Jorge Bustos: «En cuanto usas más de 500 palabras, ya te llaman pedante»
Con ‘La granja humana’ (Ariel), Jorge Bustos, bien conocido como ácido columnista, ha entrado por la puerta grande en el terreno del ensayo. Aunque rechaza el término de provocador, no cabe duda de que este libro y cada una de sus columnas no dejan indiferente. Para abrir boca, tres frases de esta entrevista, aparte del titular: «No puedo con la gente que habla continuamente de John Lee Anderson como si fuera alguien respetable». «Necesitamos la rejerarquización de la cultura, por muy reaccionario que esto suene». «Si uno maneja pocas palabras, no podrá expresar cómo se siente verdaderamente, no podrá amar«.
Licenciado en Filología y en Teoría de la Literatura, se ha dedicado desde hace más de diez años al arte del columnismo, una pasión que, como él mismo confiesa, ha tenido desde niño: “Siempre he querido ser columnista”. Pero el término columnista se queda corto para este joven letraherido de amplísimo bagaje cultural. Con una madurez intelectual tan digna de elogio como infrecuente en estos días, Bustos toca todos los palos, desde el fútbol a la política, la literatura y la filosofía. En la búsqueda de los matices y en la huida de todo mandamiento, Jorge Bustos evita los aplausos fáciles y la condescendencia en pos de una reflexión incómoda, envuelta en el más cuidado de los estilos literarios.
Decía Jean Bollack en su ensayo ‘Empédocles’ que los poetas toman un proverbio o una fábula e introducen una alteración minúscula que cambia el significado de tal manera de inscribirse en la tradición a la vez que obtener los beneficios de la tradición. ¿Te sitúas tú también con ‘La granja humana’ entre la transgresión y la tradición?
Yo no soy consciente de ser un provocador cuando escribo; sí es cierto que hay columnas en las que afilo la mordacidad, pero no me considero un provocador. Empecé a escribir columnas periodísticas con 20 años, ahora tengo 32, así que puedo decir que ya tengo una serie de años de experiencia a mis espaldas. Reconozco que en mis primeros años como columnista buscaba epatar, mostrarme como un enfant terrible, pero con el tiempo he ido perdiendo interés por este tipo de actitud y lo que ambiciono ahora es abrazar una idea en cada columna. Trato de escribir sin ningún tipo de lector ideal en la cabeza, cosa que no es nada fácil, sobre todo en la era de las redes sociales, porque tienes una parroquia de lectores y recibes un feed-back cotidiano, una crítica diaria. Ahora es más difícil que nunca mantener la independencia en el momento de escribir y abrazar una idea, pero, por otra parte, hoy el ejercicio del columnismo resulta muy apasionante.
Pero, volviendo a tu ensayo, ‘La granja humana’, no podemos negar que la crítica lo ha definido desde el primer momento como un libro con algo de voluntad provocadora.
El caso es que muchos han tildado el libro de mordaz y de provocador como si las reflexiones que contiene no fueran resultado de un destilado serio del pensamiento y la reflexión del autor, sino que fueran simplemente la expresión de una voluntad de contradecir la postmodernidad. Si aceptamos que lo socialdemócrata, por hablar de la cosmovisión ideológica que impera actualmente en Occidente, es el mainstream, entonces la forma de ser punk es volver a la tradición: ahora un grupo de punk no haría parodia del God save de Queen, sino que compondría un himno perfectamente monárquico. Con La granja humana lo que he intentado hacer es escribir el libro que yo podría escribir en edad de madurez, es decir, pasar por encima de la travesura que se supone propia de la juventud e intentar hacer un libro de viejo.
La provocación intelectual es algo inherente a todo ensayo…
El problema es que tenemos la piel más fina que nunca; la gente vive convencida de que el año 2015 es una especie de culmen del progreso y de la libertad de expresión y, sin embargo, basta ver lo que se escribía o la televisión que se hacía en los 80 para darse cuenta de que no es así. Las vanguardias, por ejemplo, no fallaron porque sí; la cuestión es que hoy no hay coraje ni voluntad de hacer lo que se hacía, ni tan siquiera para vivir la bohemia con ese sacerdocio de autoconsunción por la literatura.
En el binomio transgresión-tradición, parece que tú te sitúas en ambos, convirtiendo la tradición en una manifestación transgresora.
