‘Jarroa’, la isla que amamanta, atrapa y enloquece a su gente
“Existe una isla de la que la gente no se marcha, aunque hayan construido un puente. Y si lo hacen siempre vuelven, ya sea en vida o con los pies por delante. Es una isla que ata y amamanta como una madre colectiva”. Así presenta la editorial Caballo de Troya la primera novela de la escritora gallega Andrea Fernández Plata (A Illa de Arousa, 1985). Una extraordinaria novela, que no parece una primera novela. Todo en ella está colocado con delicadeza. Con dureza y con poesía, al mismo tiempo. ‘Jarroa’ habla de las enfermedades mentales que sobresalen en determinados lugares como montañas a las que durante demasiado tiempo se les ha negado su personalidad.
Hay algo en el descubrimiento de una nueva autora que hace único el tiempo de lectura. Que nos retrotrae al instante en que aprendimos a distinguir la primera letra y a formar dentro de nuestra boca la primera palabra. Hay algo tierno y al mismo tiempo abisal en pisar por primera vez el territorio narrativo de quien inicia una carrera en el exigente oficio de la escritura. Y hay una verdad intrínseca y ávida en cada una de las páginas que nos entrega. O eso es al menos lo que siente el lector que se encuentra con ‘Jarroa’, la primera novela de Andrea Fernández Plata.
Fernández Plata conecta con el lector desde la primera frase, desde la primera página. La naturalidad con que entrega las profundas emociones de su protagonista construye un poderoso cordón umbilical entre ambos.
Jarroa es un viento, sí, pero es también ese latido sosegado del que pertenece a un lugar, pese a anhelar y vivir una expatriación que solo será una violenta y despiadada quimera:
“No era la única a la que habían prometido otra vida y se había despertado con los dedos arrugados del frío por hacer horas extra vendiendo en la calle. A mi lado había una carpa con una estructura más sólida en la que trabajaban otras chicas como yo, secuestradas por alguna promesa”.
Todo está colocado con delicadeza en esta novela:
“Crece todo en este pueblo con paciencia de leche hervida”.
En ella, el paisaje plantea demasiadas veces un juego perverso que marca el porvenir de quien se ve atrapado en él:
“El día que cruce el puente para marcharme de la isla, el viento era una madre diciendo no te vayas. Soplaba en contra”.
Sin embargo, no hay atisbo de venganza por parte de quien la protagoniza.
Fernández Plata posee maestría narrativa y templanza emocional pese a lo que supone poner en pie una historia en la que la memoria lo es todo.
“Ya no sé qué busco. Soy un cristal sin punta en medio de la playa. El futuro me ha devuelto como devuelve la marea lo que no le pertenece”.
Jarroa pone de manifiesto la calma de aquel que sabe perder, la calma de quien analiza el aliento de cada palabra que le es dada.
“Que alguien sople y me saque intacta”.
Jarroa es una novela dura que contiene ese reclamo, esa voz en off que extienden sobre nuestra biografía los muertos. Alberga ese imán que tira de nosotros hacia ese territorio en el que las paredes de las casas están llenas de mensajes que se volverán a sobre-impresionar únicamente con la llamada de nuestro aliento.
Jarroa hace temblar y proporciona dulces caricias a quien sabe encontrar el camino para traspasar sus valiosos límites.
Habla de la prima Nelita, de su último paseo metidita en una caja de pino, de cómo le decían loca y de las cartas que se escribía para encontrar consuelo, porque hay lugares en los que cualquier diálogo acaba formando una herida.
“La pereza es una costra que no puedes arrancarte a destiempo, porque luego vuelve a salir”.
Jarroa es una comparación inagotable. El ir y venir de la memoria, el duelo entre el anhelo y el destino que se convierte en un eco atroz y atronador:
“Yo también pensé que, si no me movía, si permanecía en este trozo de tierra flotante, se estirarían los años y se me quedaría dentro un sabor de infancia sin horarios”.
Una novela con una sublime entonación emocional, íntegra y estanca. Perfecta y blanca como la voz del solista en un coro infantil.
