles de Hania, la segunda ciudad más habitada de la isla después de Heraklion. Los aledaños del puerto estaban salpicados por edificios venecianos, la judería, el barrio turco… Elegimos asomarnos a los abandonados astilleros construidos a finales del siglo XV y llegar a los pies del faro. La fortaleza empezaba a iluminarse al otro lado de la bahía, el viento traía el insistente ritmo de un tambor.
Pocos minutos después formábamos parte de una horda de zombies bronceados, de carne salvada de la podredumbre, miradas siderales y comportamientos lisérgicos. Cientos de personas vagaban y consumían, cámara en mano, buscando el rincón genuino o no-sé-bien-qué. Los restaurantes prometían que no les avasallarían, que no les someterían a estrés abordándoles con sus ofertas culinarias en pleno paseo… y que, por tanto, esperaban de ellos el mismo comportamiento.
Me asaltó un pensamiento: “Los zombies de temporada alta somos una plaga que no logra formar comunidad”. Digo “somos” porque estoy aquí y comienza julio y somos millones de extranjeros levantando las faldas a la Montaña Blanca (Léfka Ori) , la cordillera caliza y granítica que se yergue a poca distancia de la costa y que en este lado, el norte, enseña sus enaguas más amables. Es cierto que nuestro recorrido es singular, pero eso no implica que no formemos parte del circo. Hoy apenas hemos sido dos las personas que buscábamos el abrigo del olivo de Vouves, una pequeña localidad cercana a las gargantas de la montaña, aún agraria. En función del método utilizado para calcular su edad, se estima que podría tener entre 2.000 y 5.000 años, y aún da aceitunas. Me metí en un hueco de su tronco y habité durante largos minutos su anciano vientre. Sentí el abrazo del tiempo.
Abro ligeramente la escotilla del camarote para que entre el viento y se llenen mis pulmones. Cuatro días después de vivir en este amarre doy fe que el (mal) inglés (el esperanto de los turistas) es el rey del casco antiguo de Hania y concluyo que los griegos no vienen a esta ciudad a pasar sus vacaciones y que sus residentes no eligen la zona histórica para su recreo. Soy isleña, sé hasta qué punto el turismo sin medida nos expulsa de nuestros lugares de residencia. Es una invasión que genera ruinas a su paso, como todas las invasiones. Comprobar que el griego, cuna de muchos de los idiomas europeos, queda desbancado por el idioma del imperio en los templos del ocio es todo un síntoma.
Combino la escritura con las labores de intendencia. El Meltemi ha dejado de silbar. Mañana, si todo sale bien, zarparemos con un nuevo miembro en nuestra tripulación. Tenemos ante nosotros 1.000 millas de costa cretense por descubrir, aunque probablemente sólo recorramos el lado del Egeo de oeste a este y dejemos el mar de Libia para otra ocasión. El capitán regresa de sus pesquisas. La búsqueda de una pieza para la bomba de agua le ha llevado a colarse en un pequeño taller de reparaciones entre tiendas de souvenirs, restaurantes y hoteles-boutique. Mientras cortaba, soldaba y limaba la pieza, el hombre le contaba que había enviado a su joven hija a Alemania para que “haga lo que hacen ellos”. No explicó qué era exactamente aquello que hacían esos alemanes que desde 2008 han contribuido a imponer en Grecia el modelo económico que enriquece a los mismos. He leído que en la conocida como “la batalla de Creta” , en abril de 1941, el ejército de Hitler invadió la isla lanzando desde sus aviones a 4.500 paracaidistas. En el museo naval muestran las imágenes de los héroes griegos que “murieron por defender la patria”. Sonreían a la cámara abrazados a sus esposas. Su inocencia (en aquellas fechas la presencia de una cámara aún deslumbraba) y su ignorancia ante lo que sería una derrota me producen una ternura triste. A pesar de ser una europea acostumbrada a que, en nombre de mi seguridad, se asesine a miles de personas diariamente al otro lado de nuestras fronteras, me estremece saber que entre ingleses, griegos, neozelandeses y alemanes, en pocos días murieron o fueron capturados unos 35.000 soldados.
Ni zombi, ni soldado, ni tan siquiera viajera. Simplemente vivo en un barco. Me recuerdo que tocar con la mirada cambia la forma de caminar y que dedicar un tiempo al intercambio que implica el contacto frena el paso. Esta mañana, en Vouves, el pequeño pueblo aceitunero, una joven griega me contó su sueño de vivir en México. Quise alentarle el deseo regalándole palabras acariciadoras, que ella memorizaba aunque dudaba que algún día pudiera ir allí. El corralito sigue vivo en Grecia. Ayer el contacto fue con un periodista local interesado en la mirada del capitán sobre el impacto del alquiler vacacional en Creta. Analizaron las causas económicas que llevan a Creta y a Mallorca (la isla en la que vivo cuando no navego) a morirse en medio de una falsa prosperidad. Crearon vínculos.
El tacto, el contacto y las preguntas nos hacen mortales, es decir, nos salvan de ser muertos vivientes. No es necesario que sean grandes interrogantes. Por ejemplo, me he enterado que Yasas!, una expresión que se utiliza tanto en los encuentros como en las despedidas, hace mención a Ygeia, diosa de la salud, la curación y la luna. ¿Por qué vinculaban la salud con la luna en el Neolítico? Sigo la intuición: la luna fue la primera forma de medir el tiempo de la humanidad, reina de las mareas, los flujos y reflujos del agua, vinculada a la fertilidad de los campos… Enlazada con la luna, la salud deja de pertenecer a nuestros cuerpos y apela a los vínculos de la vida. Las diosas minoicas sumaban la vida y la muerte, su vientre era cuna y tumba, como aquel olivo milenario, como este barco.
Comentarios
Por Ispanos, el 09 julio 2018
Hace 10 años que vivo en Xania y le puedo decir que Barbarosa y todos los bares/tabernas que rodean el puerto veneciano son los más caros y los más turístico. Hay otro pequeño puerto un poco más al oeste de la ciudad (500m del puerto veneciano) que las tabernas son más auténticas. Son las que están abiertas todo el año y no sólo 4 meses.
Y por la cockteil que era caro? ,mejor que sea caro el alcohol y el tabaco y no la leche y el pan.
Un saludo y otra vez me gustaría recomendarte 4 o 5 sitios que son fantásticos cerca del puerto.
Por Joan Ramon, el 15 julio 2018
Per qualcú que ve de la costahostal mallorquina la descripció és refrescant, i el punt vista compartit.
Grácies.
Por Andreu, el 13 agosto 2018
Martha, gràcies i sana enveja.
Abraçada forta
A