Es difícil separar ambos términos, puesto que cuando uno tiene una idea inevitablemente está condicionado por cómo esta idea va a ser percibida de la misma manera que está condicionado por el contexto; uno es hijo de su tiempo, y sabe perfectamente que escribir determinadas frases va a suscitar controversia. Y ahora mismo vivimos en un tiempo de infinitos mandamientos, la autocensura es más fuerte que nunca, incluso la incorrección política ha sido asumida como transgresión aceptada y definirse hoy como políticamente incorrecto es ser profundamente mainstream. Esto tiene como consecuencia que todo esté sujeto a determinados mandamientos. Sea la voluntaria transgresión como la defensa ciega de la tradición son, hoy por hoy, mainstream y la única forma de escapar de estos dos polos es desprenderse de la preocupación de epatar o de no epatar y, asimismo, tener la voluntad de rescatar algún valor universal de la cultura.
Hablas de escapar de los dos polos, a la vez que en tu ensayo eres profundamente crítico con la equidistancia, que defines como una falacia.
La equidistancia es una falacia porque borra los polos. La voluntad postmoderna ha hecho confluir todos los relatos en ese océano llamado postmodernidad, un océano en el que encuentras simultáneamente a teócratas, a positivistas…, todas las corrientes filosóficas e ideológicas parecen haber confluido en él. La postmodernidad, en este sentido, es la época en la que todas las tendencias son posibles y todas las corrientes son aparentemente asumibles.
Sin embargo, este “todo posible”, como señala Habermas, es política e ideológicamente peligroso en cuanto puede conducir al más cínico relativismo o al qualunquismo italiano.
La idea de Habermas de que la Ilustración no se ha llevado hasta sus últimas consecuencias y de la frustración del proyecto ilustrado puede ser también peligrosa: la Escuela de Frankfurt finiquitó el debate acerca de la Ilustración de manera definitiva y trágica, sólo que, en cuanto epígono de esta escuela, Habermas quiere reabrir el debate. Y creo que este intento es peligroso en tanto que es difícil decir algo más de cuanto ya dijeron Benjamin y Adorno acerca de los límites y los peligros de la razón llevada al extremo.
Pero puede que más que reabrir el debate, de lo que se trata es de releer a Benjamin y Adorno, pues sus reflexiones son hoy especialmente pertinentes.
Lo que yo sí creo que en un ambiente tardorromántico como el que vivimos, no vendría del todo mal un neoclasicismo. Estamos en una época de irracionalismo: el animalismo, el ecologismo o determinadas formas de encarar el debate feminista, que ya poco tiene que ver con las propuestas de las grandes feministas del XIX o del XX, son ejemplo de ello. Vivimos en una época en la que columnistas que llevan sus reflexiones hacia el racionalismo, como Arcadi Espada, son considerados como provocadores porque intentan escribir al margen de las vísceras. En este contexto, a mí no me parecería mal que se empezara a escribir en los medios o en los libros desde una mirada más omnisciente dejando de lado el yo; a nivel literario, por ejemplo, no me parecería mal recuperar la visión del narrador omnisciente en lugar de tanta autoficción. Me gustaría que se intentara apartar un poco la obsesión exhibicionista del yo, del yo más pueril que, en mi opinión, está lastrando muchas cosas.
Tus reflexiones acerca del tardorromanticismo y de la preponderancia del yo me recuerda la propuesta filosófica de Javier Gomá Lanzón, en concreto sus reflexiones acerca del actual estadio de la imitación y la liberación del yo.
Javie Gomá tiene un rigor de disciplina intelectual y de años de estudios que no son frecuentes. Me gustan los violinistas del Titanic que se toman la cultura con esta ambición y con este amor a lo clásico, con este amor por la tarea sacerdotal de la cultura y de la transmisión. Es verdad que probablemente estos violinistas terminen por ser derrotados; sin embargo, creo que esta derrota no es nueva en cuanto considero que aquellos que están llamados a rescatar y a proteger la cultura forman siempre parte de una élite minoritaria. La época de la cultura de masas se está disgregando y al final el que quiera distinguir entre cultura pop y alta cultura encontrará la forma, en pequeños circuitos, en nuevos salones en los que no sólo se volverá a distinguir entre cultura de masas y alta cultura, sino que se planteará de nuevo una jerarquización cultural.