Jarroa habla de las enfermedades mentales que sobresalen en determinados lugares como montañas a las que durante demasiado tiempo se les ha negado su personalidad.
Sobrecogen las reflexiones que a este respecto hace los protagonistas:
“La locura tiene que ver con la repetición de una misma”.
“La repetición de los días cicatriza en algún lugar en el que después es difícil sentarse, pensar, poner un pie delante del otro. La locura se desata en los territorios que no te dejan perderte, que no tienen caminos para que puedas cansarte”.
“Escapar es salir de un lugar para meterse en otro”.
Jarroa golpea en la mirada del lector con esa rotundidad con que golpea el amo el cuerpo del esclavo más libertario. Sabe dónde dar, conoce el lugar de cada herida social y femenina. Es como esa fábula que pelea a muerte para acabar con el sortilegio al que está encadenada su naturaleza.
Impresiona mucho el dominio que tiene la autora de los espacios estéticos y éticos de sus personajes, la inteligencia con que construye ese zaguán en el que les esperan sus obsesiones. Ese lugar en el que su dolor y su pena encuentran el cobijo que los aleja del escarnio.
Esta novela es una guarida inamovible para la idiosincrasia de cada protagonista.
“Cuando Elcinia hace la cama, la hace entera y sacude antes las sábanas por la ventana para sacudir también la noche”.
Fernández Plata habla de la precariedad, de las limitaciones que tiene ser mujer, ser niña, sobre la silueta de una isla a la que Dios le ha prohibido permanecer quieta.
“Su madre, que tiene que ser madre de muchos, se olvida algunas veces de que está en casa, se olvida de sacarla a que le dé la luz. Así es como coge raquitismo, de tan buena que es. Porque ella que quiere cuidar, no pide que la cuiden”.
También lo hace de la indefensión que deja el retorno en quien lo escoge, pero sin la necesidad de poner en evidencia esa marca que deja en la mayoría de las ocasiones la derrota o la vergüenza que parece conllevar ese acto.
Y de las supersticiones y de las listas negras que pesan más que la propia biografía.
“Abuela contaba que una vez se le apareció el trasno, un señor de melena oscura, sombrero de copa y uñas negras largas apoyadas en los pies de la cama, y yo no quiero verlo. Por eso no canto de noche, ni silbo, ni hago cosas que no se deben hacer, como matar arañas”.
“Saladina no es mala, pero nació con demasiado miedo. Y el miedo en el pueblo no hace amigos. De noche sale como cuando era niña, a buscar grillos. Los grillos no mienten. El coro de Dios”.
“Maruja es una mujer sin miedo y por eso en el pueblo la llaman por nombre que nunca hizo propios. Un día fueron a buscarla y la encerraron por estraperlo. Ella sabía que no hacía daño a nadie, que lo que escondía no era pecado. Dar de comer a los demás, en todo caso, sería algo para que el señor cura lo mentase en misa de domingo. La tierra que pasa hambre queda llena de difuntos”.
Jarroa es un poema cuya latente transversalidad atraviesa a un país entero y a todas sus generaciones de mujeres:
“Después de la muerte del marido de Berta, la casa y ella se asilvestraron. Se convirtió oficialmente en una mujer rara”.
“Ahora la vida se pela y queda el huesito limpio, macerado”.
“La tristeza también es una habitación iluminada, el olor a suavizante, a café templado. La tristeza es también un cuerpo de recién nacido”.
Jarroa es una primera novela, que no parece serlo, que bebe de paraísos emocionales excepcionalmente manipulados por un demonio que sin querer hace grandes a las víctimas que elige. Una historia en la tradición de las grandes novelas que han hecho del paisaje un dios al que hay que saber rezarle. Una novela que se queda presa en la sangre de quien lee como esa vitamina vigorizante con la que no esperaba contar. Una hermosísima nana compuesta para acabar con la locura de los justos. Una de las mejores novelas que he leído en lo que va de 2024. Qué riquísimo y extraordinario debut el de Andrea Fernández Plata.
‘Jarroa’. Andrea Fernández Plata. Caballo de Troya. Edición de Sabina Urraca. 156 páginas.
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