Esta consideración de la alta cultura como patrimonio de una élite es peligrosa: basta pensar en la postura de Ortega-Gasset, que retrotrae a planteamientos que proponen un gobierno no democrático de una élite. Pensemos desde Platón hasta Carl Schmitt.
Toda la novelística del siglo XX y XXI, de la mano de los más grandes autores, se ha esforzado por mezclar lo culto y lo popular, erradicando así los deslindes académicos. Resultado, en parte de esto, es un maremágnum en donde se anulan todas las jerarquías y yo, personalmente, soy partidario del canon y creo que hay una tarea pendiente: la rejerarquización de la cultura, por muy reaccionario que esto suene.
¿Revisar el canon?
Revisar el canon desde postulados lo más científicos posibles, que es lo que propone Harold Bloom. Mi profesor en Teoría de la Literatura, Antonio García Berrio, siempre hablaba, como discípulo suyo que era, de Bloom y de cómo era capaz de explicar científicamente por qué un poema era bueno o era malo. Recuerdo que con García Berrio estuvimos uno o dos meses analizando el poema de Quevedo Amor constante más allá de la muerte, porque García Berrio estaba convencido de que todas las herramientas del humanismo podían conseguir un método científico de separación entre lo bueno y lo malo en literatura. Si lo piensas bien, es una ambición kantiana.
Es una ambición profundamente kantiana que pongo altamente en duda. Las humanidades no pueden regirse por los mismos parámetros de la ciencia.
A mí me gusta el intento, no creo que sea completamente posible alcanzar este método. A base de formar el gusto se forma también un criterio que permite afirmar si un autor es bueno o malo o si la obra que se analiza es original o un pastiche. Los formalistas rusos, el New Criticism o Dámaso Alonso con la estilística intentaron convertir el estudio literario en una ciencia y esta ambición me gusta por su voluntad de excelencia y por su intento de cribar siempre lo más delicado, lo más hermoso, lo más significativo. Y, precisamente por esto, me gusta mucho la propuesta de Harold Bloom, que ataca a la Escuela del Resentimiento con una valentía que nadie le puede discutir. Es verdad que su canon literario es un canon principalmente anglosajón, pero su capacidad intelectual es incuestionable, es alguien que quiere ser el Doctor Johnson del siglo XX. Por todo ello, es alguien al que, junto a George Steiner, tenemos que escuchar, escuchar de rodillas. Cuando mueran Bloom y Steiner, ¿quién nos va a quedar? Nos estamos quedando huérfanos de grandes literatos, de grandes jerarquizadores de la inteligencia y de los productos humanos.
Vuelvo a lo mismo: más que fomentar un elitismo, ¿no debería fomentarse una democratización cultural que aspirara a lo más alto intelectual y culturalmente?
En una columna, Pérez Reverte decía que lo más grave que le pudo pasar a los escritores es la alfabetización de las masas, porque el escritor se vio obligado a dejar de contentar al mecenas, que tenía un gusto refinadísimo, y se tuvo que emplear como escritor burgués para gustar a la masa alfabetizada, bajando así los parámetros de calidad. Me parece que, por lo general, esto es lo que ha pasado a lo largo de la historia literaria, con las excepciones de algunos escritores que se han podido y se pueden permitir novelas experimentales porque no viven de su trabajo. Pero que la democratización de la cultura ha comportado una nivelación a la baja, reduciendo la exigencia léxica y filosófica, es indudable, como es indudable que si Robert Musil hubiera tenido que vivir de sus libros, nunca habría escrito El hombre sin atributos.
Es decir, ¿la cultura es por definición elitista?
¿Cómo no va a ser elitista la cultura si el creador persigue algo que es por definición muy exigente? ¿Por qué triunfa la televisión? Triunfa porque es masiva y justamente porque es y debe ser masiva, a excepción de algunos programas culturales de La 2 que no necesitan de publicidad; baja el listón de excelencia. Cuando me dicen que mi visión es elitista, lo asumo, porque la excelencia siempre ha sido elitista.
La educación debería aspirar a formar igualitariamente a todo el mundo desde parámetros culturalmente elevados.
La izquierda debería rechazar la pedagogía postmoderna que se queja de lo memorístico. Como decía el otro día Gregorio Luri, no hay una pedagogía alternativa a la de los codos. Si yo hoy tengo una nómina es porque me deslomaba los sábados y los domingos por la tarde estudiando, y no hay más pues desde Solón solo hay un sistema que funciona: el esfuerzo es el único modo para disciplinar la inteligencia. Y ante esto, la izquierda nunca debió aceptar que en la educación pública entraran estos modelos pedagógicos sentimentales.
Tus palabras me recuerdan a un artículo de Enrique Vila-Matas elogiando la hoy denostada complejidad en literatura y en cualquier expresión artística.
Tan denostada como el adjetivo de pedante. A partir de que manejas más de 500 palabras y las empleas con naturalidad, te conviertes en un pedante insoportable. Al respecto, recuerdo siempre que Faulkner decía que el gran problema de Hemingway era que nunca había remitido ningún lector a un diccionario. Más allá de la exageración, una cosa es aquel que utiliza siempre el adjetivo más complejo y más desconocido a la hora de escribir y otra cosa es la riqueza lingüística. Hoy en día se ha popularizado el término pedante como desprestigio para generalizar la facilidad sin darnos cuenta de que las palabras son las que portan el pensamiento y si uno maneja pocas palabras no podrá expresar cómo se siente verdaderamente, no podrá amar.
En relación a la riqueza del vocabulario, ¿tenías presente al lector en el momento de elegir las palabras y las expresiones para el ensayo?
El escritor tiene que escribir para su yo más exigente, incluso en el momento de escribir una columna en un periódico masivo. Evidentemente uno puede tener descensos demagógicos y populistas para enganchar a los lectores, pero como tono general el columnista debe aspirar al mejor yo, debe intentar que un yo simétrico al de su yo como escritor esté al otro lado con los anteojos en el puente de la nariz atento a la argumentación que le propones. Una persona que intenta agradar a un público ideal está traicionando la vocación de escritor.
¿A lo largo de tus años como columnista, has ‘pecado’ por intentar agradar al público lector?
Sí, evidentemente, y debo decir que escribir sobre fútbol me sirvió mucho para adquirir independencia en el momento de escribir; al enfrentarme a un partido de fútbol me enfrentaba también al hecho de que determinadas cosas iban a sentar mal a determinadas sectas y bien a otras. A base de prescindir del feed–back, consigues acercarte, si no a la verdad, sí a aquello que tú has visto, y por tanto consigues escribir desde la más absoluta honestidad sin buscar gustar. No se puede nunca engañar a ese yo insobornable que te lee a la vez que escribes.
Y, por tanto tampoco cuando escribías ‘La granja humana’ te preocupaba el hecho de agradar al lector.
Es un libro que escribí con relativa rapidez y que intenta ser una fotografía de mi modesto pensamiento sobre la realidad, a la vez que es un resumen de lo que vengo haciendo desde los 20 años. Como documento tiene valor para mí mismo y en cuanto al valor que pueda tener para el lector, sólo puedo decir que he sido honesto. Aunque haya sido tachado como provocador, La granja humana es un libro que abunda en el matiz, a veces recurre a una frase efectista, pero luego la matiza. El libro es más un conjunto de mis itinerarios mentales que un catálogo de verdades.
En tu conferencia ‘Las raíces culturales del futuro’, afirmabas que “el primer humanista completo fue Michel de Montaigne”, padre del género ensayístico que tú practicas en tu libro.
Sería bonito que así fuera; el ejercicio ensayístico parte de Montaigne y lo volví a descubrir en Todorov y en Pla, para quien el ensayo era precisamente esta ondulación del pensamiento. Un ensayo, al menos para mí, no debe contener nunca verdades firmes y en esta ausencia de verdades lo que yo intentaba hacer era reflexionar y convencerme a mí mismo; yo quería convencer a mi yo lector de aquello que estaba escribiendo, consciente de que no había una conclusión última, una verdad absoluta.
No debe contener verdades, aunque hay un ideal.
No se puede escribir ensayo y tampoco columnas, en especial en este pueblo que es España, sin tener una determinada visión de cómo deberían ser las cosas. Sin embargo, inscribiéndome en esta tradición, soy contemporáneamente muy escéptico, de ahí que no me vea como idealista. No me considero un idealista; personalmente, defiendo la idea de que la historia no progresa, creo que la historia se repite en forma de espiral, copiando cosas del pasado puesto que, como diría Machiavelli, las pasiones humanas son inmutables.
Es cierto que a lo largo de tu ensayo criticas el concepto de utopía, pero lo haces desde el convencimiento de que hay un ideal, un modelo de conducta al que aspirar.
Sí, pero es un ideal modesto, como el de los estoicos. En la tensión entre no tenemos solución y la utopía, me quedo con lo que decía Pla: un valle de lágrimas corregido por un sistema de propinas. El nihilismo es paralizante, pero el idealismo puede ser criminal. Ante estos dos polos, las fábulas se posicionan en el medio, son enseñanzas muy modestas que se inscriben en la ética de la resignación que el cristianismo supo muy bien reinterpretar y que aboga por la contención y por la vida morigerada. Partiendo de la sencillez moral de las fábulas es posible avanzar en propuestas asumibles. La política, como diría Azaña, es el estadio superior de la civilización porque no hay nada tan hermoso como ver que un presupuesto teórico obtiene una manifestación satisfactoria de la realidad.
Hablas de Azaña, que representa un modelo intelectual completamente ausente en el actual panorama político.
La política es un invento de las élites. Hay una corriente inglesa que aboga por la epistocracia, es decir, por reducir el sufragio universal a gente que se lo merezca. Esto es muy peligroso, responde a la mediatización de la política y a la telecracia y pone de manifiesto que si el debate de las ideas se realiza en medios masivos, tiene que tirar por lo bajo y recurrir, en muchas ocasiones, al argumento más fácil y por tanto al populismo.
El término populismo ha perdido todo significado, se ha convertido en un insulto siempre dirigido a los mismos, a los nuevos partidos de izquierda, cuando hay mucho populismo en la derecha.
Sí, es verdad, pero no sólo el término populismo; un adjetivo como burgués ha sido utilizado por parte de la izquierda que, habiendo asumido todas las formas de vida de la burguesía, lo ha convertido en un insulto contra la derecha. Hay palabras bumerán que se arrojan y más en un mundo como el actual, en el que las ideologías se limitan al volumen de presupuesto que se destina para pensiones, puesto que es el único margen de elección que deja el euro. Pero, evidentemente, Albiol es un populista de derechas, Berlusconi fue uno de los mayores populistas y Bono fue un populista que cada día era de una tendencia política diferente. El populismo, como decía Aristóteles, es la degeneración de la democracia, una degeneración que comienza cuando el político debe apelar a los instintos menos racionales para refrendar a su discurso y obtener votos.
Volvamos al tema del calado intelectual de los políticos. Tú hablabas de Azaña, yo pienso en alguien como Malraux, que fue ministro de Cultura con De Gaulle.
Aquí tuvimos a Semprún, pero no olvidemos que por ser escritor no eres un gran ministro; puedes ser un excelente novelista y un pésimo ministro. Yo no demando intelectuales en política; demando políticos con una mayor formación de la que muchos tienen, pero sobre todo demando integridad moral y experiencia en gestión. A todo esto, es necesaria la sensibilidad cultural, evidentemente; el gobierno de tecnócratas de Rajoy ha desprestigiado todo lo que tenía que ver con la intelectualidad, con la letra escrita y con la cultura, y es absurdo que se queje de que la izquierda haya monopolizado la cultura, pues es la lógica consecuencia.
En la entrevista vía whatsapp que te hicieron junto a Juan Soto Ivars en la revista ‘Leer’, decías: “El bloguero se siente Cervantes al quinto retuit”, pero ¿qué se siente el columnista a la quinta columna?
Mi frase, lo reconozco, es una boutade con la que yo quería reivindicar la distancia jerárquica entre el bloguero y el columnista, la misma que existe entre la edición y la autoedición. El bloguero se autoedita, no tiene que pasar por ningún filtro de profesionales del periodismo, mientras que se supone que el columnista ha tenido que pasar una serie de filtros establecidos por unos profesionales del campo. Ahora bien, hoy cada vez más los departamentos de opinión de los periódicos van a buscar en la blogosfera, donde se pueden encontrar unos textos extraordinarios y, por tanto, todavía se impone una cierta meritocracia para saltar la aduana que separa el blog del periódico.
Hablas de meritocracia, pero hay que reconocer que hay que cribar en las columnas, no todas parecen responder a esta lógica del mérito
Esto lo sientes tú y lo he sentido yo en más de una ocasión. Hay una casta columnística y hay un tapón generacional; escriben los mismos que escribían en Pueblo o en Triunfo. Afortunadamente, este relevo generacional se está produciendo ahora, tarde, muy tarde, pero creo que estamos en un momento esperanzador en el que están apareciendo nuevas firmas.
El surgimiento de este nuevo columnismo es paralelo a una reivindicación de la figura de Umbral.
Absolutamente nada, yo no soy nada umbraliano. Entiendo que se compare a Antonio Lucas con Umbral, pero no a mí. Lo que sucede es que Umbral es el columnista total, de ahí que a todos nos remitan a él. Lo que sucede es que se habla de una reivindicación de Francisco Umbral cuando en verdad habría que hablar de estilo. Se asocia a Umbral a todo aquel columnista que tiene voluntad de estilo, pero una cosa es voluntad de estilo y otra cosa es ser umbraliano. A David Gistau se le ha comparado muchas veces con Umbral a pesar de que el estilo de Gistau es completamente distinto.
En esta reivindicación del estilo, podemos sin embargo agrupar a nombres como David Gistau, Manuel Jabois, Rubén Amón, Antonio Lucas, Juan Soto Ivars, tú… podemos hablar de un columnismo literario.
Es la disciplina la que aúna todos los nombres que has citado, pero no la escuela. No creo que la estilística de Umbral esté en ninguno de esos nombres. Sí que está en Antonio Lucas, él sí que ha bebido de Umbral y se ve en su sintaxis, en sus elecciones léxicas. También es umbraliano Jesús Nieto Jurado, pero, por ejemplo, Arcadi Espada no lo es en absoluto, él es un racionalista, tiene una escritura afrancesada, como también la tiene Gistau, con una sintaxis muy larga. Lo que tienen en común todos los nombres que citas es que todos ellos son columnistas con un estilo propio y definido, columnistas que merecen escribir en el periódico, periodistas que no empiezan una columna diciendo “el toro de la Vega me parece mal”. ¡No se puede empezar una columna así! La columna tiene que ser una pieza literaria, debe contener una noticia, un ensayo y un poema. La columna es una trama de pensamiento. Y ahora se habla mucho de Umbral, pero no olvidemos que él rescata mucho de Ramón Gómez de la Serna y de González Ruano, que no tienen la reivindicación de Umbral, pero que son esenciales en la historia del columnismo castellano.
Reivindicando a Umbral se reivindica también la tradición de la prosa periodística castellana en oposición a ese ‘New Journalism’ y esa tradición norteamericana, convertida en referente de excepción en muchos sectores.
¡Qué horror! A mí me puedes alinear en el casticismo. No puedo con la gente que habla continuamente de John Lee Anderson como si fuera alguien respetable. Yo me miro en Camba, en Gómez de la Serna, en González Ruano, en Chaves Nogales… Hay un tronco común del columnismo, en el que se encuentran todos los nombres que has mencionado, y del que reniegan los ignorantes o los papanatas de lo anglosajón.
Comentarios
Por SamJohn, el 12 octubre 2015
Uno de los tipos más pedantes y vacuos con los que me he tropezado en un papel. «Elecciones léxicas». ¡Por Dios!
Por José KLuis Sanchez de Lamadrid, el 12 octubre 2015
Desde hace unos cuatro años, sigo a Jorge Bustos, porque cuando lo leí por primera vez, cambié de postura en la butaca en la que me encontraba arrellanado.Para mí, éste es un signo de interés, ya que si no cambio de postura, indefectiblemente es que me he dormido, y sólo el golpe del libro soobre el pecho, me hace cambiar de postura, cerrar el librol, y coger otro.
Con Jorge jamás pasa ésto.Todo lo que escribe, interesa.Con todo se puede iniciar un debate intelectual. Lejos de ser ácido, es un excelso, egregio y ocurrente. Sabe latín. Pero no en sentido figurado.,sino real. Y eso, se nota.
Felicito también a Anna por salirse de los cauces del aburrimiento, y porque ha sacado de su interlocutor el meejor de los contenidos de cuantas ya numerosas entrevistas he leído teniendo a Bustos como conversador